El Salón de reinos debe restaurarse para la función que fue creado
Es difícil entender que, aun después de haber sido adoptado el magnífico proyecto de Norman Foster y Carlos Rubio para la rehabilitación del denominado Salón de reinos no se haya decidido todavía la función concreta a la que va a ser destinada su sala principal, que es la que da nombre a un edificio que fue el ala norte del Palacio del Buen Retiro.
Este Palacio, construido por Olivares, quedó demolido definitivamente en 1869 y, junto al Casón o salón de baile, el Salón de reinos es lo único que queda del mismo. La función para la que fue destinado originariamente es perfectamente conocida desde que la describiera el embajador florentino que asistió a su inauguración en 1635.
La mejor síntesis de esta función simbólica la hizo el gran historiador alemán de toda aquella época, Carl Justi, afirmando que los doce grandes cuadros de batallas que lo decoraban dan la impresión de ser un gran Walhalla de héroes españoles. John Elliot y Jonathan Brown reconstruyeron el conjunto para la gran exposición del museo del Prado en el cuarto centenario de Felipe IV, el "Rey planeta".[2]
Aunque no he seguido en detalle las polémicas públicas en torno a la decisión sobre su destino, que inevitablemente habrá que tomar cuando termine la rehabilitación, parece que la más sobresaliente es la que se asocia con el abandono del anterior director Miguel Zugaza. Aparentemente, el argumento principal de quienes rechazan la propuesta de devolver al salón su configuración original es ideológica y consiste en afirmar que de él se desprende un aliento de exaltación patriótica basado en la imagen de batallas coyunturales, aunque no todas sean victoriosas. [3]
Desde mi punto de vista, no hay nada más equivocado que confundir el cuadro verdaderamente significativo del salón, La Rendición de Breda, de Velázquez, con un símbolo de patrioterismo belicista. En la interpretación de Díez del Corral, Ambrosio Spínola Doria descabalga precipitadamente (lo que se plasma en la pata derecha del caballo, levantada en busca de equilibrio, tras el salto del general) para impedir que Justino de Nassau se arrodille al entregarle las llaves de Breda. Mi maestro vio en ello la disconformidad de Velázquez con la política belicista de Madrid. Ortega y Gasset, por su parte, consideró esta capacidad suya de eternizar el instante como la forma elegida por el pintor para poner de manifiesto su oposición —única en su tiempo— a las corrientes generales del siglo.[4]
Velázquez pintó el cuadro en 1634, nueve años después de la rendición de Breda, muerto ya Spínola en 1630, tras intentar por todos los medios, sin conseguirlo, que la victoria fuera aprovechada para firmar una paz ventajosa por treinta años. Para acometer su tarea el pintor de cámara se documentó a fondo leyendo la relación del jesuita Herman Hugo, que presenció los hechos y recibió las confidencias del marqués de Spínola. Velázquez había presenciado además la representación de la comedia de Calderón de la Barca El sitio de Bredá, que se hizo en Palacio el mismo año 1625, tras regresar el autor de Flandes, y mostraba teatralmente el mismo afán de reconciliación que Velázquez trasladó al cuadro.
Un afán de reconciliación que distaba mucho de la actitud exhibida por los dirigentes en el Madrid de Olivares, obsesionados por mantener la reputación del rey más poderoso del planeta, contra la evidencia que observaban los grandes artistas de la época, mientras Spínola se retiraba a Italia mostrando su disconformidad.
Ese es el espíritu con que Velázquez pintó el cuadro de Las Lanzas. Nuestros mejores intelectuales lo han analizado exhaustivamente. Mostrar, en el espacio original para el que fueron creados, el contraste entre ese cuadro profundamente reflexivo y profético y algunas de las otras pinturas —realizadas indudablemente con intención panegírica, referidas al año cenital de 1625, que en el momento de ser exhibidas eran ya glorias pasadas—, tendría un propósito pedagógico de primer orden. Algo que podría desplegarse con ayuda de las herramientas museísticas digitales que permiten hoy transmitir fácilmente al visitante todo lo que Ortega, Díez del Corral y otros muchos han demostrado: póngase una gran mesa con pantalla táctil frente al cuadro y permítase al visitante ir descubriendo lo mucho que sabemos sobre cada personaje y su historia.
En realidad, el vaticinio que llevó a los Príncipes de Éboli a encabezar la oposición a la política de Felipe II solo se materializaría cuando el esfuerzo titánico de la guerra amenazase con desmembrar la propia Monarquía, provocando las sublevaciones de Portugal y Cataluña en 1640. Solo entonces los dirigentes reconocieron su derrota en Westfalia, pero todo eso estaba ya implícito en la decoración del salón de reinos. Muéstrese.
[1]Velázquez, la Monarquía e Italia, capítulo II, CEPC, 1999. También se toman ideas del capítulo I: "Velázquez, Felipe IV y la Monarquía".
[2] https://elpais.com/diario/2005/07/02/cultura/1120255202_850215.html
[3]http://www.abc.es/cultura/arte/abci-dilema-nuevo-director-prado-201612240251_noticia.html
[4]Papeles sobre Velázquez y Goya, RO- Alianza, 1987, pp. 189 y 259.