El tamaño importa
En el último Pleno del Parlamento de Estrasburgo, uno de nuestros diputados ultras no aguantó más y plantó su enseña en el escaño.
Una de las imágenes más pintorescas que se pueden admirar en el Pleno del Parlamento Europeo es la que corresponde a los escaños de los nacionalistas y populistas de extrema derecha, encuadrados en el grupo político Identidad y Democracia (ID). Esa bancada está compuesta por brexiters, salvinianos, neonazis, lepenistas... todos unidos por su antieuropeísmo militante. Una ojeada a ese lugar le da al observador las trazas de un bazar, o de un chiringuito a las puertas de un estadio de fútbol, un ambiente repleto de banderas de todo jaez. En esos escaños conviven banderines con la enseña nacional o regional de procedencia de cada uno/a de los diputados/as, todo es color. Todavía recuerdo cómo un diputado italiano, con motivo de quién sabe qué onomástica, se llevó una especie de pendón medieval, de considerables proporciones, con una virgen en su centro (o eso parecía desde la lejanía). Con todo ese despliegue quieren simbolizar su desapego con el proyecto europeo, y su firme compromiso con desandar el camino de la evolución hasta devolvernos a las cavernas.
Al llegar nuestra ultraderecha local al Parlamento Europeo, tomó una decisión inteligente. En lugar de encuadrarse en ese grupo ID, afectado por un pacto de “cordón sanitario” por parte de los grupos políticos más importantes, se integró en el grupo de los Conservadores y Reformistas Europeos (ECR). ECR es una amalgama de partidos conservadores y nacionalistas, pero con un cariz más institucionalista (el partido de gobierno en Polonia está por ejemplo incluido ahí) y, lo más importante, no está afectado por el pacto del cordón sanitario. Con ello consiguieron pues acceder en condiciones proporcionales a los repartos en comisiones y delegaciones.
Pero donde les hubiera gustado estar es en el grupo de los chicos malos, en ID. Y pleno tras pleno les miran y les ansían, como ese amor anhelado con el que tienes que convivir cada día en el trabajo y al que has renunciado por otros intereses. Y claro, la carne es débil y más cuando te sientas escaño con escaño cada día; así, en el último Pleno del Parlamento de Estrasburgo, uno de nuestros diputados ultras no aguantó más y plantó su enseña en el escaño. Y no una cualquiera, más una banderona que un banderín, con esa sobreactuación de rezagado que tiene la extrema derecha española. La verdad es que si el tamaño (de la bandera) fuera lo importante, podríamos decir que la virilidad (proyectada) ibérica ha ganado la partida por el momento. Bueno, sin tener en cuenta al del pendón de la virgen, que ese es más estacional.
Confieso que esa necesidad de autoafirmación identitaria grupal, como motivo central de la vida, la personal y/o la política, se me escapa tanto como la de quienes militan en la inversa de esa actitud. Negar la importancia de lo emocional o de los símbolos, es tan falso como peligroso. Pero hay algo absolutamente pueril en ese utilitarismo obsceno, en esa reducción primaria de la complejidad de la vida en sociedad a la cuestión del tamaño, o la de la profusión con la que uno se rodea de emblemas. Y hay algo terrible también cuando se mide el valor de las personas en relación al apego o desapego ante esos mismos símbolos, en relación a su “patriotismo”, uno de los conceptos más subjetivos y poliédricos de la existencia.
Se preguntaba Machado: “¿Cuántos siglos durará el sentimiento de la patria? Y aún dentro de un mismo ambiente sentimental, ¡qué variedad de grados y de matices! Hay quien llora al paso de una bandera, quien se descubre con respeto, quien la mira pasar indiferente, quien siente hacia ella antipatía, aversión. Nada tan voluble y tan variado como el sentimiento”.
El mismo Machado diferenciaba entre ser un “patriota” y un “buen español”. Los buenos españoles, decía el poeta a través de su heterónimo Juan de Mairena, tenemos como virtud “ser muy severos para juzgarnos a nosotros mismos, y bastante indulgentes para juzgar a nuestros vecinos”. “Hay que ser español, en efecto, para decir las cosas que se dicen contra España”, concluía.
Este pasado miércoles, como cada año, se fallaba en el Parlamento Europeo el Premio LUX de cine europeo. Competían en la final una cinta danesa, una macedonia y una española, la magnífica El Reino. Llegar a esa terna final, aunque finalmente el film no resultara ganador, tiene un mérito enorme y además es una buena plataforma de promoción -que facilita también la eventual distribución de la cinta por toda Europa-. En una ceremonia en el Pleno del Parlamento, se leían los resultados finales y se entregaban los premios definitivos. Previamente, se recibió a una representación con de los equipos de las películas. La española estaba representada nada menos que por su actor principal, el descomunal Antonio de la Torre, y por uno de los productores de la misma, Gerardo Herrero, uno de los nombres más importantes de nuestro sector audiovisual. Y ahí estábamos varios eurodiputados/as españoles, para recibir con orgullo a los embajadores de nuestra cultura y para que dos “compatriotas”, sintieran el calor de sus representantes en Estrasburgo.
Por un momento me dio por echar una mirada al lugar donde aposentan sus reales nuestros autodenominados patriotas. Obvia y tristemente no me llevé ninguna sorpresa. Ahí, más grande y llamativa que nunca, estaba la rojigualda, ondeando huérfana en un páramo vacío. No se hubiera resaltado más esa incomparecencia si el color de la bandera hubiera sido fosforescente -aunque es cierto que tenemos una enseña bastante llamativa, que para eso se creó-.
Como la huella en el arma humeante desvela al autor del disparo, los escaños vacíos revelan ese particular concepto que tienen de la patria los que a todos los demás se la niegan.