Epidemiólogos vs. ideólogos
Es nuestra falta de solidaridad hacia los grupos poblacionales más débiles lo que está dificultando enormemente el control de esta pandemia.
Nadie en su sano juicio se atrevería a decir que una pandemia se vence desde la ideología y, sin embargo, en los últimos meses estamos asistiendo a un pavoroso conflicto de intereses políticos, una opereta en donde la sanidad ha pasado a convertirse en el “príncipe destronado”.
Echemos por unos instantes la mirada al pasado. En la Roma clásica había tres formas diferentes de interpretar el poder: el imperium, la potestas y la auctoritas. El primero era un poder absoluto, propio de aquellos que tenían capacidad de mando, es decir, los cónsules y los procónsules. A continuación se encontraba la potestas –el poder político– que tomaba decisiones mediante la fuerza y la coacción. Por último, estaba la auctoritas, el poder moral.
Una de las últimas encuestas de Metroscopia, que analizaba la confianza de la ciudadanía hacia la política y las instituciones públicas, ha arrojado datos descorazonadores: el 89% de los encuestados recela del Parlamento y el 91% desconfía de los partidos políticos. En otras palabras, los ciudadanos ya no se fían de la potestas.
En tiempos de crisis, en momentos de desamparo, la mirada de la sociedad se torna hacia la autoridad moral, hacia la auctoritas. Es la ciencia, con un “poder” basado en el prestigio y el reconocimiento, la que nos puede sacar del encallamiento pandémico en el que nos encontramos.
La auctoritas no es un poder vinculante, pero sí socialmente reconocido y con legitimización social. Las personas investidas de auctoritas son obedecidas no porque imponen sus decisiones o su ideología, sino porque son sabias y buscan la ecuanimidad.
En contra de todo pronóstico, hay veces que la potestas arremete contra la auctoritas, cuando su discurso transgrede su ideología política. Hace unos días Donald Trump no dudaba en airear a los cuatro vientos que “la gente está cansada del COVID y de escuchar a Fauci y a todos estos idiotas”, en referencia al epidemiólogo Anthony Fauci y al resto de los expertos sanitarios estadounidenses.
Pero no nos dejemos llevar por el frenesí y la ceguera, parte del problema también reside en nosotros, en la sociedad. Una gran parte del siglo pasado los países occidentales estuvimos dominados por una cultura autoritaria, fundamentada en los deberes y en el mando. Afortunadamente, poco a poco, este escenario ha ido dando paso a una cultura permisiva, cuyos pilares son la libertad y los derechos individuales.
Parafraseando a Kant, la disciplina es la que transforma la animalidad en humanidad. El deber tiene que prevalecer sobre los impulsos, es cierto que todos tenemos derecho a la vida y a la libertad, pero eso lleva implícito el deber de respetar la vida de aquellos que nos rodean.
En estos últimos meses la irreflexión y la espontaneidad desbordada de los actos sociales se han convertido en dos caballos desbocados que nos arrastran, salvo que modifiquemos nuestros hábitos sociales hacia el precipicio. Es nuestra falta de solidaridad hacia los grupos poblacionales más débiles lo que está dificultando enormemente el control de esta pandemia.
En estos días España ha superado el techo del millón de personas contagiadas, todos somos de alguna forma responsables y actitudes inapropiadas como las que se hacen eco los medios de comunicación son las han recrudecido la pandemia, incrementando no sólo la crisis sanitaria, sino también la económica.
Ahora más que nunca necesitamos escuchar y seguir los dictados de los auctoritas si queremos doblegar la difícil situación en la que estamos inmersos. Todavía estamos a tiempo.