El vicio del poder o la farsa de la democracia
Siempre he envidiado de los creadores norteamericanos, y muy especialmente de los audiovisuales, su capacidad crítica con el sistema. A diferencia de nosotros, y hablo muy en particular de los españoles, que solemos hablar en voz baja de todo aquello que nos escuece, los estadounidenses nos han dado frecuentes y brillantes ejemplos de obras cinematográficas en las que dejan desnudo al emperador y muestran al mundo, no sé si con un cierto cinismo, las miserias de su realidad política. Vice, titulada aquí de manera muy facilona El vicio del poder, estrenada la semana pasada, es el más reciente ejemplo de cómo en la pantalla podemos ver las cloacas del régimen, esas que nuestro país solo adivinamos a través del espectáculo limitado que generan ciertos medios de comunicación y alguna tertulia televisiva. Solo recuerdo dos recientes títulos españoles que han intentado emular este tipo de cine político, al estilo del Oliver Stone de sus mejores tiempos. Me refiero a El hombre de las mil caras (Alberto Rodríguez, 2016) y a la más reciente El reino (Rodrigo Sorogoyen, 2018).
Vice no es solo el retrato trepidante de una figura política aparentemente mediocre y que en la práctica manejó más hilos de lo que suponíamos, sino que se convierte en todo una escenificación, en ocasiones cercana a la farsa, sobre cómo funciona el poder en sociedades que, me temo, solo son aparentemente democráticas. Adam McKay, guionista y director de esta película que seguraremente acaparará muchos premios de la temporada, nos sumerge, con un ritmo frenético, en una espiral de acontecimientos en la que con precisión se va entrelazando lo privado y lo público, lo vivido y lo representado, lo recreado y lo documental. Como si asistiéramos a una especie de reality que nos permite descubrir las entrañas de la casa pública, y con golpes de efecto contundentes como el falso final que hace que despertemos a mitad de la representación, la película nos desvela la figura de Dick Cheney, vicepresidente norteamericano con George Bush, y con él, las enredaderas del poder que, por supuesto, y por si alguien a estas alturas tenía alguna duda, es cosa de hombres. Porque una de las cosas que bien muestra esta historia es cómo el poder acaba siendo una sucesión de pactos, explícitos e implícitos, entre varones, por más que, como sucede en el caso de Cheney, haya mujeres en papeles secundarios y decisivos. No cabe duda de que Lynn Cheney, la esposa a la que desde un primer momento vemos como principal artífice de lo que llegaría a ser su marido, merecería ella sola un biopic. La actriz Amy Adams la encarna sin estridencias y con unas miradas que hablan por sí solas, con esos silencios que solo las primeras damas son capaces de convertir en rotundo discurso.
La película de McKay es, insisto, todo un espectáculo, a veces incluso desmesurado. El ritmo narrativo, los saltos temporales, el juego con imágenes reales, la música, las interpretaciones que en muchos casos están al límite del guiñol, consiguen que el espectador sea incapaz de parpadear y reciba la sucesión de golpes como si fuera las caricias de una comedia. Sin duda, Christian Bale, que me imagino que arrasará con casi todos los premios del año, juega un papel clave en la credibilidad de una historia que ya quisieran haber imaginado los creadores de House of cards. Con esa capacidad tan extrema que tienen los actores norteamericanos para las transformaciones corporales, Bale consigue el milagro no solo de hacernos creer que es físicamente Cheney sino que también acierta al aportar los matices que habitan debajo de la máscara. Un acierto que, en mayor o menor medida, es compartido por un reparto lleno de actores que interpretan a esos hombres que se reparten el pastel.
Vice, que por supuesto habla de los vicios del poder, de la ambición, del carácter reaccionario de buena parte de la sociedad norteamericana, nos ofrece además una serie de claves despiadadas para entender el mundo que estamos viviendo. Un mundo en el que, sin estar declarada, existe una guerra con muchos frentes, provocada, entre otras cosas, por maquinarias de poder en las que no ha dejado de jugarse con el miedo y la inseguridad de los dominados. De esta manera, la que podría ser una farsa se convierte en casi una auténtica película de terror. El que provoca saber que estamos en manos de quienes de manera cínica e interesada dicen defender la democracia cuando solo están defendiendo su ombligo.