Errar el tiro con Rusia
¿Se imaginan si se hubieran aplicado esas medidas en la España franquista, por ejemplo, por connivencia con el régimen nazi o por ser un país dictatorial?
Diecisiete meses pasé haciendo cola a las puertas de la cárcel, en Leningrado, en los terribles años del terror de Yezhov. Un día alguien me reconoció. Detrás de mí, una mujer —los labios morados de frío— que nunca había oído mi nombre salió del acorchamiento en el que todos estábamos y me preguntó al oído (allí se hablaba solo en susurros):
—¿Y usted puede dar cuenta de esto?
Yo le dije:
—Puedo.
Y entonces algo como una sonrisa asomó a lo que había sido su rostro.
Anna Ajmátova. Réquiem
Durante el franquismo y hasta la Constitución de 1978, cualquier cargo público que quisiera acceder a una plaza debía jurar lealtad a los Principios del Movimiento Nacional para mostrar su adhesión al régimen. Ello ocasionó, por ejemplo, que un montón de profesorado antifranquista tuviera que jurarlos si quería dar clase una vez pasadas las oposiciones. Si se les hubiera aplicado una españolofobia paralela a la rusofobia imperante —no contra un dictador, no contra un gobierno, sino contra un país— no habrían podido abandonar el país.
Es estremecedor, pues, saber que se exigen condenas del régimen de Putin a gente muy diversa, artistas, tenistas (al resto de deportistas, no tanto), cantantes..., cuando, si lo hacen (hay quien lo hace, por supuesto), quedan a merced del régimen dictatorial, sobre todo si viven en Rusia. ¿Se imaginan si se hubieran aplicado esas medidas en la España franquista, por ejemplo, por connivencia con el régimen nazi o por ser un país dictatorial? Era difícil condenar directamente al régimen porque esa condena habría resultado condenatoria. Es doloroso ver que diferentes universidades instan a las y los estudiantes rusos a volver a su país por el simple hecho de ser de donde son. Por ser de un lugar determinado. Justo cuando ninguna ni ningún pianista de Rusia, eran cinco, ha podido venir al Concurs Maria Canals porque no han podido salir del país.
Afortunadamente habrá representantes de Ucrania.
La soprano rusa Anna Netrebko ha sido prohibida por ambos lados: la Ópera de Zúrich consideró que la condena de Netrebko de la invasión no era suficientemente contundente contra Putin. Antes, La Scala de Milán, el Met de Nueva York y Hamburgo ya le habían cancelado actuaciones. La Ópera Novosibirsk de Siberia ha anulado un concierto que tenía previsto en junio por traidora a Rusia.
Es quizá todavía más escalofriante saber que la filmoteca de Andalucía ha anulado una proyección de Solaris (1972) de Andréi Tarkovski, que se han suspendido cursos sobre Los hermanos Karamázov (1879), el testamento literario de Fiódor Dostoyevski, o sobre Guerra y paz (1867) de Lev Tolstói como represalia por la invasión de Ucrania. ¿A quiénes están represaliando? Se trata de autores que murieron y escribieron mucho antes de Vladimir Putin y su siniestro régimen. Esto sí que es poner puertas al campo. ¡Pero si es que se ha llegado a prohibir que se tocara Babi Yar (1962), la sinfonía en la que Dmitri Shostakóvich evoca la masacre de gente judía que tuvo lugar en 1941 en el barranco homónimo cerca de Kiev! ¡Shostakóvich, masacrado a su vez por el régimen soviético!
Se ponen a la altura de Meta Platforms que permite a usuarias y usuarios de Facebook y de Instagram de algunos países (por algún sitio se empieza) incitar a la violencia contra el ejército ruso y a la muerte de Vladimir Putin y el presidente bielorruso Aleksandr Lukashenko, según correos electrónicos internos de Meta descubiertos por Reuters el pasado jueves 10 de marzo. Un cambio temporal (?) en su política de incitación al odio, afirman con cinismo. Como si el odio y Meta no fueran casi sinónimos. De momento, no permitirán todavía ataques contra la población rusa en general.
Gran honor emular un personaje tan tenebroso como el dueño de Meta, Mark Zuckerberg, autor de tantas y tantas maniobras antidemocráticas y desestabilizadoras. Sería hora de revisitar el interrogatorio que le hizo Alexandria Ocasio-Cortez cuando el 23 de octubre de 2019 hicieron comparecer a Zuckerberg frente el Congreso yanqui.
La rusofobia mutila la literatura, la cultura, toda, tanto la europea como la universal. Alimenta y da razones al dictador; además, la intolerancia europea y yanqui no ayuda a los grupos pacifistas que plantan cara a la guerra en las calles de Rusia, no va a favor de cada disidente que se juega el físico, que se expone a multas y a penas de cárcel considerables. Por el contrario, desde el momento que podría victimizar a quien no mueve un dedo, a quien no disiente, contribuye a aislar y dejar aún en una mayor soledad a quien protesta.
Más valdría recordar rusas como la pintora Yelena Osipova (aunque muchos medios la presentan como una anciana sin más atributos ni mérito), una superviviente del asedio de Leningrado, detenida en San Petersburgo el 2 de marzo por protestar contra la guerra, valiente, con dos pancartas pintadas por ella que ya usó en el 2014: “Soldado, baja el arma y serás un héroe”.
El coraje de la productora de televisión Marina Ovsyannikova, hija de rusa y ucraniano, que el pasado 14 de marzo interrumpió una emisión en directo de noticias de la televisión controlada por el estado para protestar contra la invasión de Ucrania: “No a la guerra. Detengan la guerra, no se crean la propaganda, aquí les están mintiendo. Rusos contra la guerra”. Su ejemplo ha cundido.
La osadía de Veronika Belotserkovskaya, una bloguera de gastronomía, que es la primera de las tres acusadas por la nueva ley rusa “contra noticias falsas” que criminaliza las críticas a la guerra. En efecto, ha criticado duramente la agresión rusa contra Ucrania. Las acusaciones podrían acarrearle hasta quince años de cárcel. Otra de ellas es la siberiana Marina Novikova; de la tercera no se sabe su identidad. Las cinco son un exponente de cómo están sufriendo también en Rusia por mucho que el sufrimiento de Ucrania sea incomparable.
Personalmente y mientras no prohíban leer, me cobijaré en libros que, escritos hace tiempo, mucho antes de Putin, este émulo de Stalin, exponen en forma de obra maestra todos los estragos y los horrores de las guerras; las externas y las internas. Dan cuenta milimétricamente y muchos años antes de lo que ahora mismo está pasando en Ucrania y en Rusia. Guerra, asedios y represión.
Como el fundamental Diario del sitio de Leningrado de Lidiya Ginzburg, escrito principalmente en 1942, el año en el que nació justamente Yelena Osipova, pero que no fue publicado hasta 1987. El sino de tanta literatura rusa del siglo pasado.
Como los sobrecogedores Relatos de Kolimá de Varlam Shalámov. Aterradora narración de las embrutecedoras atrocidades que se infligían en los campos de trabajo siberianos, vividas por Shalámov en propia piel a lo largo de más diecisiete años. Los Relatos no pudieron publicarse en la URSS hasta 1987.
Si los Relatos de Kolimá solo pudieron distribuirse en Rusia antes de 1987 a través de la arriesgada práctica del samizdat (copia y distribución clandestina de literatura prohibida), el Réquiem de Anna Akhmatova, escrito entre los años 1934 y 1940, no se editó hasta 1963. Antes tuvo que ser memorizado a pedazos por varias personas que fueron la voz silenciosa e invisible de Ajmátova.
El Réquiem de Ajmátova, nacida muy cerca de Odesa, cuyo prefacio abría estas líneas, es un largo poema sobre los infernales meses haciendo cola a las puertas de la cárcel de Leningrado a finales de los años treinta para ver al hijo encarcelado. Consiguió fundir su voz con la voz colectiva. Si el primero de estos libros es un manual de lo que puede ser el asedio más espantoso y prolongado, los otros dos son una crónica de hasta qué punto el pueblo ruso ha tenido que sufrir bajo la bota de élites ladronas y depredadoras a lo largo de los siglos.