El rico Epulón
De pequeña quería ser pobre. Como os lo cuento. Y no es que sobrara nada ni se viviera sin sobresaltos en una casa con siete hijos y sueldos de los de entonces (más o menos como los de ahora). Pero los ricos iban al infierno y los pobres, por el hecho de serlo, tenían un lugar asegurado en el Reino de los Cielos. Era lo que nos contaban las monjas. Cuantas más calamidades pasáramos en este valle de lágrimas, mejor sería la recompensa para toda la eternidad.
Y esto, adornado convenientemente con historias bíblicas, parábolas y esas cosas, como la del rico Epulón, que se me quedó grabada, sufriendo los tormentos del infierno mientras el pobre Lázaro, a quien le negó el pan y la sal en vida, disfrutaba para siempre a la derecha del Padre.
El incendio de Notre Dame me ha traído de vuelta el recuerdo de aquel rico malvado que vestía las mejores telas, comía los manjares más exquisitos y pisaba suelos de mármol hace más de dos mil años. Y que también debía ser un poco tonto, porque sólo dando algo de lo que le sobraba, igual se habría evitado todos los tormentos que nos cuenta san Lucas.
Los ricos de ahora son más listos. Se han organizado, y en pocas horas han juntado un montón de millones que, a buen seguro, los redimirán. Los Vuitton, Arnault, L’Oreal, Pinault… los mismos que seguro tienen las fábricas en Bangladesh o Pakistán, que pagan unos dólares por interminables jornadas de trabajo (infantil incluido), se han aflojado el bolsillo para la reconstrucción del templo, llegando a cifras inverosímiles en un par de días. No sé si en alguna de esas conferencias de donantes que organiza la ONU para paliar cualquiera de las tragedias que han sacudido y sacuden el mundo, se ha conseguido recaudar tanto dinero en tan poco tiempo.
Que está bien. Y que seguro que además les sirve como publicidad para sus respectivos productos, para su imagen pública y hasta les desgrava un montón en Hacienda, a la espera del premio “celestial”. Ya estarán pensando en los homenajes que les harán como filántropos, o mecenas, o no sé cómo llamarles. Ricos, a secas.
Supongo que sus teléfonos móviles y sus perfiles en las redes no estarán, como el mío, “petaítos” de memes con imágenes de la catedral francesa en llamas contrapuesta a víctimas de la guerra en Yemen, o de la hambruna de los rohingyas, o de Sudan; o de los campos de refugiados serios donde ya falta de casi todo. Y por supuesto, faltan millonarios tan concienciados con sus semejantes como con el patrimonio histórico-artístico.
Alguien debería explicarles que se acercarán más al cielo mirando al suelo, al mundo que les rodea y que arde todos los días en forma de hambre, de sed, de enfermedad, de pobreza, de miseria, de guerras, de refugiados.
Que sufren el infierno en la Tierra, y que no esperan recompensas en el más allá.