El Prado como eje de cohesión nacional
En medio de esta crisis silenciosa de identidad nacional surge el Museo del Prado.
El problema de nuestros problemas es que la solución no suele estar en las manos adecuadas. Uno de estos problemas, quizá el más urgente, es el desapego que la idea de España produce en una parte muy importante del país, tan importante y tan desapegada que no se suelen hacer encuestas sobre esto porque el resultado conduciría al desánimo.
El escenario político está marcado por una cuestión que tampoco terminamos de afrontar, y es que los partidos, a veces, son solo agencias de colocación y la prioridad como tales es mantener sueldos y prebendas a cuatro años vista, por lo que los males endémicos quedan siempre para el siguiente. La gravedad de esto es máxima, ya que la consciencia de este hecho lleva al tercer descontento, el del sistema, y el camino a medio plazo es, ni más ni menos, la oclocracia.
A veces los años 30 están peligrosamente cerca, si bien es cierto que hemos agitado demasiado alegremente el alarmismo en una situación de estabilidad institucional evidente, de madurez democrática contrastada y de un alto nivel de responsabilidad por parte de la población. La pandemia nos lo ha mostrado.
En estos tiempos hemos visto claro que hay una tensión muy fuerte entre centro y periferia. En principio fueron los nacionalismos. Tras desaparecer el terrorismo etarra estalló una suerte de revuelta planificada en Cataluña. Son dos episodios muy visibles y ya históricos, pero el resto del territorio ha visto este año cómo el nacionalismo madrileño se apropiaba semánticamente de la idea de España.
Entre dos frentes, el nacionalismo periférico y el del centro, una parte de la población, entre la que me encuentro, se aburre tanto del combate como del desprecio que nosotros, la tercera España, producimos en ambos nacionalismos. Hemos visto mercadear con todo en esta lucha política y hemos visto cómo quedábamos fuera de todos los escenarios de debate de poder. Todavía desde Valencia o Andalucía se mantenía cierta dignidad, pero les escribo desde Murcia como si lo hiciera desde Soria o Cáceres. Somos la España que no se vacía porque no quiere, pero es para vaciarla.
En medio de esta crisis silenciosa de identidad nacional surge el Museo del Prado. Es, tal vez, lo mejor que hemos dado como nación. No todo lo bueno, pero sí la parte más exquisita. A veces, tal vez demasiadas, fue un elemento de diferencia entre centro y periferia, otra de las anclas del poder en la capital, algo con lo que no se podía competir desde ningún punto del país, una atalaya distante y orgullosa.
Hace días he leído las declaraciones del director, Miguel Falomir, explicando que se van a redistribuir cientos de obras a los museos de bellas artes del país. Matizaba que se va a racionalizar el depósito en diálogo con los directores de cada museo, para que cada uno reciba los fondos que son convenientes, y da ejemplos de pintores andaluces en Andalucía o gallegos en Galicia.
Es lo mejor que se ha hecho en esta década por la cohesión del país, y se ha hecho desde la dirección de un museo. Un historiador del arte entiende la magnitud del problema y desde su parcela de poder decide utilizar una de las primeras instituciones del estado para unir a los españoles en vez de separarlos. No era su función, pero lo va a hacer y, por una vez, el arte va a servir para mejorar la vida de las personas. Es un ejemplo de responsabilidad, de inteligencia y de bonhomía.
Entiendo que los museos no son solo lugares de paseo ni atracciones turísticas, son fuentes de pensamiento, de debate y de construcción de futuro. A veces son inertes, es cierto, otras son máquinas políticas, como el actual Reina Sofía, y en otras ocasiones son soluciones y espacios de concordia, como debe ser este Prado descentralizado. Surgirán ante esta iniciativa conflictos, como las clásicas peticiones de imposibles, pero todos entendemos que las obras clave de los museos no solo no se trasladarán, es que ni se prestarán. La responsabilidad de estos museos es su custodia, luego viene lo demás.
Pienso que se debería pedir que El viaje de la santísima Virgen y san Juan a Éfeso, de Germán Hernández Amores, vuelva al MUBAM, donde estuvo décadas y donde lo visité tantas veces de niño, que vuelvan a Murcia el ciclo de Mateo Gilarte para San Esteban, los Tegeos no expuestos, los Valdivieso, los Orrente, Medina Vera, Balaca y, por supuesto, Episodio de la inundación de Murcia, de Muñoz Degrain, depositado sin mucho sentido en Zaragoza.
Es un emblema del suceso más dramático ocurrido en la historia de Murcia probablemente, la riada de Santa Teresa de 1879. La razón asiste esta estrategia maravillosa: son obras que en Madrid están guardadas, mientras en Murcia harán el Museo infinitamente mejor, le darán el atractivo que hoy no tiene. Este viaje de obras de arte será la mejor forma de construir país desde lo mejor que tenemos, la generosidad, y gracias a lo mejor que este país ha producido, el arte.
Soy consciente de que las cosas no son tan sencillas, estoy familiarizado con el procedimiento y entiendo que hay un trabajo por hacer. También entiendo que son muchos museos, muchas ciudades, muchos deseos, al fin y al cabo. Pero es que este es un país muy grande, aunque a veces solo se vean Madrid y Barcelona.
Finalmente esta iniciativa no solo hará mejor “mi” museo; todo el que reciba nueva obra mejorará su propuesta y, por lo tanto, su atractivo, mejorando inevitablemente la propuesta cultural y turística de la ciudad. Se mire por donde se mire, esta idea que pone en marcha el Museo Nacional del Prado es el bien absoluto.
Bravo, señor Falomir. Bravo.