Elogio de la discreción
Han pasado casi dos mil quinientos años desde que Aristóteles escribiera aquello de que el hombre es animal de ciudad por naturaleza (zoon politikon). Las malas traducciones hicieron pensar que se refería a su esencia política, que no urbana. Hay un matiz importante. En cualquier caso el hombre, la mujer y todo quisque somos animales de y en compañía. Necesitamos la presencia del otro, y al calor de su mirada nos hacemos. Justo es esta una afiladísima espada de Damocles que pende sobre nuestros cráneos en la era de las redes sociales: la mirada del otro, o de los otros, cuantos más, mejor, que nos informan, deforman y crean. Abandona toda esperanza: no eres nadie si no tienes followers.
Vivimos en la era de simulacro, del postureo, del falso "sufrir" cuando lo etiquetamos en una foto y en realidad queremos decir "sufre tú, que no gozas como yo ahora mismo. O al menos eso espero". No, el hombre ha devenido cibersocial por naturaleza.
El escaparate virtual es un lugar donde asomarse y mostrar nuestro mejor escote, nuestro mejor y más fotogénico perfil, esa parte tan telegénica y tan escondida en la oficina y que tan alegre y pornográficamente mostramos subiendo en bytes partes desmembradas de nosotros mismos. Hemos confundido imagen con apariencia (versión prostituida y mojada en colonia barata de la primera). Imagen es mostrarse tal cual uno es, aderezado por la mínima norma social, tampoco seamos vulgares.
Apariencia es la careta en forma de filtro de Instagram que esmeradamente elegimos, por no saber en cuál salimos más guapos...o menos feos. El fin del bótox se acerca. Vivendo cada vez más para un público al que jamás conoceremos, nos aislamos de aquellos que quedan cerca. Compartimos más con extraños que con próximos. Nos confesamos más con la pantalla que con un hombro amigo. Y curiosamente, de entre más de siete mil millones de personas en el mundo, la sensación acuciante de soledad jamás fue tan grande. Estamos solos rodeados de seguidores que, como gato que trata de morderse la cola, jamás se alcanza a sí mismo. Es la era del escaparate: soy visto, luego existo. Descartes, revuélvete en tu tumba.
Dijo Saramago que jamás nadie podría verter una lágrima sobre un e-mail. Pero se equivocó sobre las que se podría derramar de pura risa al ver cómo está el panorama actual. Hemos prostituido parte importante de nuestra intimidad, pero de manera gratuita (salvos sean los youtubers, nuevo oficio de juglar) por hacerles saber a los otros qué comemos, qué hacemos, en dónde estamos o hacia donde nos dirigimos en avión (no en la vida, no aburramos a nuestros followers).
Mírame para existir. En francés existe el adjetivo médusé como sinónimo de pasmado. Así estamos todos, como paralizados por la mirada de la Gorgona, con nuestra mejor sonrisa y con la camisa por dentro del pantalón, para salir guapos. Perdón, para que los otros nos vean guapos, y nos vean sufriendo, y comiendo un chuletón, y en el gimnasio a pesar de que jamás lo pisamos, y haciendo cola en una tienda cara o en su probador, y... no siendo quien de verdad somos sino quien los otros quieren ver. Es un precio a pagar para ser seguidos. Ser vanos por vacíos.
Los dioses aman los secreto, reza un proverbio tantra. Si damos la llave de nuestra parte más íntima, de aquello que por propio solo unos pocos pueden saber, estaremos devaluando un tesoro cuyo cofre solo se abre en la intimidad. El oro es valioso porque es escaso: si fuera común, perdería su importancia. Cotízate a ti mismo. ¿Qué vas a guardarte de ese viaje, fiesta o aniversario si necesitas que los demás lo aprueben para tu valorarlo? Carnaval, puro disfraz. Los dioses aman lo secreto.