El último gran crítico literario
Entrevista con el editor Constantino Bértolo.
La literatura y la crítica literaria forman un matrimonio complicado. Los escritores, a menudo, han atacado a otros escritores… y los críticos no se han quedado a la zaga. En la actualidad, se sabe que la crítica literaria y el periodismo cultural han mutado, pues la mera visibilidad en los medios se vuelve fundamental y el resto no es más que una inercia publicitaria: hablar de lo que otros ya comentan. En parte estas transformaciones se pueden apreciar en Miseria y gloria de la crítica literaria (Punto de Vista Editores, 2022), un libro editado y prologado por Constantino Bértolo donde se recogen todo tipo de declaraciones punzantes de escritores y críticos, como los ataques cruzados entre Isabel Allende y Roberto Bolaño. La sabiduría de Bértolo describe un panorama literario bastante desola… bueno, lean, pues no seré yo quien ejerza aquí de crítico:
ANDRÉS LOMEÑA: En el juicio antimonopolio entre Random House y Simon & Schuster, parece que se ha sabido que de los casi 60.000 títulos que publican al año, la mitad vende menos de doce ejemplares. ¿Esa forma de producción no se hace inviable? Ya no me sorprende que algunas pequeñas editoriales sobrevivan: me choca que algunas grandes escapen a la bancarrota. ¿Dónde está el truco?
CONSTANTINO BÉRTOLO: Lo primero que habría que indicar es que, de esos sesenta mil títulos anuales, la gran mayoría corresponde a publicaciones que nada tienen que ver con la literatura, sino que tienen carácter técnico, como libros de texto, cómics, folletos varios, manuales de instrucción, etcétera. Los libros de literatura editados en España oscilan entre los 20.000, con una tirada media de unos 2.500 ejemplares. No conozco ese dato del juicio antimonopolio, que me resulta un poco exagerado (teniendo en cuenta que hasta el autor más desconocido cuenta con un círculo de amigos y familiares obligados a comprar su obra). Sabiendo que la cifra de devoluciones de ejemplares debe de estar cercana al 60%, la cosa ya me parece preocupante.
El truco reside en el propio circuito financiero, basado en el juego flotante del crédito-débito de la mercancía libro: las empresas distribuidoras funcionan como intermediarias entre las editoriales y las librerías. Los editores compensan las devoluciones publicando más novedades, y eso explicaría en buena medida la inflación de títulos. Por otra parte, la producción de la mercancía libro se ha abaratado enormemente en los últimos años, sin que el precio medio haya disminuido. Un título del que se editan 2000 ejemplares sale aproximadamente a un coste por unidad de alrededor de 2 euros, y ese coste suele amortizarse con cifras de venta de 300 ejemplares. Cierto es que llegar a esa cifra es más difícil de lo que parece, pero no es menos cierto que a partir de ese rango de venta con que se cubre los gastos estructurales, el beneficio posible se dispara exponencialmente.
Dicho de otro modo: una editorial pequeña de las llamadas independientes que publique 15 títulos al año a un precio medio de 18 euros, si logra que uno de ellos alcance los 3.000 ejemplares y otros dos al menos rebasen los 1.500, puede sobrevivir económicamente, teniendo en cuenta el régimen de autoexplotación bajo el que esos editores, en su mayoría, trabajan. En los grandes grupos la relación es parecida. Si de los 100 títulos anuales que imaginemos tiran, uno o dos llega a los 300.000 ejemplares y si otros 10 alcanzan los 50.000, la cuenta de resultados puede ser positiva. El libro es una mercancía difícil de vender, pero cuando lo hace, su retorno económico es muy alto.
A.L.: Me gustó y me impactó sobremanera una entrevista que publicó sobre los premios literarios como una forma de corrupción.
C.B.: Gracias por los halagos; le aseguro que a estas alturas de mi vida, ya jubilado, no son necesarios. Entiendo que la gran mayoría de los premios literarios son adjudicados con lo que en términos jurídicos podríamos llamar prevaricación, y desde ese punto de vista me parece que en el terreno de la corrupción entraría tanto la empresa editorial que prevarica, como el autor que entra en ese juego, pero también, y a eso vamos, las instituciones públicas y los medios de comunicación que se prestan a la promoción y legitimación de esta manipulación editorial (que es algo que en nuestro entorno europeo solo tiene lugar en España). Un sistema que se fundamenta en el ser juez y parte, cuando no en el premiarse a sí misma por parte de las editoriales convocantes. Eso es corrupción y punto.
Otra cosa es que, dado el sistema económico capitalista en el que nos movemos, cualquier mercancía requiere ser puesta en circulación y valorización y, por tanto, es normal que las editoriales practiquen el marketing que les parezca conveniente: publicidad directa, publicidad indirecta (reseñas y entrevistas en los medios de comunicación, relaciones públicas orientadas hacia la complicidad o connivencia con los críticos literarios, etc.). Siempre y cuando esa actividad de marketing no conlleve delito, entiendo que, por ejemplo, enviar ejemplares gratuitos a la crítica, invitarlos a la ceremonia del fallo de los premios, a la comida de presentación del libro premiado o, simplemente incentivar económicamente a las librerías para privilegiar la disposición de preferencia en las mesas de novedades, forman parte de la “cultura” literaria de nuestro tiempo. Los premios de los que estoy hablando son marketing, pero es un marketing que conlleva engaño y deshonestidad. Lo curioso es que todo el mundo literario lo sabe, pero todo el mundo mira hacia otro lado.
A.L.: En Miseria y gloria de la crítica literaria recoge un divertidísimo catálogo de descalificaciones y de valoraciones excesivamente severas por parte de conocidos escritores. ¿Qué queda del canon literario, después de comprobarse que los más grandes, desde Balzac a Melville, pasando por Nabokov, recibieron ataques extremadamente crueles por su supuesta incapacidad creadora? ¿Deberíamos desmitificar a la mayoría de las grandes figuras?
C.B.: Desmitificar por desmitificar seguramente no es tan malo como parece. Lo que habría siempre que preguntarse es quiénes son los que en nuestras sociedades tiene esa capacidad de mitificar y quiénes se la han concedido. Luego está la complicada cuestión de los valores literarios y la posibilidad de objetivarlos. Sabemos que en la apreciación o gusto siempre está presente la subjetividad, y no solo la subjetividad personal del lector o lectora, sino la subjetividad colectiva dentro de la cual el lector ha venido construyendo su gusto. Por ejemplo, la subjetividad colectiva dominante durante el siglo XIX en España apenas concedía ningún valor a la obra de Góngora, al igual que Voltaire, y en general el mundo de la Ilustración consideraba a Shakespeare como un autor lleno de efectismo y excesos.
Habría por tanto que andarse con tiento y siempre preguntarse por qué nos gusta lo que nos gusta o por qué nos disgusta lo que nos disgusta. Un poco de humildad colectiva al respeto no vendría mal a nadie. Más allá de poder afirmar que una frase como aquella de “Era de noche y sin embargo llovía” es una mala frase, pocas objetividades o sistemas exactos de medidas pueden sostenerse en ese campo de la crítica literaria.
A.L.: ¿Ha descubierto recientemente nuevos talentos literarios?
C.B.: En narrativa me ha interesado el talento con que la autora Marta Gordo ha sabido desarrollar la historia que cuenta en su novela Todos deberíamos romper y la fuerza expresiva de Óscar García Sierra en Facendera. En poesía, que es lo que más leo últimamente, me han llamado la atención Los días hábiles de Carlos Catena y Así de Javier Rodríguez Fernández.