El Vasto reino del Rey Basto
Un rey, vasto como un país, había mandado construir brillantes discursos para convencer, según lo requería, el grueso de la audiencia. Palabras evasivas para disfrazar respuestas, dejándoles el aire de la libre interpretación, haciéndole parecer gracioso, a la vez justo. Palabras crespones para lucir en funerales de estado, acompañadas de palabras entrecortadas aparentando el proceso del dolor oscuro producido ante la ruptura de una vida. Palabras rubias seductoras, con perfumes intensos como prados llenos de flores inmensas, fatuas e inconsistentes. Complacientes patrañas, de tal manera que cada vez que inauguraba un puente, hablaba profusamente, entornaba las cejas, se ponía medio bizco de la emoción. Hablaba hasta los codos, menos del río, de sus aguas, de las uniones entre esos pueblos separados por una corriente divisoria fluvial de siglos. Al final, se acababa celebrando la corbata estrenada para este acontecimiento por este sagaz Rey. Llevada para tan magno evento y el puente comenzaba su extraña ruta al olvido el mismo día de su mal aspectado nacimiento.
El rey creía a pie juntillas en el valor de las palabras con el mezquino fin de hacerlas servir a favor de sus intereses cercanos al delirio.
Logró reunir millones de palabras, acompañadas por las sombras de sus respectivos sinónimos. Rescató entre los escombros de un incendio, un zoo, donde una peste había hecho estragos... Reuniendo palabras dentro de jaulas ahumadas, tiznadas, enmohecidas de lluvia, sudando té de poesía, musgo de prosa, agua esdrújula. Alimentándolas con versiones de sí mismas, antropófagas involuntarias, se hacían fuertes hasta la monstruosidad, sobrevivir era una misión extenuante, constante. Cuando su gordura las hacia explotar, el Rey inmediatamente mandaba capturar palabras nuevas en las calles de los mercados, en las encrucijadas de las autovías, en los rezos de las iglesias. Palabras recién nacidas, para rellenarlas de sí mismas, ostentosas como un reino, su valor comprobado era la nada con que se les alimentaba.
El rey codicioso había reunido en su inmenso pabellón de caza a magos versátiles. Sedientos de abarcar con sus poderes la facultad de hacer crecer vida después de la muerte. Recobrar la memoria de lo conveniente, inventar dioses amaestrados con restos de ropa manchada en batallas mal ganadas. El Rey, como quien recoge huevos de gallina, cada mañana antes de enfrentarse a un público, iba a recoger lo conveniente. Palabras para conformar, para evitar suspiros provocados por el hastío, palabras para decir las cosas menos pensadas en el momento menos oportuno. Palabras, palabras, palabras, extensas como el mar, sedientas como el humo, vivaces cual gusano reptando fuera de un ataúd. Palabras para ahuyentar las tristezas, para dejar sin sentido al qué dirán.
Su reino era extenso en su pequeñez, daba alegría gobernar sin mucho hacer. Sus tierras atravesaban superficies arboladas, mientras confundidos pájaros mezclaban cantos con silbidos alucinantes. Un lugar donde los dragones habían emigrado, las uvas tenían sabor a miel y la Reina entusiasmada en una música profunda, se quitaba los zapatos en su palco real, llenándose de mensajes parecidos a los rumores escuchados en cuevas a orillas del plateado mar. Dejaba de ser importante cambiar de sonrisa, gestos, coronas plagadas de diamantes. Sus vestidos eran la aparente necesidad inmediata en esa vida vegetal, frases prefabricadas, confusión de cometas en un palacio lleno de secretarias, secas como espinas. Ella era un maniquí sometido a razones de estado y con esa fórmula, los años la iban dejando intacta, petrificada e inútil como una flor dibujada en la resequedad del desierto. Invencible a las tormentas de arena, mirándose silenciosa, resignadamente a sí misma, sabiendo de antemano, nadie habría para salvarla, su imagen con las justas servirá para acuñar devaluadas monedas.
Los dos reyes eran los modelos de perfectas y altivas estatuas. Condenados a la eternidad, habiendo servido para camuflar la vanidad de unos cuantos, guarecidos en ese siniestro ajedrez del abolengo. En la estupidez sedienta de razones como blasones.
Bajo este supuesto Edén, sus gentes estaban aparentemente felices y casi de acuerdo. La posibilidad de una guerra, hacer bien a los desfavorecidos, parar un conflicto, pudieran hacer tambalear la falsa seguridad que cantaba sobre semáforos y avenidas, sobre bancos dando préstamos, sobre las ventanillas de los trenes llevando personas cansadas por trabajar en oficios intempestivos. Hacía presentir una especie de armonía, de calma chicha, de sinceridad controlada, aplazando al máximo cualquier sentimiento, despojando de alas a la maldad.
La desigualdad crecía en corredores, centros polideportivos, crecía como la bruma asola en las madrugadas los puertos huérfanos de faros. Nada podía detener el implacable paso de la desigualdad. La gente comenzaba a comerse las vocales de las palabras, cojear sin darse cuenta, extraer dinero de fondos públicos, engañar a viejos con cuentas fraudulentas, enredarse en un lenguaje mentiroso y calculado y confundir lo verdadero con lo funestamente útil, de tal manera que la desigualdad crecía y crecía con su piel adaptándose a cualquier situación. Era un camaleón violento, hablando diversos idiomas inacabados, haciéndose entender a la fuerza, antes de lanzar su lengua para zamparse a personas inocentes como insectos. La mirada del Rey se hizo torva y decreciente. Sus ojos reflejaban insomnios tercos, incendiados barcos de vela, grupas de caballos desbocados. Sentía una tracción opuesta en cada paso avanzado. Fue entonces cuando apareció su tremebundo miedo al amarillo en cualquiera de sus variantes. Un amarillo profundo dándole presagios de un reino repartido, desmembrado, con hombres vestiditos de trajes amarillos, con palabras cortas, punzantes como dardos. Un amarillo cuello de cisne corriendo decapitado en el limbo del lago de su alma de monarca respetado. El amarillo quitaba tranquilidad a los clics de las fotografías, ponía en jaque el sonido de los cobros por peaje, hacía que el metro chirriara en amarillo cuando frenaba.
Una mañana llamó de urgencia a sus magos, a entrecortados gritos exigió la fórmula para huevos sin yemas amarillas, para plátanos verde iridiscente, para canarios de cualquier tono que no fuera amarillo.
Sus palabras salían por sus labios acompañadas de una humareda amarilla, produciendo una tos perenne en amarillo, impidiéndole terminar sus discursos manipulados. Quedándose en blanco, mejor dicho en amarillo, cuando un gendarme aseguraba que disparar bolas de goma no es disparar. Y un miedo entraba como mosca en su recámara, impidiéndole razonar si a estas alturas, era mejor cagar que rezar por lo sucedido. Pero cuando lo hacía descubría empavorecido el amarillo de su mierda, quedándose asqueado con su culo sucio temiendo mancharse de amarillo. Con su olor a cuestas paseaba su palacio y un millón de mariposas amarillas lo seguían esperando la mierda generada como quien espera un manjar digno de reyes.
El Rey se negaba a ir al baño. La ictericia entró por sus venas azules dejándole un color doblemente amarillo. Los dientes, las encías, la barriga, las uñas amarillas lo hacían iridiscente en la catedral cuando escuchaba tiritando de miedo misas blancas. El pueblo no se compadecía e inventaron chistes amarillos. Por supuesto los chinos se arremolinaron en los puertos tomando naves extrañas para salir de esa extravagante cacería. Por compasión, una comisión juró deshacerse de lo amarillo que floreciera en el reino, naciera o se inventara. Respirara o roncara. Flotara o se hundiera...
Entonces en las mañanas soleadas, subidos a los aleros unos soldados vestidos con camisas negras, disparaban ondas para matar al sol a pedradas. El oro se recubrió con chocolate evitando su destello amarillo y la pobreza invadió las cajas fuertes de cemento. No hubo permisos para ciertas flores en primavera, solo las oscuras podían abrir sus pétalos organizando un paisaje descolorido como florero de velorio. Los pájaros con algún rasgo amarillo fueron deportados a un país lleno de canales, brujas y comisarías. El verano recubierto con nubes malhumoradas producidas artificialmente, optó por alejarse a países remotos, tratando de olvidar este amarillo desconcierto.
Por supuesto, las palabras quedaron en sus jaulas y la Reina dejó la música, por eso de la llave de Sol, ligada al amarillo. El rey hasta ahora vive negándose a cagar y su reino huele mal, tan mal que no hay palabra exacta para nombrarlo sin llorar.