El disparo perdido que impidió al obrero Emilio Arauzo celebrar la llegada de la Segunda República
Un balazo acabó el 14 de abril de 1931 con el que se considera la última víctima de la monarquía de Alfonso XIII. Esta es su historia.
Que le maten a uno después de salir del cine es mala suerte. Pero que le maten a uno después de salir del cine, siendo obrero y cuando se acaba de proclamar la República en el país es el colmo. Le ocurrió a Emilio Arauzo Honorio, un vecino de Madrid que tuvo toda la mala estrella del mundo pero que ha pasado a la historia como la última víctima mortal de la monarquía de Alfonso XIII. Murió de un tiro el 14 de abril de 1931, cuando la Segunda República que este miércoles cumple 90 años acababa de proclamarse en España.
Arauzo había nacido el 20 de febrero de 1881 y tenía esposa e hijos. Era obrero encuadernador, lo que en aquella época significaba trabajar un mínimo de ocho horas diarias para un jornal que no pasaba de las 12 pesetas al día. Tres de ellas, eso solía costar la entrada por aquel entonces, decidió gastarlas en el cine. Es imposible saber si vio Horizontes nuevos, la primera película de John Wayne que se estaba proyectando esos día en varios cines de la capital o Su noche de bodas, el filme con el que Imperio Argentina estaba arrasando en casi todas las salas del país. El caso es que al terminar la proyección, salió a la calle, vio algarabía y se unió “por curiosidad” al gentío que recorría el centro de Madrid celebrando los resultados de las elecciones.
Así lo explicó él mismo, cuando ya tenía dentro la bala que lo mató, según recoge el diario gráfico Ahora (que estaba dirigido por Luis Montiel y en el que el hoy celebradísimo Manuel Chaves Nogales era subdirector): “Manifestó el herido que se hallaba por curiosidad en la Cibeles, presenciando el paso de los manifestantes, que llevaban una bandera y que iban dando vivas, y que de pronto, sin saber de quién partiera provocación, sonaron dos descargas, recibiendo él el balazo de que está herido, que le hizo caer en tierra”.
Lo que Arauzo contó al juez de guardia que lo interrogó mientras era atendido por los doctores en la Policlínica de la calle Tamayo, una institución médica financiada de forma altruista por varios facultativos, está quizás marcado por el disimulo. Incluso en la circunstancia de extrema gravedad en la que se encontraba, fue Emilio lo suficientemente hábil como para no ser muy claro sobre si era republicano o no, por si las moscas. Se limitó a decir que estaba en la manifestación sólo de miranda.
Tampoco parecía entender muy bien cómo exactamente había acabado herido, pero es que no era nada fácil de entender. Las crónicas de la prensa de ese día son, de hecho, extremadamente confusas sobre quién empezó el tiroteo: unos afirman que fueron alborotadores contra la Guardia Civil y que ésta abrió fuego contra la multitud; otros, que los manifestantes republicanos fueron atacados por desconocidos desde las calles adyacentes… Nada inhabitual, por otra parte, en aquella España: eran tiempos de tendencias políticas exaltadas, de violencia como arma política y de un Orden Público que disparaba antes de preguntar.
El tiroteo dejó al menos cinco heridos más por arma de fuego, incluido Hermann Kassel, un alemán de 44 años que había acudido a la Estación del Norte a despedir a unos amigos y que fue alcanzado por un proyectil cuando atravesaba la plaza de Recoletos subido al tranvía 8 (del que dicen que viene la expresión castiza “más chulo que un ocho”). La mala suerte de Kassel también es antológica, pero no tanto como la de Emilio Arauzo, al que se le escapó la vida por el agujero que la bala hizo en su espalda al entrar y al salir en su pecho.
Emilio Arauzo Honorio se convirtió, sin comerlo ni beberlo a sus 50 años, en la última víctima mortal de la monarquía de Alfonso XIII. Este obrero, que seguramente había fantaseado con la República en su cama de la calle Ave María 44, en el corazón del barrio popular de Lavapiés, apenas pudo escuchar los primeros balbuceos del nuevo régimen. Como gesto de cariño y desquite ante su infortunio, el primer Ayuntamiento republicano de Madrid colocó en su tumba en el Cementerio Civil de la capital una lápida que realza su mérito involuntario.