El peor de los filibusteros ha llegado a España
Más propio del parlamentarismo americano que del europeo, se conoce como filibusterismo la práctica parlamentaria que consiste en utilizar fraudulentamente el Reglamento de las Cámaras Legislativas para retardar o impedir la aprobación de determinados acuerdos o proyectos de ley impulsados por la mayoría. El ejemplo más gráfico, aunque también el menos trascendente, es la imagen de un senador estadounidense perorando durante horas para retrasar la aprobación de una iniciativa.
No todo filibusterismo tiene la misma naturaleza. Retardar votaciones no es igual que impedir la aprobación de un texto legal que cuenta con el respaldo de la mayoría requerida. En este caso, más que de prácticas dilatorias se trata de evitar que la mayoría democráticamente elegida pueda ejercer las funciones que legítimamente le corresponden, lo que supone una alteración de la representación democrática de grueso calibre que afecta a los pilares del sistema, al rebajar las mayorías necesarias para aprobar los textos legislativos.
Sorprende a muchos, incluso a ciudadanos bien informados, descubrir que esta grave degradación del parlamentarismo está ocurriendo desde el principio de la XII Legislatura en el Congreso de los Diputados. Quizás el carácter técnico de la treta, o el hecho de que proceda de los partidos que apoyan al Gobierno, ha ayudado a invisibilizar que el Grupo Popular y el Grupo de Ciudadanos están imposibilitando, mediante tácticas filibusteras llevadas a cabo a través de su control de la Mesa del Congreso, la acción legislativa de la mayoría. En otras palabras, en la democracia española actual, contar con más de 175 escaños ya no es suficiente para aprobar una Ley Orgánica, como regula el artículo 81 de la Constitución. Además de esta mayoría, alguno de los dos partidos que controlan la Mesa del Congreso debe "permitir" que dicha iniciativa se debata en Comisión o en el Pleno. Ellos tienen la llave de la aprobación de cualquier iniciativa, aunque no representen a la mayoría de los diputados.
No se está haciendo referencia aquí, por tanto, a la utilización sistemática e injustificada de la no conformidad por parte del Gobierno, en virtud del artículo 134.6 CE, de la tramitación de toda proposición de ley procedente de la oposición por ser susceptible de disminuir ingresos o aumentar créditos, sobre la que el propio Tribunal Constitucional se ha pronunciado recientemente de forma bastante crítica.
Me refiero a otra treta que ha pasado más desapercibida para la opinión pública. Un proyecto legislativo, una vez ha superado el trámite de la toma en consideración (en el caso de las Proposiciones de Ley) o el debate de totalidad (en el caso de los Proyectos de Ley) inicia un período para la presentación de enmiendas parciales al articulado por parte de los Grupos Parlamentarios. Solo una vez superado este período se puede abrir la ponencia que elabora un dictamen que se vota en Comisión, trámite imprescindible para su posterior aprobación definitiva. El plazo para la presentación de enmiendas parciales al articulado queda en manos de la Mesa del Congreso. Una buena práctica parlamentaria seguida en otras Legislaturas aconseja prolongar este plazo solo en el caso de que la complejidad o la extensión de la norma así lo exija para dar tiempo a los Grupos Parlamentarios a estudiarse el texto y presentar enmiendas en las debidas condiciones. La flexibilidad con la que se deja en manos de la Mesa esta potestad tiene su razón de ser: no todos los proyectos legislativos tienen la misma complejidad, técnica o política, ni necesitan, por tanto, el mismo tiempo de tramitación.
El problema aparece en esta Legislatura cuando los dos grupos que controlan la Mesa deciden hacer uso de esta prerrogativa con la finalidad política de congelar indefinidamente todas las iniciativas legislativas procedentes de otros Grupos, Proposiciones de Ley que han demostrado contar con respaldo suficiente en el trámite previo de toma en consideración y que, en consecuencia, podrían ser aprobadas. Hasta veinte iniciativas de esta índole –derogación de la Ley Mordaza, derogación de la LOMCE, reforma del Código Penal para derogar la prisión permanente revisable, entre otras- permanecen bloqueadas en este limbo desde hace meses, algunas incluso desde hace más de un año, con la intención abiertamente declarada de impedir su tramitación y posterior aprobación.
Estamos ante una práctica inadmisible para el normal funcionamiento de cualquier Parlamento democrático. La minoría mayoritaria que apoya al Gobierno está utilizando su control de la Mesa para impedir la plasmación legislativa de la voluntad de la mayoría de los diputados de la Cámara. Dada la gravedad del asunto, cabe preguntarse si, más allá de la denuncia, hay algo que se pueda hacer para revertir la situación. Por un lado, no parece factible que se pueda impulsar una reforma del Reglamento del Congreso, pues la cuestión es menos de naturaleza jurídica que de una viciada cultura política. Una cultura política, la del PP y C's, que actúa sin complejos contra el principio democrático, y, por tanto, pasará por encima de cualquier futura reforma reglamentaria que, por otro lado, en un círculo vicioso, puede quedar también sometida a la obstrucción filibustera que se pretende liquidar.
Por lo tanto, lo único que queda es la denuncia política, una denuncia que apela a la conciencia democrática de la ciudadanía. Unos ciudadanos que deben ser conscientes de la desviación del principio democrático que supone este tipo de filibusterismo extremo. Solo la presión del electorado hará reflexionar a los que en un par de años deben acudir a las urnas. Mientras ello no se produzca, los grupos políticos aludidos no tendrán, lamentablemente, incentivo alguno para cambiar su manera de proceder. Los ciudadanos debemos reaccionar ante esta alteración de nuestra representación. Si no lo hacemos, nadie lo hará por nosotros.