El valor del desnudo en nuestra época
“Una mujer sabe a lo que se expone o lo que ofrece cuando muestra un desnudo”, me comentó un hombre que se describe como “moderno y audaz”.
Hace unos días, alguien en medio de una de las frecuentes discusiones que ocurren en mi TimeLine de Twitter comentó que, si una mujer “se atrevía” a enviar un nude (esa manifestación cada vez más popular de lo erótico en redes sociales) debía “atenerse a las consecuencias”. No es que se trate de un comentario que no haya escuchado antes –el tabú sobre el cuerpo femenino sigue gozando de buena salud– sino que lo hizo una mujer. Una además, que había dedicado una buena cantidad de tiempo a escribir en la plataforma sobre su duro camino como piloto comercial en un mundo machista y misógino. Para hacerlo todo más turbio y desagradable, la comentarista insistió en que “el mundo funcionaba así”.
Un comentario semejante despierta polémica inmediata, pero también, saca a relucir lo peor de ese ecosistema que parece reflejar el mundo moderno como lo es una red social. De inmediato, el comentario cosechó una buena cantidad de apoyo y terminó por convertirse en un debate, en el que el cuerpo de la mujer era objeto de crítica y por supuesto, una redimensión sobre su importancia y significado a nivel cultural. A los que apoyaban las afirmaciones de la comentarista, se unían los que recordaban que las mujeres no deben olvidar “su lugar en el mundo”. ¿Cuál lugar? Pregunté cuando no pude contenerme. “Una mujer sabe a lo que se expone o lo que ofrece cuando muestra un desnudo”, me comentó un hombre de mediana edad, que según su bio en línea se describe como un hombre “moderno y audaz”. Cuando insistí en preguntar por qué un desnudo femenino conlleva cierta percepción de peligro, mi interlocutor lo dejó claro de inmediato “si muestras el cuerpo, sabes lo que estás buscando”.
La insólita conclusión causó desconcierto. Hablamos de lo “ofensivo” que puede ser el cuerpo de una mujer en determinado ámbito, lo que provoca con frecuencia una idea directa sobre la censura. Al parecer, el desnudo femenino sigue considerándose una provocación o en el mejor de los casos, un terreno abierto a interpretación en que la mujer lleva la peor parte. El razonamiento parece sugerir que ya no se trata del hecho de la desnudez — asunto debatido durante siglos y que aún continúa sin tener respuestas — o las implicaciones que puede tener o no, un cuerpo desnudo, sino algo más sutil y duro de asimilar. El cuestionamiento continúa indefinidamente y construye toda una serie de ideas y pre concepciones que al parecer coinciden en un punto en común: ¿Qué es lo que hace ofensivo al cuerpo humano? ¿Qué lo hace directamente una ofensa a esa percepción de la moral que parece tan relacionada con la sexualidad? ¿De qué hablamos cuando hablamos de censura?
La idea parece remontarse a siglos de existencia. Desde las vírgenes y santos cubiertos de ropa y el horror ante los dioses romanos y griegos temidos, gloriosos en su desnudez aparentemente procaz. La desnudez como la evidencia directa de la provocación y la necesidad de concebir el cuerpo humano como parte de esa connotación divinizada que se violenta con el desnudo. Más allá, el cuerpo sin ropas parece sugerir un tipo de libertad que se enfrentaba directamente con la idea básica del ser humano como una criatura razonable e intelectualmente superior. La civilización presume el control de los impulsos y el cuerpo desnudo, parece contradecir ese axioma básico, necesario e imprescindible para considerarse parte de la idea de una visión mucho más elevada de sí misma.
Y es que para la Iglesia — por entonces el poder absoluto — la desnudez era no sólo la tentación que debía combatirse sino un símbolo del yo salvaje que parecía prosperar al borde de la razón. Y qué idea peligrosa esa, tan inquietante, la de un hombre o una mujer que pudiera desnudarse sin sentir culpabilidad y vergüenza. Qué preocupante esa interpretación del cuerpo humano como símbolo de libertad y poder personal. En una época donde la Iglesia insistía en el monopolio del conocimiento y tenía la capacidad de castigar por la mera contradicción, la idea del desnudo debió percibirse como peligrosa.
Porque tomarse un desnudo -ya sea un autorretrato, en la intimidad de tu habitación o enfrentarte a la cámara de alguien más, en esa vulnerabilidad de la piel- siempre será un reto. Un desafío a la natural timidez del temor, a esa idea cultural que señala el cuerpo humano como un limite restringido de lo que se considera correcto, comprensible, abierto a interpretación. La simple sensación de desvestirte, de despojarte una a una de esas capas de protección que te envuelven y te aíslan de lo cotidiano, del anonimato del día a día, de la imagen que creas sobre ti mismo y muestras como propia, requiere de una firme voluntad de temer.
De afrontar esa angustia de encontrarte expuesto, a la interpretación y a la mirada, de no solo del mundo como concepto sino observador cruel. Hablamos de mostrar todo lo que ocultamos tan a menudo: la piel que cuelga, las diminutas cicatrices, esas pequeñas regiones de la geografía corporal que nos avergüenza. Toda esa ternura de la fragilidad del cuerpo humano, bien a la vista, evidente, sin nada que pueda disimular o atenuar el leve terror que produce tu propio cuerpo. Y quizá, eso sea el misterio, la belleza cristalina de cualquier desnudo, incluso lo más inexpertos, lo más sutiles, lo más personales: Liberarte de tu propia idea del yo, abrir un espacio amplio y complejo en tu mente sobre la identidad, lo que comprendes sobre ella, y lo que crea a medida que avanzas cada vez más profundamente hacia esa región de tu mente donde eres solo la imagen de tus propios temores y esperanzas. Porque de eso se trata un desnudo, sin duda: de mostrar esa delicadeza, tan quebradiza y abierta a todo tipo de interpretación, del cuerpo humano.
No es casual, de hecho, que el desnudo represente estados del espíritu por completo extremos: tanto como la belleza extrema, la pureza, la ternura, la fuerza como el pecado, la ignominia, la tentación. No hay método de tortura más humillante que someter a la victima a la desnudez forzada. No hay mayor sensación de libertad -de nuevo la palabra libertad- que arrojarte al mar desnudo, con los brazos abiertos. No hay mayor temor que desnudarte frente a un médico. No hay mayor intimidad que esa primera vez que te quitas la ropa frente a tu pareja. No hay mayor dolor que mirarte en el espejo y que no te guste lo que ves. Al final del camino, la desnudez representa el sufrimiento más profundo, la belleza más excelsa, el pensamiento más inquietante, el deseo más furtivo, la alegría más plena. Porque el cuerpo, como ágora de tu memoria y templo de tus pasiones y de tu historia personal, es la mayor muestra de tus ideas y pensamientos.
Quizás, el arte como reflejo de su época, solo continuó mostrando el terror a la intimidad y a la comprensión del ser humano que por mucho tiempo se expresó a través de una feroz conciencia moral. Siglos de hombres y mujeres separados por una barrera intelectual, para evitar la posible y siempre insistente tentación. Pero a la vez, ese autodescubrimiento que brindara sentido — y forma — a la conciencia de la individualidad. Hombres y mujeres tímidos y torpes, ellas llevando dolorosísimos corsés y ellos pesadas chaquetas de paño, para que la piel se encontrara a la suficiente — y prudente — distancia de esa necesidad carnal de reconocimiento. Más aún, el cuerpo humano se insistió en interpretar como peligroso. Temible. Perpetuamente perverso.
Con el siglo XX, la revolución del cuerpo humano sobrepasó las ideas más optimistas. En un reflejo del renacimiento, la idea del cuerpo tentador regresó con mayor fuerza y sobre todo, convenientemente lejos de esa percepción del pudor que por tanto tiempo se consideró necesario. De nuevo, el cuerpo humano volvió a ser sexual y disfrutó siéndolo. La nueva visión llegó a todas partes: desde la percepción elemental de lo que la sexualidad es (y más allá, de lo que denota) y también de sus implicaciones. Se podía ser sexual, se necesitaba ser sexual, se aspiraba a ser sexual. El desnudo pasó a ser accesorio, formalmente intrascendente. Como las escenas de las Damas frágiles rodeadas de hombres en armaduras, la desnudez pareció perder importancia en la sobre estimulación, en la idea insistente, evidente y sobre todo, voraz, sobre lo que el cuerpo desnudo puede significar. Todo y nada, la belleza sublimada, la vulgaridad aparente. La necesidad, la metáfora, la piel, el deseo, el sexo.
Y en medio de esa confusión de conceptos, del cuerpo humano creándose así mismo a través del medio, las redes sociales parecen transitar con dificultad por una serie de conceptos que quizás aún no puedan interpretar bien. Porque en esa infinita conversación, en esa extraordinaria visión del pensamiento humano simplificado y construido a partir de lo inmediato, la desnudez con su enorme carga de significado parece construirse a la medida de una mirada restringida, incapaz de abarcar la idea y de construir un concepto a la medida de lo que sugiere e incluso se interpreta.
Y es que desde las redes sociales, la desnudez se mira con recelo, o mejor dicho, se asume como una perspectiva limitada. Es entonces cuando un poco de vello púbico puede ser sexualmente inquietante, e incluso, una versión lineal y poco comprensible de lo que asumimos erótico. La censura debida, sin matices. La idea esencial de lo que comprendemos como desnudez reinventada para una formula obsoleta y prejuiciada de percibir el cuerpo humano.