El populista en jefe desprecia el cambio climático
Ni la decisión ni el anuncio hecho público por Donald J. Trump de retirar a EEUU de todo compromiso derivado de la Cumbre del Clima de París (COP21, suscrito por casi todos los países de la Tierra) han cogido a nadie por sorpresa. Desde su minuto uno en la Casa Blanca (con 3 millones de votos menos que su rival), escasean las palabras para describir la mezcla de perplejidad, consternación y rechazo -cuando no pavor- que suscitan el estilo y la política que, tal como anunció en su campaña sin complejos, viene practicando quien es, desde el 20 de enero de 2017, presidente de la primera potencia global en PIB (y gasto en Defensa) y segundo emisor de CO2 a la atmósfera.
Los argumentos aducidos remedan el perfil populista que impregna toda su retórica, en la que se consume la sustancia también de su presidencia: "America First!" significa anteponer los "puestos de trabajo" de Missouri o Illinois antes que el calentamiento del planeta, el deshielo de los polos, la subida del nivel del mar y la desaparición de archipiélagos, litorales y especies amenazadas a todo lo ancho del planeta.
Semejante decisión no es solamente un "error negacionista" del riesgo del cambio climático de consecuencias predecibles; es un jalón en su cadena de embrutecidas agresiones al legado de la Administración Obama, marcada por golpes de efecto dictados tanto por el resentimiento como por la irresponsabilidad. La era Trumpestá ya pasando a la historia como un ejemplo paroxístico de involución abrupta y tránsito del claro al oscuro en la imagen de un país sin el que, lamentablemente, no es pensable ni alcanzable una mejor gobernanza de la globalización, más equitativa, solidaria y responsable ante las generaciones venideras que nos enjuiciarán.
¿Cabe albergar la esperanza de que una UE espoleada por las contrariedades sepa reaccionar con unidad, determinación, coherencia, desempeñando la interlocución con otros actos globales -China, Rusia, América Latina- que su peso le confiere? ¿Cabe albergar que los contrapesos que limitan las presidencias imperiales en la gran factoría americana animen a la sociedad civil e instituciones independientes a confrontar desde dentro el catastrófico rumbo que Trump ha impuesto al pasaje de EEUU en los grandes retos de la globalización?
A seguidas del anuncio -twitteado malamente, como viene siendo el estilo de la comunicación Trump- estos últimos días, han corrido ríos de tinta acerca de los alcances de esta desviación de la posición de EEUU ante el cambio climático. Más particularmente, se ha discutido su impacto sobre los objetivos asumidos por la UE -a concretar, por cierto, en la nueva Directiva de Energías Renovables, de la que es ponente mi compañero Pepe Blanco-, e incluso sobre la presión al alza de sus parámetros (de un 27% al 35% de incorporación de fuentes limpias y sostenibles).
Pero no menos relevante es el despeñamiento definitivo de Trump por la rasante más abyecta del populismo reaccionario.
Lo he sostenido en reiteradas tribunas: el populismo no es una ideología, ni un proyecto político; es una retórica, un estilo de comunicación cuyos rasgos comunes trascienden el "tradicional" (pretenden darlo por superado) eje derecha-izquierda e incluso la confrontación ideológica en política. El populismo opone, por toda respuesta a los problemas:
a) Una airada reacción simplona ante lo complejo (induciendo al espejismo, a la superstición, cuando no directamente a la idiotización).
b) Un señalamiento de chivos expiatorios a los que odiar o contra los que descargar la ira desatada por el miedo.
c) Una división/confrontación virulenta de un "ellos", los "malos, muy malos" (los inmigrantes, los musulmanes, los judíos, ¡los políticos!, ¡la élite!, ¡el establishment!, ¡los jueces independientes, la prensa y los "periodistas deshonestos"!) y un "nosotros" virtuoso: el pueblo enfurecido y flamígero, cuya espada vengadora es el líder carismático, el populista de marras, cuya demagogia en búsqueda de un nuevo poder absoluto "redime" y "libera" al "pueblo" por el acto de votarle, "empoderando" a las masas humilladas y oprimidas por la "vieja política", simbolizada por la "ciénaga" (swamp) de Washington, que va a ser "depurada" por Trump, por señalar un ejemplo.
Trump es, sí, un populista: así lo han certificado con alto rigor analítico numerosos estudios politológicos (comparative politics) que se han multiplicado últimamente. Y así lo pone de manifiesto la bibliografía disponible y los numerosos seminarios y conferencias especializadas que se ocupan del fenómeno, sea en universidades, sea en thinktanks prestigiosos, sea en el Consejo de Europa, sea en el Parlamento Europeo, sea en el Foro de Lisboa donde he tenido el honor de participar como ponente sobre el tema el pasado 1 de junio.
La lección más apremiante es meridiana: el populismo no ha sido derrotado, ni en EE.UU ni en la UE, por más que, a duras penas, de este lado del Atlántico la pujanza populista consiga ser frenada en las urnas por alguna forma de sumatoria de votos en coalición alternativa (caso del liberal Rutte en Holanda, o de Macron en Francia.).
Antes bien, la más preocupante expresión de la amenaza populista reside, precisamente, en su tendencia a impregnar por entero la dialéctica política, la conversación y el debate, contaminando el discurso con sus modos de actuar, tomar decisiones y hacer política.
Nos guste o no -que no me gusta- está pasando en los partidos tenidos hasta hace poco por mainstreaming y/o tradicionales: pongamos que hablo del Tea Party y del ascenso del sector más reaccionario del votante norteamericano (varón blanco, trabajador y empobrecido) hasta ocupar el espacio del Partido Republicano de EEUU de la mano de un magnate que exuda ¡repudio al establishment!, redefiniendo el paisaje político americano... ¡y el de la globalización!