'El precio', poco (a)precio, mucho valor
El precio de Arthur Miller, en el Pavón Teatro Kamikaze, trae a la cartelera el teatro de siempre. Un teatro que cuando brilla lo hace por un texto, por el tema que trata y por su elenco. En la que la dirección no marca su autoría introduciendo disgresiones estéticas o performativas, tan queridas en el teatro más rabiosamente actual. Por tanto, su propuesta gustará y hará felices a ese público para el que el teatro son unos buenos actores que interpretan un texto de qualité que, en este caso, plantea esa disyuntiva tan contemporánea entre valor, lo que valen realmente las cosas, y precio, el precio relativo que pone el mercado a las cosas.
Silvia Munt, la directora, se ha rodeado de un elenco de campanillas para hacer ese teatro como de toda la vida. Solo hay que nombrarlos (en orden alfabético) para reconocerlo: Eduardo Blanco, Elisabet Gelabert, Gonzalo de Castro y Tristán Ulloa. Pesos pesados de la interpretación en España y, en el caso de Eduardo, también en Argentina. En esta obra se ve cómo dominan la técnica de la interpretación, lo que es otro espectáculo añadido al de la propia obra.
Aunque lo que interesa en este caso, más allá de sus aspectos técnicos, es el cuento. La historia del hijo que abandonó un futuro prometedor como científico para cuidar a su padre, un empresario arruinado en el crack del 29. Abandono en el que arrastró a su familia. Frente a él su hermano que se ausentó para (con)seguir sus sueños de cirujano. Ambos se reencuentran en el momento que hay que deshacer la casa, vender los muebles, pues el edificio donde vivía el padre, muerto hace varios años, se va a demoler. El deber (ser) frente al deseo (de ser). Personajes que no solo tienen conciencia, sino que arrastran tema y a los espectadores con ellos. Los unos y los otros se posicionan. Toman una postura (política), tal vez, sin saberlo pero dándose cuenta, siendo conscientes.
Una obra que gana clímax y calla cualquier ruido, por pequeño que sea, cuando Gonzalo de Castro sale a escena como Walter, el hermano pródigo. Su composición de ese cínico cirujano triunfador, que lleva su dolor a cuestas, ese jugador de esgrima verbal, resulta antológico. De tal manera que convierte una obra que hasta ese momento resultaba interesante en vibrante, viva. Con esa calidad que suelen hacer los buenos actores, la que hace brillar el trabajo de sus compañeros, el trabajo que hasta ese momento habían desplegado con más oficio que beneficio para la historia. Haciendo brillar un texto que hasta ese momento parecía anodino.
Esa interpretación que hace entender la ambigüedad valiente de la renuncia de su hermano Víctor, interpretado con ahínco por un incansable Tristán Ulloa que no deja ni por un momento el escenario. Esa ambigüedad que se mueve entre la responsabilidad, (auto)impuesta, y la aparente comodidad, el incómodo confort de una vida pequeña, funcionarial, como policía, una arriesgada vida, en lo físico, sin riesgos, en lo económico y financiero.
Una vida en la que un par de tickets para ver una película con tu chica o tu chico a la salida del trabajo seguida de una cena en cualquier garito es la metáfora de la más corriente y moliente felicidad. La felicidad que tasará en su (in)justa medida el tiempo y la experiencia, cuando lo que se tasa son las cosas usadas y disfrutadas que quedan de esa felicidad. Como hace Gregory Solomon, el tasador contratado para poner precio los antiguos muebles de la familia. Felicidad casi sin precio, inapreciable, pero de mucho valor y que si todavía quieres ir al cine (o al teatro) y después cenar estás a tiempo de alcanzar, de conseguir.