En la era del miedo: por qué dan placer el terror y lo monstruoso en la literatura y el cine
Un recorrido por la fauna del bestiario fantástico que puebla la imaginación desde la antigüedad.
Por Adriano Messias
Desde el origen de los tiempos el miedo ha tenido múltiples formas visibles e invisibles. El mundo audiovisual ha dado salida a esos miedos y revelado el gusto que despierta en las personas enfrentarse a ciertos horrores. WMagazín publica un pasaje del libro Todos los monstruos de la tierra. Bestiario del cine y de la literatura, de Adriano Messias (Punto de Vista Editores) que recopila la prolífica fauna que habita en nuestra imaginación como lectores y espectadores. Porque «la proximidad con lo real es lo que engendra el miedo».
Adriano Messias, galardonado con el premio Jabuti 2017 por esta obra, «se adentra en el concepto y la delimitación del género fantástico investigando una larga tradición en torno a los monstruos que empieza en la Antigüedad clásica para llegar a nuestros días», señala la editorial.
El autor aborda las formas de lo monstruoso de acuerdo especialmente con la perspectiva semiótica y psicoanalítica de los síntomas culturales de la sociedad, «convirtiendo a los monstruos no solamente en un producto de la imaginación, sino en un signo que marca los momentos críticos del proceso político y social de las culturas. Así, los cuerpos de los monstruos y su función nos revelan un alto grado de significación, mostrando lo que la sociedad esconde y margina».
Adriano Messias (Lavras, Minas Gerais, Brasil) es escritor e investigador. Tiene un posdoctorado en Tecnologías de la Inteligencia y Diseño digital y es doctor en Comunicación y Semiótica, ambos por la Pontificia Universidade Católica de São Paulo. Sus campos de investigación incluyen los nuevos síntomas de la cultura a través de la interacción entre semiótica, psicoanálisis y cine.
Te invitamos a adentrarse en el fascinante territorio del miedo:
Por Adriano Messias
En lo que atañe específicamente al miedo, Leutrat ofrece un buen punto de partida para la siguiente discusión:
«¿Qué es?’ y “¿quién es?” son las dos grandes preguntas del miedo’, según Clément Rosset, para quien el miedo está relacionado con la identidad de lo real. ‘El miedo interfiere siempre, a ser posible, cuando lo real está muy cerca: en el intervalo que separa la seguridad de lo distante de la experiencia inmediata. […] Todo objeto aterrorizante es un objeto ambiguo y venimos a dudar si él es esto o aquello, lo mismo u otro; pero, también —porque él retorna a lo mismo—, si él está aquí o allí, presente o ausente: este es, pues, el caso de todo objeto próximo. Objeto que puede, a fin de cuentas, ser solo él mismo, como sucede con la doble personalidad’. La proximidad con lo real es lo que engendra el miedo».
Así, se percibe que los objetos del miedo cambian, pero su raíz parece seguir casi intacta, solo revestida de nuevas formas.
Las clases de miedos son muy profusas en la actualidad: se extiende por el mundo una vasta red de pavores ligados a lo «monstruoso». Y, si no a todo el mundo le gusta sentir miedo, al menos el «terror artístico» —conforme a la terminología utilizada por Carroll—, parece agradar a buena parte de las personas, provocando una satisfacción de contenido ambiguo. Esto se verifica en especial en los siglos XX y XXI, mediante la creación audiovisual y digital. Se advierte, en ese «sentir miedo», un goce vinculado a la exageración intencional, a la repetición y al refuerzo de las formas monstruosas:
Tal vez el goce esté incluso muy cercano al horror. Recuérdese este pasaje de la cura del hombre de las ratas: al comunicar a Freud su aterrador fantasma (unas ratas lo penetran por el ano para roerle las entrañas), se levanta bruscamente y Freud ve en su rostro el horror de una voluptuosidad que él no conocía.
Evidentemente, dejando a un lado el sufrimiento de la neurosis obsesiva que ilustra la conocida casuística citada, he aquí el soporte para la elaboración de un concepto de miedo placentero para el espectador de películas: el de descubrir el doble de los personajes en las pistas dejadas por un monstruo
—como en el propio espejo de la habitación o en aquel cuarto de baño encantado—. Y la amenaza del monstruo es aumentada para que, así, se exorcice el mal, se ahuyente la presencia de la muerte, se ridiculice y se supere la fantasía de la anulación del ser, por ejemplo. Los cuentos de hadas y las películas fantásticas tienen aquí una importancia capital al reducir el pavor o ayudar al sujeto a controlar sus emociones, al mismo tiempo inyectando placer en experiencias que se acercan, tantas veces, a la catarsis colectiva. Como dijo Warner, se trata aquí de los «apaciguadores y apotropaicos usos del horror y del terror». Y el mismo miedo provocado por el terror puede ser apaciguado y ridiculizado por la risa, la cual tiene la capacidad, desde los clásicos, de desmontar lo pavoroso y reducir la angustia:
El humor es claramente una de las principales y más exitosas formas por medio de las cuales la cultura popular resiste al miedo y su energía fue defendida desde las notables anécdotas sobre humor de Freud, que comentaba: «El ego se niega a angustiarse por las provocaciones de la realidad, a dejarse ser obligado a sufrir…».
Warner menciona asimismo al crítico literario e historiador Franco Moretti, que discutió sobre la literatura de terror del siglo XIX:
[La literatura de terror] expresó verdaderamente el clima social. La criatura de Frankenstein se volvió más malevolente en las representaciones desde el clásico de 1931 hasta las actuales máscaras de Halloween infantiles y uno de sus crímenes más espantosos fue el de haber matado a un niño. Una de las escenas del asesinato fue censurada en la película de 1931. Drácula está cada vez más presente en nuestras vidas y generó una prolífica camada de avatares con caninos, tanto cómicos como aterrorizantes. Moretti concluye: «Cuanto más aterroriza una obra, más edifica. Cuanto más humilla, más eleva. Cuanto más oculta, más parece revelar. Se trata de un miedo que se necesita: el precio que se paga por pactar de buen grado con un cuerpo social basado en la irracionalidad y en la amenaza. ¿Quién dice que es escapista?».
Las afirmaciones contundentes de Moretti ponen en cuestión la visión comúnmente «escapista» que se tiene de la literatura y del cine de terror. Más que eso, destaca el aspecto «edificante» que provoca el miedo, paradójicamente «elevando» mientras degrada. Y Warner complementa: «Los miedos nos dicen lo que valoramos, así como lo que tememos perder». Ese pensamiento me parece clave para estudiar el cine fantástico, que siempre ha recurrido a variadas técnicas y trucajes para amedrentar. También se puede sumar a esa discusión la siguiente afirmación de Jean-Louis Leutrat:
Durante los treinta o cuarenta primeros años de siglo [XX], la experiencia infantil mezcla la imagen de Épinal con las calcomanías, la linterna mágica o sus sucedáneos con las ilustraciones de los libros, y, de forma más general, esta experiencia de la visión asocia la lupa con el microscopio, el binóculo y el telescopio, sin olvidarse de «la lente que, empotrada en el portaplumas-recuerdo, es la que ofrece la redondez de un paisaje infinito», de la cual Raymond Roussel cantó las virtudes en un extenso poema titulado La Vue.
Es sabido, desde la adaptación de El hombre y la bestia (1920), por John S. Robertson, y de Drácula, por Murnau (con su Nosferatu, de 1922), que la visión microscópica —prueba de que la «ciencia» puede acercar lo «real» invisible— contribuyó con el cambio de proporciones, lo que es una de las particularidades de la expresión cinematográfica. «El propio inconsciente parece estar en el centro de la personalidad como una presencia fantasmática, la cripta que entonces aparece como su metáfora».
Los efectos especiales en las películas fantásticas siempre han colaborado con lo que se puede llamar «representación» o «formación» de los monstruos, ya sea en forma de maquillaje y máscara o con los más avanzados recursos digitales. El gran impulso que recibió la caracterización de personajes monstruosos fue en la llamada década de oro del terror —los años treinta—, con las películas en blanco y negro de Universal y RKO. En la década siguiente, los bajos presupuestos conllevaron también pocos efectos especiales, como el de la transformación en El extraño caso del Dr. Jekyll (Dr. Jekyll and Mr. Hyde, Victor Fleming, 1941), que no superó la película original de 1931, de Rouben Mamoulin.
Hasta 1960, puede decirse que los efectos especiales se circunscribían a las transparencias y a las fusiones encadenadas —los fondus enchaînés, según Henry—. El salto en la mejora técnica de los efectos se produjo con 2001: Una odisea del espacio (2001: A Space Odyssey, Stanley Kubrick, 1968) y, el mismo año, con El planeta de los simios (Planet of the Apes, Franklin J. Schnaffer), en este último, en lo que a maquillaje se refiere. En los años ochenta, los efectos especiales empezaron a banalizarse. La década siguiente aportaría, con Terminator 2: el juicio final (Terminator 2: Judgement Day, James Cameron, 1991) y Parque Jurásico (Jurassic Park, Steven Spielberg, 1993) otras innovaciones en ese campo a partir de las «imágenes de
síntesis» (del término images de synthèse, utilizado en francés para designar a las imágenes digitales).
Avances literarios de Agosto, en WMagazín.