El miedo como una pandemia
A veces creo que vivimos una época peligrosa por una razón sencilla: Nos habituamos al miedo.
Esta es una pequeña crónica del insomnio en tiempos de pandemia. Uno desagradable, angustioso y casi doloroso: De pronto, dormir se ha convertido en un proceso extraño, angustioso y la mayoría de las veces, sin mayor resultado. Me quedo tendida en la cama, mientras miro al techo y escucho el silencio antinatural de la calle vacía. La cuarentena volvió y ahora, las restricciones son mayores, de modo que, a partir de las seis de la tarde, la poca vida de la ciudad desaparece. No hay nada que escuchar, más allá del sonido de un automóvil que cruza la calle a toda velocidad y que te deja una sensación de urgencia difícil de explicar. ¿El futuro será así?, me pregunto cuando me tiendo de lado. Más allá de la ventana, la ciudad es una silueta colorida y un poco trágica, que me hace sentir incluso más nerviosa. De manera que dormir no es una opción, me digo aún con el estómago encogido en un nudo doloroso de pura angustia. Mejor permanecer en pie y aguardar. ¿El qué? Suspiro, me inclino sobre el teclado de la computadora. Pienso que quizás debería escribir alguna cosa, inmortalizar este nuevo temor recién nacido en palabras. La ausencia de sonido. ¿Para decir qué?
No sé por qué, recuerdo un capítulo del libro Misery del escritor Stephen King. Paul, el sufrido personaje principal, agonizante y bajo el puño de hierro de su “fan número uno”, se pregunta si el miedo es un aliciente para cualquier cosa. Si es posible vivir en medio del temor. Si vale la pena. Ah, me hace reír la ingenuidad del escritor que tendrá que enfrentarse a sus piernas rotas, a una mujer por completo loca y a la nieve de Denver, Colorado. En la actualidad, el miedo es parte de todas las cosas, de lo que se hace, de lo que se mira, de lo que se comprende como parte de lo asumes como parte de tu vida. Tener miedo es algo tan natural que casi resulta una dimensión recién descubierta de lo cotidiano. Miedo al futuro, al hecho de un país en escombros, a la posibilidad de enfrentar una situación que te desborda, que se te hace insoportable a cada minuto que transcurre. El país te enseña el miedo y lo asimilas como una gran y dolorosa percepción de la identidad nacional. Ahora mismo, todos tenemos miedo. Lo tendrás, reaccionarás en consecuencia. Así que, apreciado Paul Sheldon, a veces no queda otra posibilidad de vivir con el miedo a cuestas, arrastrarlo como un fardo pesado. Asumir el dolor de esta desintegración lenta y angustiosa como parte de tu identidad.
Miro la hora por enésima vez. Van a dar las dos de la mañana y en cinco horas, tendré que despertar para volver a trabajar, en ese extraño loop infinito que transformó la oficina en casa y la casa en un espacio inacabado e incompleto. Y sin embargo, aunque sé que debería dormir, aunque lo necesito, sigo aquí, escribiendo compulsivamente. De vez en cuando tomo un sorbo de té frío — ¿azahar es esto? — y el sabor huidizo no hace más que provocarme una leve desesperación. Miro por la ventana. La gran mayoría de mis vecinos al parecer también decidieron permanecer despiertos. Las ventanas encendidas parpadean en la oscuridad y me asombra su número. Rara vez al insomnio tiene compañía, pienso con una rara sensación de asombro. Rara vez veo el rostro de mis vecinos entre los cristales de las ventanas. Uno de ellos contempla la calle con una mano sobre la boca. Mueve la cabeza, rígido y cansado. Todos tenemos miedo, pienso. Y le recuerdo de pie en la misma ventana mientras la ciudad entera se sacudía de un lado a otro, mientras las ventanas traqueteaban y un coro de gritos subía desde la calle. Tan asustados. Tan simplemente primitivos en nuestro temor.
Una crónica silente, supongo.
De manera que durante el insomnio, quise escribir sobre el miedo. Miedo a lo que puede ocurrir en el futuro, miedo a ser incapaz de afrontar lo que sea que nos espere en los difíciles dos años siguientes a esta emergencia imprevisible. Por supuesto, miedo a enfermar, miedo a morir. Miedo, miedo y miedo. Dejo de escribir por un momento. El silencio es cada vez más pesado. Me imagino este silencio como un lenguaje, delicado, exquisito, extendiéndose en todas direcciones a partir de mi. Uno de mis vecinos habla en voz alta y en medio del silencio de la madrugada, su voz retumba en todas partes. “¿Habrá que trabajar hoy?”, se pregunta en voz alta. Alguien le contesta en un murmullo. La risa triste. “Sí, ¿para qué? Pero hay que ir”, prosigue. Después, vuelve el silencio con el sabor añil de las madrugadas heladas o el aroma limpio de la noche que sigue desgranando en minutos lentos, trabajosos. ¿Aún son las cinco? Abro las ventanas, tomo una bocanada de aire oloroso a noche, a simplicidad. Y pienso que quizás el miedo es como el monstruo que cada niño imagina en la oscuridad: está en tu mente, al acecho, pero al final, puedes vencerle. Más o menos. De modo que vuelvo a la cama, me cubro con las sábanas. Abro los ojos, miro con cierta angustia los trozos de luz que forman pequeñas formas extraordinarias en su sencillez en mi pared. Y continuo sin sentir sueño.
A veces creo que vivimos una época peligrosa por una razón sencilla: Nos habituamos al miedo. Se convirtió en algo común, en moneda de cambio. El miedo, como parte de todo lo que hacemos y somos. Miro por la ventana la primera franja de luz del día: carmesí, dorada y añil. De nuevo una sobreviviente, pienso. Otra vez, en plena batalla contra un silencio mental casi insoportable.