El miedo a lo invisible: La historia natural de la vulnerabilidad de nuestra cultura
¿Sobrevivientes, víctimas, testigos? No lo sé. Quizás no lo sepa de inmediato. Y eso es lo más inquietante de todo.
Hace unos días, comentaba en tono jocoso a través de Twitter,que mi persistente cuadro alérgico me traería problemas durante emergencia del coronavirus, en medio de un clima de paranoia cada vez más evidente y la sensación inquietante de que las cifras y estadísticas sobre la curva de contagio no hacen más que mostrar un aumento exponencial. Por supuesto, las redes sociales y medios de comunicación no hacen más que aumentar la sensación de urgencia, pero la verdad es irrefutable: la pandemia mundial ha puesto a nuestra cultura en la incómoda situación de analizar su propia vulnerabilidad.
—¿Una especie de gran ensayo de películas apocalípticas? — dice mi amigo M. mientras almorzamos juntos.
―No tanto como eso—respondo—hablo de la noción de la incertidumbre. De pronto, todos los países del mundo se hacen las mismas preguntas y temen las mismas cosas. No es algo usual.
Miro a mi alrededor con disimulo: nos encontramos en un restaurante pequeño, con apenas un par de mesas ocupadas. Todavía no se declara un estado de emergencia nacional propiamente dicho, pero la percepción del miedo está en todas partes. Una mujer a mi derecha se restriega las manos con una servilleta de tela. Al otro lado del ventanal que nos separa de la calle un hombre camina con el rostro cubierto con un tapabocas. Hay algo de irreal en las escenas. Como si todo sucediera demasiado deprisa y rápido para entenderse en su totalidad.
Mi amigo está obsesionado con la posibilidad que la crisis mundial escale y se transforme en algo más, aunque todavía no está realmente muy seguro de qué podría ser ese “algo”. Como sociólogo, le preocupa el comportamiento humano, pero, sobre todo, la forma en que se reconstruye para enfrentar cualquier situación. Así que aguarda a que la pandemia muestre sus verdaderos colores pronto. “Algo”, pienso mientras corto un trozo de lasagna que compartimos. ¿Que el virus mute y se transforme en un agente patógeno realmente peligroso a gran escala? ¿Que la histeria mundial se transforme en una sacudida de conciencia?
Por supuesto y a pesar que las noticias sobre el coronavirus son cada vez más alarmantes, no es la primera vez — ni será la última — que el mundo se enfrenta a una epidemia semejante. Siempre he pensado que un resfriado común, es la muestra más evidente que la naturaleza tiene un enorme sentido del humor. Cruel, a más señas. No es una enfermedad especialmente grave, pero sí lo bastante como para dejarnos sin fuerzas, molestos y cansados por días enteros. Y aunque actualmente nos parezca un padecimiento normal, siglos atrás fue considerado terrible, destructor y mortal. Un inquietante pensamiento, claro, pero que aun así nos muestra como este aparentemente sencillo padecimiento ha acompañado a la historia del hombre durante dos milenios.
— ¿Eso ya no lo hizo Juan de los Muertos?
En el 2012, el director Alejandro Brugués decidió trasladar el habitual escenario de la pandemia zombie a lo político: La visión de una Habana casi bucólica, enfrentándose a un enemigo inesperado es quizás una de las visiones más disparadas sobre el poder, el miedo y la histeria colectiva filmada en este lado del mundo. Con numerosos guiños a la situación local y un lenguaje visual que disfruta de ese híbrido entre la melancolía y la desesperanza de la Cuba actual, Brugués construye un documento visual que habla más de lo esencialmente cubano que de los temores y críticas a un sistema político devastador. De hecho, el director parece tener bien claro que la mezcla de ritmo y temática crea toda una nueva manera de asumir el riesgo de construir un mensaje que supere la mera evidencia de lo real. Pero más allá de eso, Juan de los Muertos es una película de zombies a toda regla. Una excusa para hablar de la crisis, para llevarla a otro nivel, para crear un enorme y complejo ejercicio de imaginación donde los dilemas de la Cuba actual — rota y huérfana en medio de su lenta debacle — parecen construirse por medio del símbolo. ¿Y cuál simbolismo podría ser más apropiado que el zombie, para retratar a esa Habana decadente, siempre a medio camino entre la destrucción?
— Lo hizo, pero imagina todo eso… sublimado a un continente tan desigual como latinoamericano — se entusiasma M. — O la civilidad patente del primer mundo. Llevar a otro nivel la catástrofe y lo absurdo.
— Como comprar todas las existencias de alcohol puro, máscaras quirúrgicas y guantes, ¿no? — pregunto.
— Eso pasa en todas las situaciones de emergencia.
— Pero ahora es más evidente que nunca.
— La gripe ha sido parte de la historia de las enfermedades desde siempre.
Tiene razón, claro. Según recientes investigaciones, en la época prehistórica se transmitía por mordiscos y picaduras. Los pequeños roedores lo transportaban y después lo recogían mosquitos y garrapatas. La primera referencia de una epidemia de gripe consta del año 412 antes de Cristo. Sucedió en la actual Turquía y fue considerada un castigo divino. De hecho, los síntomas fueron considerados tan peligrosos que los cadáveres eran quemados y sus cenizas apartadas del poblado al cual pertenecía el enfermo.
Por el año 1580, la gripe comenzó a ser considerada la enfermedad más letal de todas las conocidas. La gripe venía de Asia y afectaba a toda Europa. Los médicos seguían empeñados en encerrar a sus enfermos en habitaciones oscuras y mal ventiladas, en un intento de contener una infección que no tenían la menor idea de cómo se transmitía. Como consecuencia de esa medida, Madrid quedó diezmado y el virus casi da al traste con la conquista de Portugal, pues enfermó gravemente a Felipe II y mató a su esposa, la reina Ana de Austria.
Unos siglos más adelante, en concreto 1889, la gripe también causó estragos en Rusia, cuando la epidemia diezmó a la población durante un crudo invierno. Claro está, todavía no se tenían suficientes conocimientos para conocer con claridad el origen del padecimiento, por lo que las eternas nevadas del país fueron consideradas la inmediata causa. La más mortífera epidemia de gripe llegó de Siberia y se le llamó, con un raro sentido del humor, la pandemia “más democrática” de la historia de la humanidad. Afectó al 70 % de la población. Como consecuencia de ella murió la egiptóloga inglesa Amelia Edwards, a quien recomendaron comer y beber lo mínimo, lo que terminó matándola de hambre antes del cuadro médico que sufría.
— ¿Sólo conoces historias extravagantes al estilo? — pregunta M. sorprendido.
— Son las más divertidas.
En realidad, analizar a la gripe como un gran fenómeno migratorio y geográfico me permitió entender la forma en que la humanidad entiende la vulnerabilidad de su sistema de valores y estructura cultural. Cada cierto tiempo, una pandemia expone las grietas de lo que consideramos normal y lo hace porque en realidad no estamos en absoluto preparados para una violenta percepción sobre los terrores de la pérdida del control social. Lo pensé la primera vez que escuché una discusión (malsonante) sobre el uso del condón a principios de los noventa, cuando era tan joven como para hacerme preguntas sobre en cómo comprendíamos la salud en nuestra época. Lo mismo pasó con el H1N1, que hace unos años sumió en pánico a buena parte de México y Centroamérica.
— No es lo mismo el VIH que la gripe — me dice M. con seriedad — incluso el nivel de contagio y la curva de contagiados, son diametralmente opuestas.
— No digo que sean lo mismo. Lo que insisto en que despiertan las mismas emociones.
— Miedo, claro.
— Desconfianza e incertidumbre — bebo un trago del jugo que pedí y antes de hacerlo, miro el cristal del vaso. Un pequeño sobresalto ¿estará suficientemente limpio? — y la sensación de no saber qué ocurre con esta idea sobre la civilización que sostenemos con tanto cuidado.
En una ocasión leí que, durante el medioevo, las epidemias se consideraban castigos divinos. Se mataron a mujeres, gatos y perros, porque la Iglesia estaba convencida de que eran criaturas débiles vinculadas con lo oculto, lo sobrenatural y cómo no, al diablo. Para cuando fue evidente que las grandes quemas que atravesaban el continente en realidad sólo enrarecían aún más la situación y agravaban los síntomas, la mitad de la población había muerto y el resto, estaba a punto de enfermar. Así que, sin duda, las epidemias son una forma de entender al mundo. O su incapacidad para la cordura, en todo caso.
— Bueno, no olvides que la relación entre enfermedad y precauciones es relativamente moderna — me recuerda M. — apenas en el año 1900 comienza a investigarse la procedencia de la gripe, que todavía era un misterio para buena parte del mundo científico.
Lo que no evitó que, en el año 1918, la llamada gripe española infectara al 50% de la población mundial. Pese a su nombre, no procedía de España, aunque una de las teorías señala que entró en Europa a través del país. Se contaron 20 millones de muertos en el mundo. Se trató de la primera gran pandemia del siglo. Una tan peligrosa, violenta y radical, que volvieron los rumores de castigos divinos e influencia del diablo.
La credulidad y la paranoia mundial tuvieron varias oportunidades consecutivas para probar su permanencia. En el año 1930, Richard Shope, científico del Instituto Rockefeller en Princeton, aísla el virus de la gripe porcina, lo que es en sí mismo uno de los grandes pasos para comprender la evolución de las epidemias en nuestra época. Por curioso que parezca, el cerdo es un animal fundamental en el estudio de nuestra gripe, pues en su garganta pueden juntarse y recombinarse virus de gripe humana y aviar (de las aves). Para el año 1957, el mundo volvió a estremecerse con la llamada gripe asiática. El cuadro médico contagió y llevó a la muerte a cuatro millones de personas. Sólo en EE.UU. hubo 60.000 fallecimientos. En 1968, la gripe de Hong Kong, mató a 700.000 personas en todo el mundo. Se habló de un apocalipsis silencioso y de hecho, hubo temores del resurgimiento de los síntomas de la gripe española. En 1977, las autoridades comunistas declararon millones de víctimas en todos los países de su entorno. Al final, la gripe cruzó el océano y ocasionó casi 40.000 muertos sólo en EE.UU. y más de 40% de la población afectada. Por último, para intentar comprender el mecanismo biológico y molecular de la gripe, en 1999 hubo una curiosa carrera científica por resucitar la “gripe española” y analizar sus efectos bajo la tecnología moderna. Se buscó en unos cadáveres de la época encontrados en Noruega. Según el doctor Stohr, de la OMS, la investigación permitiría comprender la evolución de la gripe y sus consecuencias, además de permitir profundizar sobre su díscola naturaleza.
— Eso, aunque media docena de películas han dejado claro la muy mala idea que es esa — dice M. entre risas.
— Ah, la cultura pop siempre supo que esto ocurriría — digo muy ufana.
Por supuesto, como fiel reflejo de lo contemporáneo, la cultura pop ha meditado en más de una forma sobre las epidemias y sus efectos en la psique colectiva. Con mayor o menor éxito, el cine y la televisión ha profundizado sobre la idea del contagio, la paranoia y la destrucción de las frágiles bases de la civilización a través de experimentos argumentales y visuales, que de alguna forma reflejan la antigua obsesión de la sociedad por su propia vulnerabilidad.
Por ejemplo, la pequeña, aterradora y violenta Tren a Busan del 2016 dirigida por Yeon Sang-ho, también juega con las posibilidades y las claves del cine de epidemia para crear una situación de emergencia impensable a bordo de un tren que cumple la ruta entre Seúl y Busan. El film no sólo tiene un argumento que reflexiona de manera extraordinaria sobre el miedo y la amenaza, sino que, además, utiliza sus limitados recursos para elaborar un discurso profundo sobre el comportamiento humano en momentos de crisis.
— Todo monstruo es un tipo de epidemia o cómo lo conceptualizó el ser humano de su época — comenta M. — si lo notas, cada momento de la historia tiene un tipo de monstruo relacionado con el contacto físico o el hecho de cómo se manifiesta el miedo.
Tiene razón, claro está.
La isla de Lazzaretto Vecchio, al sur de Venecia, es una minúscula porción de tierra que albergó durante el siglo XV el hospicio de peregrinos de Tierra Santa. El Lazareto — que obtuvo su nombre de la orden religiosa de San Lázaro cuya ocupación consistía en cuidar de los leprosos — era el lugar donde fueron a parar la gran parte de los enfermos de peste que asoló la ciudad de Venecia entre el siglo XV y el siglo XVI. La peste, que mató alrededor de 50.000 personas (casi el 60% de la población de Venecia en la época), fue considerada por muchos como el fin del mundo, incluyendo la Iglesia que llegó a insinuar se trataba de un castigo divino. Hace ocho años y mientras llevaban labores de reconstrucción de la trágica historia de la isla, un grupo de antropólogos italianos encontró en una fosa común más de 1.500 esqueletos. Y entre ellos, los que el investigador Matteo Borrini, de la Universidad de Florencia llamó “el gran descubrimiento de la década”: el esqueleto de un vampiro.
Por supuesto, no se trataba realmente del esqueleto de una criatura monstruosa o el mito hecho realidad, sino el esqueleto de una mujer a la que se le había desencajado la mandibula al introducirle un pedazo de ladrillo en la boca. La costumbre, que se remonta a Europa del Este, intentaba evitar que el cadáver volviera a la vida y masticara — literalmente — el sudario para escapar a la muerte. El descubrimiento demostró que la figura del vampiro, fue uno de los terrores que asolaron Venecia y la Europa castigada por enfermedades y plagas durante el medievo. Además, fue una comprobación histórica de cientos historias que el folclore recoge: Según viejas tradiciones europeas, los cadáveres que muestran sangre fresca en la nariz y la boca no han muerto en realidad. De manera que los cadáveres de la peste, que morían a docenas cada día en el ataque fulminante de una enfermedad para cual no existía cura o paliativo, eran probablemente las víctimas propiciatorias del temor supersticioso que recorría el continente. Así que, en medio de la histeria colectiva y aterrorizados por una plaga implacable e imparable, hubo una reaparición del vampiro. Se habló de cadáveres que se levantaban de la tumba de la peste para asesinar a sus parientes, de pacientes desahuciados que se levantaban de la cama para beber la sangre fresca de los médicos que intentaban curarlos. Por curioso que parezca, los sacerdotes y líderes religiosos que desenterraban cadáveres en la búsqueda del vampiro, jamás pensaron que las ratas, larvas y pulgas de los animales de granja o que habitaban en los cabellos y pieles de los campesinos, eran la causa real de la epidemia. La arqueología no se había topado con un caso parecido, pero a veces salta la sorpresa: las creencias y las supersticiones dejan en raras ocasiones un rastro material que sobrevive al paso de los siglos.
Y probablemente el peor de todos los lugares destinados a confinar a los enfermos era Lazzaretto Vecchio. Los sepultureros reabrían periódicamente las fosas para arrojar nuevos cadáveres, lo que lleva a pensar a los antropólogos que la baja formación de los sepultureros reforzó su creencia en el vampirismo. La mayoría de ellos, traídos a la fuerza desde pueblos remotos, trajeron a Venecia y a otras regiones de Europa las viejas leyendas. Lo demás, es historia: Desde los vampiros que nacían de la peste hasta su resurrección literaria en pleno siglo XIX, el vampiro atravesó un proceso histórico de transformación que le llevó a convertirse en la figura más poderosa de la mitología rural. Porque el vampiro tradicional, que surge de las sombras del miedo supersticioso, poco o nada tiene que ver con su versión literaria y mucho menos la posterior cinematográfica. Un fenómeno desconcertante que construyó — o, mejor dicho, redimensionó — la maldad en algo mucho más inquietante y desconcertante.
— Lo mismo con los hombres lobos, zombies — prosigue M. — contagio a gran escala: mordidas, rasguños, fermentos, medicinas.
La idea es muy antigua pero cuando la analizas de manera moderna, produce un poco de sobresalto. En el 2011, la película Contagio dirigida por Steven Soderbergh y protagonizada por un elenco multiestelar encabezado por Matt Damon, Kate Winslet, Laurence Fishburne, Marion Cotillard y Jude Law narra en un argumento coral, la propagación de una enfermedad mortal que, en pocos días, no sólo diezma a la población mundial sino que se convierte en una peligrosa amenaza a la supervivencia. Además, la película analiza la forma como Internet y los medios de comunicación, no sólo son capaces de construir una visión de la tragedia de considerable riesgo sino también aumentar el nivel de peligro de la situación general. Algo que también hizo la maravillosa Hijos de los hombres en el 2006, cuando Alfonso Cuarón hace un singular recorrido por los dolores y pesares de un mundo azotado por la infertilidad y en el que la capacidad de concebir es un bien preciado que debe conservarse a toda costa. El escenario se abre no sólo a las dimensiones de una tragedia biológica, sino a la durísima reflexión sobre el miedo, la identidad y el desarraigo contemporáneo.
—Se trata de ser conscientes de que podemos morir y que, a pesar de todas nuestras precauciones, no podemos evitarlo — dice M. — El futuro condenado por el mero hecho de existir.
Miro a la calle al otro lado del cristal del restaurante en que me encuentro. La ciudad tiene su acostumbrado aspecto destartalado, sucio y un poco árido. La normalidad en medio de algo más inquietante, imposible de definir por las buenas. De modo que la gran pregunta, me digo mientras mi amigo sigue bromeando sobre el “algo” que cambiará el juego mundial, es quiénes somos en mitad de una situación inédita, agresiva, cada vez más peculiar.
¿Sobrevivientes, víctimas, testigos? No lo sé. Quizás no lo sepa de inmediato. Y eso es lo más inquietante de todo.