El pan, pan
Nunca antes como ahora hemos valorado tanto nuestras tradiciones y nuestra forma de vida tradicional. Y junto a ella las panaderías de pueblo.
La España vaciada está de moda y sus tradiciones también. Lo hemos visto durante las vacaciones de esta pasada Semana Santa. Gracias al turismo nacional, los pueblos se han vuelto a llenar, y con ello los albergues y los restaurantes. También las zonas de playa con una ocupación de entre el 80 % y el 90%, según los datos oficiales. Aún no ha regresado el turismo internacional con toda su fuerza, pero el sector respira tras dos años devastadores.
El sector del turismo supuso en el 2019 el 14% del Producto Interior Bruto y casi tres millones de empleos directos e indirectos. Porque turismo es mucho más que un hotel. Es una inversión hotelera de calidad, son servicios sanitarios líderes en el mundo y son comunicaciones entre las diferentes ciudades envidiables. El turismo de España es una infraestructura creada durante décadas para hacer de nuestro país un líder mundial.
Y ahora llega el momento del desarrollo interior. Nunca antes como ahora hemos valorado tanto nuestras tradiciones y nuestra forma de vida tradicional. Y junto a ella las panaderías de pueblo. Porque los panaderos, como todo, también se han industrializado, pero aún quedan grandes panaderos tradicionales.
Es el caso de Eduardo, panadero del pueblecito burgalés de Peral de Arlanza, que no llega a los 100 habitantes. Eduardo Antolín lleva haciendo pan para el pueblo y la comarca seis décadas. Empezó ayudando a su padre y ahora son sus sobrinas las que están de aprendices en la panadería.
″¿Has reducido la sal que le echas a la hogaza?”, le pregunto. “Yo siempre he echado poca sal al pan, imagínate que llegaban los de la inspección y les enseñaba la medida y me decían:‘¡Pero eso es poco!’. Los funcionarios siempre te están poniendo problemas”, cuenta riéndose.
Él tiene un horno tradicional y, además de pan y pastas, hace tortas de manteca —esa manteca tan perseguida ahora—. Eduardo no se explica cómo es posible que no pongan en valor su trabajo y su resilencia: “Hacemos pan para vivir, siempre ha sido así. Yo tengo una semana de vacaciones al año y me tomo algunos días sueltos, y no tengo ningún trauma”.
Les pregunto a sus sobrinas, que poco a poco aprenden el oficio: “Nos gusta, queremos vivir aquí, simplemente necesitamos que se nos deje trabajar”. La panadería de Eduardo Antolín, como miles de panaderías artesanales en los pueblos de España, equilibran el ecosistema y dan vida a esos poblaciones a las la industrialización y la regulación quisieron matar. “Este es un oficio que tiene que ser familiar, porque solo la familia sabe los sacrificios que comporta ser panadero, si tuviera que contratar a alguien cerraría. Solo los costes de contratación y los horarios harían imposible la panadería”.