El peligro eran los votos, no las balas
Las élites no se cansarán de repetir que, de no haber sido por los grupos rebeldes de izquierda, las dictaduras militares nunca hubiesen existido.
En 1957 Howard Hunt fue asignado a Montevideo. Hunt era uno de los cerebros de la CIA en la campaña de propaganda que culminó con el derrocamiento de Jacobo Árbenz en Guatemala tres años antes. Poco después, el mismo Árbenz llegó con su familia y alquiló una casa a pocas cuadras de la residencia de Hunt. Ambos coincidieron en una reunión social pero Hunt, copa en mano, no le reveló la verdad a su víctima, a quien en 2007 todavía llamaba “dictador”.
El nuevo embajador de Estados Unidos, John Woodward, le había dicho que esperaba que no hiciera en Uruguay lo que había hecho en Guatemala. Hunt, seguro de su impune independencia, le informó que su único objetivo era que los comunistas no llegasen al gobierno en Uruguay, a lo que el embajador Woodward respondió: “vas a encontrar más comunistas en Texas que en todo el Uruguay”.
Según Hunt y el embajador anterior, el presidente conservador Luis Batlle era antiamericano; el hecho de que Uruguay fuese uno de los tres países de América Latina que tenían una embajada de la Unión Soviética era suficiente prueba. Por esta razón, Hunt había reclutado a Benito Nardone, un periodista aficionado y político mediocre, sin preparación pero con una gran audiencia rural gracias a su programa de CX4 Radio Rural. Contra todos los pronósticos, Nardone ganó las elecciones presidenciales de 1958.
En los años sesenta, las protestas sociales se habían incrementado al igual que las acciones secretas de Washington. Los cargos más importantes de la policía habían sido reemplazados por individuos entrenados por la CIA, según sus propios agentes, y la tortura en las comisarías se había convertido en práctica conocida. En Argentina y en el resto del continente, las guerrillas sesentistas se fundaron más de una década después que Washington decidiera inocular los ejércitos del sur. En Uruguay, entre 1963 y 1965 se fundó el grupo guerrillero Tupamaros, lo que le dio una excelente excusa a las fuerzas de represión en un contexto de fuerte decadencia económica y social. Aunque los tupamaros de indígenas solo tenían el nombre, un análisis secreto del Departamento de Estado sobre las actividades subversivas fechado el 31 de diciembre de 1976 afirmaba que “el terrorismo en América Latina tiene raíces indígenas”.
Pero el mayor temor de Washington y de la oligarquía criolla no eran los tupamaros sino el Frente Amplio. No eran las balas, sino los votos que herían mil veces más los intereses de las transnacionales y de las élites criollas. El 27 de agosto de 1971, la embajada de Estados Unidos en Buenos Aires le envió un telegrama secreto al Departamento de Estado detallando la preocupación del gobierno militar de Alejandro Lanusse sobre las elecciones en Uruguay. La embajada preveía que el Gobierno argentino, con o sin la ayuda de Brasil, intervendría en Uruguay de forma secreta para evitar un triunfo del Frente Amplio en las elecciones “a través de un autogolpe comandado por el presidente Jorge Pacheco Areco”. En marzo de 1970, Pacheco Areco se había reunido con el dictador argentino Juan Carlos Onganía, y en febrero del año siguiente con su sucesor, el general Levingston. Poco después, Argentina le envió equipos especializados en interrogatorios. En diciembre de 1970 y en julio de 1971, hubo contactos entre las cúpulas de Argentina y Brasil. Los agregados militares de Brasil informaron a sus pares de Estados Unidos (USMILAT) que desde mucho antes, durante las pasadas dictaduras de Onganía y Artur da Costa e Silva, existía un acuerdo para intervenir en Uruguay cuando ellos lo considerasen necesario.
Sin embargo, el mismo Lanusse enfrentaba una fuerte oposición popular en Argentina y la opción de una intervención directa fue sustituida por el apoyo al presidente Pacheco Areco para un autogolpe que impidiese la toma de poder por parte del Frente Amplio en caso de una votación favorable a la izquierda, como había ocurrido en Chile un año atrás y para lo cual Washington ya había resuelto un nuevo golpe de estado. Señalando fuentes directas vinculadas a los altos mandos, la Embajada de Estados Unidos reportó: “este plan ya se encuentra en marcha”. Más adelante: “los recientes eventos en Bolivia, en los cuales el Gobierno de Argentina estuvo involucrado, han alentado a sus militares a repetir la misma solución” (se refiere al golpe de estado del general ultraconservador Hugo Banzer contra el general progresista J.J.Torres). “La embajada espera que el gobierno de Argentina haga lo necesario para apoyar militar y económicamente al gobierno de Uruguay contra la amenaza de un posible triunfo del Frente Amplio”.
El 27 de noviembre de 1971, el secretario ejecutivo del Departamento de Estado, Theodore Eliot, informó que Washington estaba preocupado por la posibilidad de que el nuevo partido de izquierda de Uruguay pudiese ganar la intendencia de Montevideo. Echando recurso a una estrategia más indirecta que la usada en Chile, intervino en el proceso electoral propagando información conveniente, plantando editoriales e inoculando las fuerzas de represión locales.
En un memorándum dirigido a Henry Kissinger, Theodore Eliot informó sobre las buenas posibilidades que tenía su candidato, Pedro Bordaberry, aunque también advirtió que en Uruguay “el fenómeno de los Tupamaros es básicamente una revolución de la clase media en contra de un sistema que no ofrece oportunidades de participación”.
Para las elecciones de 1971, Washington y Brasilia ya se habían encargado de que el Frente Amplio obtenga una mala votación y que el Partido Blanco (el partido de Nardone, ahora posicionado a la izquierda con su candidato nacionalista Wilson Ferreira Aldunate) pierda las elecciones. Luego de meses de recuento de votos y de denuncias de fraude, Bordaberry resultará vencedor y entregará el país a la dictadura militar dos meses antes del golpe en Chile. Este mismo año, en la Casa Blanca, Richard Nixon, Henry Kissinger, Vernon Walters y otros funcionarios le agradecieron personalmente al dictador brasileño Emílio Garrastazu Médici por la manipulación de las elecciones en Uruguay, como antes habían colaborado con Chile.
En Argentina, la decepción de los peronistas por el nuevo peronismo de derecha y la experiencia subversiva creada por la dictadura de Onganía en los 60 habían formado el cóctel perfecto para el caos y, sobre todo, para una nueva excusa de las fuerzas de represión. ¿Qué mejor que el desorden para los profesionales del orden? Pocos meses antes de las elecciones de 1976, los militares decidieron dar un nuevo golpe de estado y evitar el triunfo del ala izquierda del peronismo, reagrupada detrás de Héctor Cámpora, candidato que se preveía como vencedor.
En Uruguay, el golpe de estado de 1973 tampoco tuvo como objetivo derrotar a los tupamaros que ya habían sido derrotados. Había que eliminar la amenaza de una opción popular por la fuerza de los votos. En Chile, el golpe de estado no fue posible antes del triunfo de Allende, sino después. Esta fue la diferencia.
Años después, las élites en el poder político y social no se cansarán de repetir que, de no haber sido por los grupos rebeldes de izquierda como los Tupamaros, las dictaduras militares nunca hubiesen existido. Esta fabricación se convertirá en un dogma. Como los traumas de las dictaduras, sobrevivirá en las generaciones por venir.