Enmascaramiento facial, ¿una forma de pseudovacunarnos?
Una idea clásica defiende que la severidad de la enfermedad es proporcional al inóculo vírico recibido.
Únicamente entenderemos el presente y estaremos preparados para afrontar el futuro si estudiamos el pasado. Durante miles de años la viruela –una enfermedad vírica– fue uno de los peores flagelos del homo sapiens. Se estima que durante siglos mató a un tercio de las personas que infectaba.
A caballo entre el siglo diecisiete y el dieciocho vivió Mary Worley Montagu, una aristócrata inglés que aportó su granito de arena para combatir esta terrible enfermedad. Huyó de un matrimonio pactado y se casó con Edward Wortley Montagu, quien en 1716 fue nombrado embajador inglés en la corte turca.
En Estambul lady Montagu descubrió que los otomanos realizaban una “inoculación” –a través de una infección leve– frente a la viruela con la intención de crear inmunidad y disminuir la mortalidad. El procedimiento consistía, básicamente, en inocular con pus procedente de enfermos de viruela a voluntarios sanos.
La embajadora se entrevistó con varias personas inoculadas y tras conocer que no había efectos adversos graves decidió probar la técnica con su hijo Edward, el cual tampoco presentó ningún efecto secundario. Fue entonces cuando lady Montagu se decidió a impulsar este método de inmunización –la variolización– en su Inglaterra natal.
La variolización se practicó durante un largo tiempo, hasta que apareció la vacuna frente a la viruela –la primera de la humanidad– que, a la postre, acabó erradicando la enfermedad.
Para ser honestos, este tipo de medidas preventivas ya se venían realizando desde hacía varios siglos tanto en China como en la India. Los médicos orientales del siglo décimo primero introducían –con la ayuda de una caña de bambú– costras desecadas y pulverizadas de viruela, recogidas un año antes, en los orificios nasales de una persona sana.
Sabemos también que en la vecina India vestían a los niños con ropas de enfermos de viruela que estaban impregnadas de materias contenidas en las pústulas, con la intención de protegerles frente una posible infección venidera.
La verdad, todo hay que decirlo, es que estos métodos no estaban exentos de peligro, porque la persona expuesta podía enfermar con gravedad y fallecer igualmente, puesto que se la estaba exponiendo a las partículas virales.
Dejemos la senda del pasado y caminemos hacia el presente. En el año 2003, durante la epidemia de SARS-COV-1, las autoridades sanitarias internacionales apuntaron que existía una potente asociación entre el uso de mascarillas y el control virológico.
El enmascaramiento facial no sólo subyugaba la posibilidad de contagio sino que también disminuía la gravedad de la enfermedad, esto se basa en una idea clásica que defiende que la severidad de la enfermedad es proporcional al inóculo vírico recibido.
Esta teoría la hemos podido comprobar en nuestras propias carnes. Desde el mes de marzo del 2020, cuando los informes epidemiológicos ponían sobre el tapete las altas tasas de excreción del coronavirus procedentes de la nariz y boca de personas asintomáticas, se aconsejó el uso generalizado de mascarilla para la población.
Si una persona con mascarilla se cruza con una persona infectada por el SARS-COV-2 se expone a una pequeña cantidad de carga viral, la cual pude provocar la aparición de inmunidad celular –linfocitos T– que le proteja frente a la infección.
En definitiva, es posible que el uso de la mascarilla quirúrgica, a raíz de los últimos estudios clínicos, esté haciendo un efecto similar a la variolización, reduciendo el número de casos graves y fallecimientos.