En un año, Bolsonaro ha sido el tirano de ultraderecha que prometió ser
El presidente brasileño ha utilizado su primer año en el poder para menoscabar la democracia de Brasil. Y aún no ha hecho más que empezar.
Cuando Jair Bolsonaro logró la victoria en las elecciones a la presidencia de Brasil hace 14 meses, un nutrido grupo de observadores de dentro y fuera del país advirtió al mundo de que el ex capitán militar racista, sexista y homófobo planteaba una grave amenaza no sólo para las poblaciones más vulnerables de Brasil, sino para su propia democracia, la mayor en América Latina y la cuarta mayor del mundo.
No obstante, también había una escuela de optimistas ―la mayoría, miembros de las élites y el establishment― que insistían en que las vallas de contención de la democracia brasileña limitarían los peores impulsos de Bolsonaro, y que la responsabilidad, la moderación y la reforma económica sobresaldrían por encima de la retórica apasionada, casi populista y autoritaria. Muchos de esos optimistas incluso le votaron.
Ahora que se cumple el primer año de presidencia de Bolsonaro, queda claro que los alarmistas tenían razón y que, si acaso, sus advertencias no eran lo suficientemente trágicas.
Desde que tomó posesión el pasado enero, Bolsonaro ha cumplido (o ha intentado hacerlo) casi todas sus promesas más feas, lo cual ha tenido consecuencias desastrosas para el medio ambiente y la Amazonia, para las ya marginadas comunidades negras, LGTBQ, indígenas y pobres, y para las instituciones que conforman la columna vertebral de cualquier sociedad democrática.
“Bolsonaro está intentando llevar a cabo todo lo que prometió. Sus promesas electorales eran reales y está tratando de implementar todas”, asegura James Green, director de la Brazil Initiative en la Universidad Brown. “Hay varias fuerzas que han intentado limitar su agenda, pero él la está sacando adelante con todas sus fuerzas”.
El congresista y capitán del Ejército que durante décadas expresó su afinidad por la dictadura militar que dominó Brasil entre 1964 y 1985 y que a veces ha deseado su vuelta está siendo exactamente quien sus más ardientes y temerosos críticos dijeron que sería.
“Se ha desarrollado la dinámica clave que esperábamos; esto es, tenemos un presidente que busca activamente socavar la democracia”, sostiene Oliver Stuenkel, profesor de relaciones internacionales en la Fundación Getulio Vargas de Sao Paulo. “No es cuestión de si el presidente trata de socavar la democracia o si la está poniendo en peligro; es cuestión de hasta qué punto las instituciones y la sociedad pueden poner límites al presidente”.
En 2019, nada atrajo más la atención hacia Bolsonaro y Brasil que la cifra récord de incendios que asolaron la selva amazónica en agosto y septiembre, lo cual puso de relieve las amenazas políticas de Bolsonaro contra la Amazonia y la lucha global contra la crisis climática. Bolsonaro ha relajado la legislación ambiental y ha esquilmado las agencias a cargo de la supervisión ambiental, lo cual ha dado lugar a una drástica reducción de la acción climática y contribuido, según los expertos, a la propagación de incendios y al aumento de la deforestación.
Antes incluso de que llegara a la presidencia, ya era evidente que, de algún modo, Bolsonaro haría de Brasil un lugar más peligroso para sus ciudadanos más vulnerables; luego, los incendios fueron la prueba de los daños de sus políticas para los indígenas, que ya advirtieron de que este presidente podría someterlos al “genocidio”.
Los saqueos de extractores y mineros ilegales —que ya no temen las multas o castigos del Gobierno— han llevado al asesinato de múltiples líderes tribales que tratan de defender las tierras a las que Bolsonaro prometió quitar protecciones. La cifra de indígenas brasileños asesinados en 2019 ha sido la mayor de las dos últimas décadas.
Los incendios, y su continua negación por parte de Bolsonaro ante el público internacional, demostraron que “todas las afirmaciones que hacían los pueblos indígenas de Brasil eran ciertas”, señaló Dinaman Tuxa, coordinador ejecutivo de la Asociación de Pueblos Indígenas de Brasil (APIB), durante una rueda de prensa en Nueva York.
Pero los indígenas no son el único grupo vulnerable en el Brasil de Bolsonaro. Pocas comunidades contra las que Bolsonaro ya desató su ira durante sus casi 30 años de congresista y durante su caótica y violenta campaña presidencial se han librado de su cólera y de la de sus seguidores desde que tomó posesión del cargo.
Bolsonaro, que llegó a decir que preferiría un hijo muerto a un hijo homosexual, empezó su presidencia disminuyendo las protecciones legales para las personas LGTBQ, y está tratando de erradicar los programas de igualdad de género y LGTBQ por estar furibundamente en contra de la “ideología de género” de izquierdas. En julio, el Tribunal Supremo de Brasil dictaminó que las leyes antidiscriminación protegían a las personas LGTBQ. Pero los informes sugieren que el aumento del número de ataques contra personas LGTBQ con Bolsonaro, y el miedo que hizo que Jean Wyllys, uno de los primeros diputados abiertamente gay, renunciara a su escaño y huyera del país es algo generalizado entre las comunidades LGTBQ.
Bolsonaro prometió dar carta blanca a la Policía —ya de por sí letal— para matar con impunidad en la lucha contra el crimen violento, y eso es exactamente lo que ha hecho. Aunque nunca se aprobó la ley que propuso para codificar esa amnistía, se recibió la señal de que la Policía estaba libre de escrutinio. Se espera que el número de asesinatos policiales en 2019 supere los más de 6200 que se produjeron en todo el país el año anterior.
Sólo en Río de Janeiro, las violencias policiales han matado a más de 1.600 personas, más que ningún año de los que existen registros. Bolsonaro y sus seguidores, incluido el gobernador derechista de Río, justifican estas políticas con una ligera bajada en el crimen violento, pero la realidad es que el índice de criminalidad ya estaba cayendo desde su mayor pico hace tres años, y la gran mayoría de las víctimas de la Policía —responsables de más del 30% de los homicidios en Río, según los investigadores— eran jóvenes negros de los que los que los agentes pueden deshacerse como si fueran ‘traficantes de droga’ que merecen la muerte. (El único asesinato policial que saltó a algunos medios internacionales, el una niña de 8 años llamada Agatha Sales Felix, precisamente llamó la atención porque la Policía no pudo justificar con credibilidad que la niña era traficante).
Con Bolsonaro, que nunca pierde la oportunidad de apelar a las cepas más virulentas de machismo que abundan en su base de apoyos, el número de feminicidios —asesinatos de mujeres simplemente por ser mujeres— aumentó un 4% en 2019, pese a que las cifras de homicidios en general descendieron. Es posible que este aumento se deba a una mayor precisión en las denuncias bajo la ley de feminicidio brasileña; sin embargo, en un país en el que las tasas de violencia en el hogar también están aumentando, las mujeres han advertido de que los esfuerzos de Bolsonaro por relajar las leyes de posesión de armas pueden ponerlas más en riesgo.
Bolsonaro se considera uno de los líderes de extrema derecha con más potencial peligroso entre los que han llegado al poder en la última década. Aunque imitó al presidente estadounidense Donald Trump e incluso aceptó el apodo de que era “el Trump de los Trópicos”, Bolsonaro asumió el control de una democracia mucho más joven con unas instituciones mucho más débiles que las que existen en Estados Unidos.
Bolsonaro, que atacó sin descanso la legitimidad de la prensa durante su campaña, ha seguido haciéndolo como presidente, y no sólo con sus continuos gritos de ‘fake news’. El ultraderechista ha amenazado con cancelar contratos de publicidad gubernamental con grandes medios que no le gustan, e incluso intentó impedir que los funcionarios del gobierno se suscribieran al mayor periódico de Brasil. Ha alentado a sus seguidores a atacar a periodistas, tanto en redes sociales como en persona. Patricia Campos Mello, una reconocida periodista de la Folha de S.Paulo, contó en una ceremonia en Nueva York este año que los periodistas, y especialmente las periodistas, corren más riesgos ahora que en ningún otro momento desde el final de la dictadura.
Los ataques de Bolsonaro contra la prensa han encajado perfectamente con su agenda: cuando The Intercept Brazil expuso un potencial caso de corrupción dentro, precisamente, de la investigación anticorrupción que contribuyó a allanar el camino para la elección de Bolsonaro, el presidente cargó con insultos homófobos contra Glenn Greenwald, el periodista estadounidense gay cofundador de este medio, y su marido, el congresista de izquierdas David Miranda.
Bolsonaro también ha apuntado a la sociedad civil, como prometió hacer la víspera de su elección. Sin ningún fundamento, ha culpado a las ONG de provocar los incendios en la Amazonia, entre otras cosas. Ha recortado la financiación gubernamental a grupos y organizaciones sin ánimo de lucro y ha emprendido una batalla ideológica contra las universidades y las artes liberales.
Su guerra cultural y religiosa ha inflamado los ataques contra las instituciones de arte y cultura que apoyan puntos de vista más progresistas o critican sus políticas. En diciembre, un grupo fascista se atribuyó la autoría de un atentado contra la productora de una obra que muestra a Jesucristo como gay. El propio Bolsonaro amenazó con censurar o cerrar esta productora brasileña.
Más que trabajar con el Congreso, el presidente lo ha esquivado, confiando más en los decretos presidenciales que cualquiera de sus predecesores desde la vuelta de la democracia. Y también ha volcado su ira contra el Congreso y el poder judicial cuando alguno ha tomado decisiones en su contra.
Uno de los mayores miedos que existía al comienzo de la presidencia de Bolsonaro era que podía dar paso poco a poco a un período de gobierno militarizado, dada su confianza extrema en los generales y en los militares en su gobierno. Esto no ha llegado a ocurrir: los militares, de hecho, han sido ampliamente marginados en su coalición de gobierno (apenas se ha oído al vicepresidente Hamilton Mourao, exgeneral, en los últimos meses).
En cambio, un panel de “antiglobalistas” conspiranoicos —del tipo de los que creen que todo, desde la crisis climática hasta la ONU, es un complot comunista contra Brasil y Bolsonaro― han camelado los oídos del presidente. Esa rama incluye al ministro de Exteriores Ernesto Araújo y a los hijos de Bolsonaro, tres de los cuales son también políticos. El único general que sigue siendo influyente se ha incorporado a la facción antiglobalista; mientras tanto, la esencia neoliberal de la coalición de Bolsonaro o se ha radicalizado en línea con los conspiranoicos o los ha ignorado en un intento por sacar adelante drásticas reformas para la economía.
La influencia de los antiglobalistas puede ser más peligrosa aún, y se auguran cosas incluso peores. Esta rama de su base electoral es la que menos respeto tiene por las instituciones democráticas, como evidenció Eduardo Bolsonaro en octubre de 2018 al comentar que su padre podría cerrar el Supremo Tribunal Federal si fuera necesario. Este año, Eduardo Bolsonaro también sugirió que el gobierno podría instaurar una nueva versión de la Ley Institucional Número Cinco, el decreto de la era dictatorial que cerró el Congreso, legalizó de forma efectiva la tortura y es considerado la más dura de las políticas de la junta militar.
Bolsonaro todavía no ha dado un paso crucial en este tema, pero la sola mención del AI-5 —como se conoce este decreto— desató el pánico entre los brasileños que recuerdan los días más oscuros de la dictadura, y además reproducía la clásica fórmula de Bolsonaro: sus hijos o discípulos sugieren ideas cada vez más radicales y dirigen el discurso hacia una dirección aún más amenazante que la suya. Claro está, las figuras supuestamente más responsables del gobierno de Bolsonaro —sobre todo Paulo Guedes, el ministro de economía neoliberal educado en la Universidad de Chicago que ayudó a llevarse a las élites financieras al bando de Bolsonaro— también dieron a entender que el AI-5 podría ser una respuesta justificada a la oposición.
Dentro de Brasil sigue habiendo una firme resistencia a los peores impulsos antidemocráticos de Bolsonaro, aunque los partidos políticos de izquierda no se han constituido del todo como tal. La prensa brasileña ha actuado de forma crítica y contundente; artistas y músicos como Caetano Veloso, el famoso cantante que fue encarcelado durante la dictadura brasileña, han formado una cadena de oposición a Bolsonaro, al tiempo que advierten de los peligros que plantea para la democracia y la libertad de expresión.
El movimiento LGTBQ y las comunidades negras e indígenas han expresado su preocupación al mundo: el gobierno de Bolsonaro ha sido receptor de 37 quejas formales ante la ONU que alegan varios abusos de derechos humanos; el periodista Jamil Chade escribió recientemente sobre “la conclusión [...] de que Brasil está experimentando su peor momento de derechos humanos a nivel internacional desde que se restableció la democracia en 1985”.
El mundo es más consciente ahora de los riesgos a los que se enfrenta Brasil que cuando cayó su democracia hace medio siglo. No obstante, es posible que Bolsonaro responda de forma incluso más dura a esta oposición; las amenazas de volver a las prácticas severas del régimen militar —sostiene Green, de la Universidad Brown— son señal de que la respuesta a cualquier protesta como las que han estallado este año en Latinoamérica “será la represión”.
Y, aunque la dependencia de Bolsonaro de los decretos limita su efectividad como líder, dado que siguen siendo temporales a menos que el Congreso los ratifique, también han puesto en marcha —de forma potencial— una lucha práctica entre el presidente y la rama legislativa en la que Bolsonaro podría argumentar que “todos los problemas del gobierno existen porque este sistema no me permite hacer cosas, y eso es por la asamblea legislativa y el Tribunal Supremo”, apunta Stuenkel, de la Fundación Getulio Vargas.
Bolsonaro, señala Stuenkel, puede llegar a argumentar que necesita “poderes especiales para hacer que las cosas se muevan”.
Esto puede sonar alarmista. Pero dado el historial de Bolsonaro, y su afinidad por los líderes autoritarios de ayer y de hoy (una vez dijo que el único defecto del dictador chileno Augusto Pinochet era que no había matado lo suficiente), hay pocos motivos para despejar dicha alarma. No en un país en el que el apoyo a la democracia está en declive desde antes incluso de la victoria de Bolsonaro; un país donde ha habido protestas que piden el cierre del Congreso y del Supremo Tribunal Federal; un país donde el apoyo a Bolsonaro sigue siendo relativamente elevado, aunque ha ido cayendo desde su pico más alto; un país donde los partidos a la izquierda del presidente todavía tienen que unirse para llegar a ser una fuerza de oposición significativa.
Los alarmistas, al fin y al cabo, han demostrado que hasta ahora tenían razón con Bolsonaro, y sus miedos no han hecho más que crecer.
“La gente está preocupada por los próximos tres años”, afirma Stuenkel. “Yo auguro que esto irá a peor”.
Este artículo fue publicado originalmente en el ‘HuffPost’ EEUU y ha sido traducido del inglés por Marina Velasco Serrano