El músico

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Un fragmento de mi último libro 'El proxeneta'

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Recuerdo que una de las primeras noches, recién aterrizado a mi primer club en Barcelona, con tan solo diecisiete años, le dije a mi querido mentor:

—Compadre, qué suerte tienen todas estas mujeres. Además de hacer el amor, cobran. Eso sí que es un buen trabajo.

Mi compadre me miró con fijeza, se acercó a mí y, poniéndome la mano sobre el hombre, repuso, como si le hablara a un crío:

—Niño, ¿se acostaría usted con una persona mucho mayor?, ¿con una vieja?, ¿con alguien a quien le olieran los pies o los sobacos? ¿Se acostaría con una borracha? ¿Con alguien a quien le apestara el aliento?, ¿o que no se hubiera duchado en veinte años? Perdóneme, no por lo que le voy a decir, sino por cómo se lo voy a decir —añadió sin dejar de clavar sus pupilas en las mías—. ¿Usted le comería el coño a una vieja con las bragas sucias? Porque, mire usted, a mí me gusta mucho la sopa de fideos, casi tanto como un coño, pero no me gustaría encontrarme en la sopa un pelo de coño, ni un fideo en el propio coño. Créame..., a ellas tampoco.

Desde el primer momento en que un tipo decide alquilar nuestra materia prima se convierte en nuestro cómplice, mas aun, se convierte en el impulsor del negocio, porque él representa la oferta.

El cliente siempre se cree más y mejor que nosotros los proxenetas, pero es igual o peor

Hay puteros de todo tipo: grandes empresarios, curritos, delincuentes, policías, médicos, enfermeros, hombres ricos, desempleados, hombres viejos, jóvenes, hombres en definitiva "normales"... Solo tienen un rasgo en común, para ellos son solo putas, objetos con los que divertirse, nada mas. Su vida no vale nada para ellos. Tampoco para nosotros, pues solo representaban un objeto con el que comerciar y ganar dinero.

—Mira, Miguel, he pasado con esa, con la de las tetas gordas —me decía uno, señalando con el dedo a una de ellas—. Muy buena chica, ¿verdad? ¿Cómo se llama? Le he dado cincuenta euros, pobre infeliz, para que mande algo a su casa...

—Pues muy bien, querido —le respondía yo—. Hoy has hecho una obra de caridad. Anda que no eres buena gente... —Sí, Miguel, yo soy así —me contestaba él, sintiéndose ufano y complacido.

El cliente siempre se cree más y mejor que nosotros los proxenetas, pero es igual o peor. Peor, diría yo, porque se justica con todas esas frases hechas que dan asco:

«La prostitución es, de siempre, de toda la vida, la profesión más antigua del mundo.»

«Es un trabajo como cualquier otro, y con mi consumo, además, contribuyo al bienestar de estas pobres mujeres y sus familias.»

Excusas, excusas..., siempre excusas para lavar sus conciencias. Se las escuché cientos de veces a tantos buenos samaritanos que pretendían no hacer ningún mal frecuentando los clubes.

«Estas putas están aquí por dinero, y porque les encanta follar.»

«Si no existiera la prostitución, habría muchos más violadores.»

«Yo paso de que me cuenten problemas, bastantes tengo yo ya en mi casa. Aquí uno viene, folla y se va.»

«Aquí están tan felices con vosotros, que las cuidáis y tienen trabajo; mucho peor están los obreros en las minas, y ellas en las carreteras, con el frío y el calor, trabajando diez horas al día.»

Excusas, excusas..., siempre excusas para lavar sus conciencias. Se las escuché cientos de veces a tantos buenos samaritanos que pretendían no hacer ningún mal frecuentando los clubes.

Les hubiera explicado el daño tan salvaje que les hacemos; las amenazas, palizas, las vejaciones, las coacciones, el cautiverio, la explotación extrema a la que les sometemos nosotros con su ayuda —la de los clientes—, porque para atender a su voraz demanda tenemos que captar cada vez más chicas nuevas, que, por cierto, nos hacen cada vez más ricos y poderosos...

Todos los puteros, sin excepción, piensan que la prostitución es un trabajo normal, pero ninguno de ellos aceptaría que sus hijas, sus mujeres o sus hermanas fueran putas

Su gran demanda también las convierte en un producto con una corta fecha de caducidad, al que enseguida hay que reemplazar por otro.

El dinero era lo único que marcaba la diferencia entre unos clientes y otros. Cuanto más dinero tenían para gastar, más dueños se creían de las mujeres. «Te he comprado y te he pagado bien, así que harás lo que a mí me dé la gana.» Pagaban y ya pensaban que la mujer era de su propiedad, que su tarjeta de crédito podía comprarla como un par de zapatos.

Porque todos los puteros, sin excepción, piensan que la prostitución es un trabajo normal, pero ninguno de ellos aceptaría que sus hijas, sus mujeres o sus hermanas fueran putas, como tampoco ninguno de ellos reconocería a una puta como alguien cercano. Las putas no tienen ni madre, ni padre, ni hermanos, ni amigos. Todos las expulsan de sus vidas, pero todos las utilizan.

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