El orden de los apellidos
El cuestionable tanto monta, monta tanto de nuestra identidad.
Segundo de primero o de segundo
Tenemos una amiga que se llama Segundo de primer apellido y sufre confusiones absurdas. También conozco a alguien cuyo segundo nombre es Segundo, y esto lo complica todo un poco más, pero hablemos de apellidos más que de nombres, que esto último da para otro artículo completo, e incluso para un libro sobre onomástica.
Lomeña Loquesea o Loquesea Lomeña
El apellido de mi pareja no es Loquesea, pero aún me queda algo de pudor y de respeto por su privacidad. Dicho esto, sabed que no tenemos churumbeles. De tenerlos, hemos decidido que se apelliden Loquesea Lomeña y no al revés. La ley lo permite desde hace no mucho. ¿Tiene importancia? En principio, ninguna... hasta que la tiene. Supongo que es como el bautizo: para algunos, solo unas gotitas de agua, pero para parte de mi familia, un "mal rato", una decepción y una llorera (no el hecho de que me bautizaran, sino justamente lo contrario, que me quedara con el pecado original).
Mi apellido Lomeña (como un pueblo cántabro de unos cuarenta habitantes) pasaría al segundo puesto. Si mis hipotéticos niños decidieran tener hijos, el apellido Lomeña se perdería para siempre en la siguiente generación. ¡Qué insoportable realidad! Creo que mi antepasado Francisco Lomeña (se llama como mi tío) fue uno de los que atraparon a Torrijos, por lo que mi apellido tiene la prosapia del "hideputa", del malnacido que se alineó junto al déspota. ¿Por qué renunciar a tan rica herencia? Por no hablar de lo español que es tener un apellido con eñe. Albert Rivera y Pablo Casado estarían orgullosos (quizás como respuesta a ese patrioterismo malhadado considero innegociable que mi apellido pase al segundo lugar).
¿Y qué decir del feminismo? Todos los machirulos que conozco quitan importancia a las palabras. Creen que el lenguaje inclusivo que promueven Eulàlia Lledó y muchas otras personas son bagatelas, estupideces para no hablar sobre lo importante. Con lo feo y poco trascendente que es decir "portavoza", no sé por qué hay tanto empeño en mantener el apellido del varón en primer lugar, máxime cuando en algunos casos es claramente cacofónico. Los machirulos saben, pese a lo que dicen en público, que se hace política con las palabras.
Así las cosas, mi segundo apellido ya no sobrevivirá, pero aún puedo salvar el primer apellido de mi esposa (espero que nadie se ofenda por llamarla así, pues no estamos casados). ¡Loquesea Lomeña, claro que sí!
El peligro del nombre
Mi madre no se preocupa por la cuestión de los apellidos, pues sabe que el que perderán los vástagos de mis vástagos será el de mi padre. Con el de ella, ya poco se podía hacer. En realidad, ella no teme los apellidos, sino el nombre, pues ese es enteramente libre, y en mi cabeza circulan un montón de palabras raras a modo de nombre propio (mi novia en esto no se queda atrás).
El segundo apellido, el gran olvidado
Acabo de ver que en mi perfil del Huff aparezco como Andrés Lomeña. Mi madre no cree en el cielo, pero por este olvido me mandaría sin reparos al infierno. Sepa el lector que mi segundo apellido es Cantos. Mi nombre es, por tanto, Andrés Lomeña Cantos.
O Andrés Cantos Lomeña, que a mí me da lo mismo, aunque ya tenemos en la familia a un Andrés Cantos y no querría que confundieran al gran ingeniero con el errático columnista.