El mes que perdimos el sentido común
La crisis del coronavirus nos está poniendo a prueba como sociedad y el resultado no puede ser más descorazonador.
La semana previa al lanzamiento de El HuffPost, en junio de 2012, nos enviaron desde EEUU una guía de uso en redes sociales. No era un documento de 70 folios ni un un listado eterno con recomendaciones sobre qué hacer y qué evitar. Se limitaba a un correo electrónico de sólo cuatro palabras: “Utilizad el sentido común”. Me pareció uno de los mejores consejos que he recibido jamás, no sólo para aplicarlo en redes sociales, sino para convertirlo en un lema de vida.
La rapidísima expansión del coronavirus por el mundo, con especial incidencia en España, es un reto sanitario de primer orden que, además, nos está poniendo a todos a prueba: no sólo como individuos, sino también —y sobre todo— como sociedad. El resultado no puede ser, hasta ahora, más descorazonador. Dominan la irresponsabilidad, la falta de empatía, el egoísmo y los nervios. Falta mucho sentido común.
Clientes comprando comida de sobra como para sobrevivir a 20 ataques nucleares; jóvenes jactándose de que la cancelación de las clases les permitirá salir más tiempo con los colegas, personas —no importa la edad— tomándose cañas en terrazas, bares y demás puntos concurridos; madrileños ‘huyendo’ de la capital hacia la costa para superar la crisis sanitaria en su residencia de verano. Somos, como dijo Rajoy, muy españoles y mucho españoles.
No se trata de leer todos y cada uno de los avisos que, puntualmente, publica el Ministerio de Sanidad. Tampoco es imprescindible seguir todas las ruedas de prensa que ofrece a diario Fernando Simón. No es eso. Basta con aplicar el sentido común y seguir las recomendaciones que los expertos llevan haciendo desde hace más de un mes para prevenir los contagios. Todos tenemos, desde hace muchas semanas, la información necesaria para actuar de forma correcta.
El problema de fondo es que no se escucha ni a Sanidad ni a Fernando Simón ni al experto científico ni mucho menos al presidente del Gobierno. Ni siquiera los medios de comunicación somos, visto lo visto, imprescindibles para transmitir una información tan necesaria en una crisis de estas características. Porque, pese al considerable aumento de lectores de estos días, ninguna noticia contrastada y rigurosa podrá competir jamás con un meme o uno de esos bulos que, con tanta rapidez, contagia nuestros teléfonos móviles y, por extensión, nuestras mentes.
Como individuos siempre sabemos qué hacer, cómo actuar, quién se confunde y por qué. Y, pese a que ni hemos tenido la responsabilidad de gestionar nuestra comunidad de propietarios, no dudamos en responsabilizar a los demás de todos los males: a los medios de comunicación, al vecino, o, cómo no, a los políticos. Levantamos la voz, alzamos el dedo y damos lecciones a quien quiera escucharnos —generalmente muy pocos— explicando cómo se debe de informar, cómo se debe de gestionar una crisis sanitaria, qué se debe de evitar y qué errores comete el resto de la gente porque los demás sí que son unos ignorantes.
Los medios, no importa cuál se lea, llevamos cubriendo desde hace muchas semanas el virus que se originó en Wuhan. La primera noticia de El HuffPost se publicó el 20 de enero de este año, cuando apenas se habían registrado seis muertos en la localidad china. En la información ya se incluían los consejos de la Organización Mundial de la Salud para evitar contagios y se advertía de los temores ante la propagación del virus por todo el mundo. Insisto: hace casi dos meses. Tres días después, el 23 de enero, este medio publicó una guía detallada de todo lo que se sabía hasta ese momento del virus. Y aun así, la gente, la sociedad, se queja de que no tiene suficiente información. Pero es que desde enero, todos los medios hemos publicado decenas y decenas de consejos, hemos relatado casos de contagios y por qué y cómo se producen o evitan, hemos publicado vídeos, infografías, mapas en tiempo real, toda suerte de narrativas multimedia. Pero nada, absolutamente nada de ese tipo de información, puede competir con un vídeo manipulado o una noticia falsa. Leer cansa, incluso cuando está en juego tu salud.
La culpa siempre es de los demás. Y sobre todo de los políticos. No hay casi nadie que les deje trabajar bajo la presunción de que un Gobierno, sea del partido que sea, siempre va a tomar las decisiones que considere más adecuadas para el país y sus ciudadanos. Es evidente que no aciertan siempre —nunca, nadie, acertamos siempre, ni siquiera usted— y que se les tiene que criticar, e incluso exigir responsabilidades, cuando fallan. Pero hay que tener en cuenta el momento y el modo. Nada de eso está sucediendo con la crisis del coronavirus.
Resulta risible, si no fuera tan lamentable, escuchar cómo se critica a nuestros gobernantes desde la barra o la terraza de un bar con una rotundidad propia de Wiston Churchill. Provoca risa, pero es aterrador ver cómo nos creemos más inteligentes que el resto mientras nos saltamos a la torera hasta los consejos más elementales de las autoridades sanitarias amparándonos en la robusta frase “Me van a decir a mí lo que tengo que hacer”. Siempre lo tenemos todo controlado: son los demás los que se confunden, siempre, a todas horas.
Es descorazonador: se haga lo que se haga, lo haga quien lo haga, siempre todo está mal. Si el Gobierno hubiera prohibido la manifestación del 8-M, mal; si hubiera desaconsejado celebrar el mitin de Vox en Vistalegre, un atropello a las libertades del tercer partido de España; si permitió el acto, una irresponsabilidad. Si el Gobierno ha dado más de 40 ruedas de prensa sobre el coronavirus, insuficiente, Si da más, también insuficientes y, además, poco claras. Si da mil, es porque intenta desviar la atención para aplicar un oscuro plan de liquidación ciudadana.
Todos tenemos la información sobre cómo actuar y comportarnos ante el coronavirus. Pero el mensaje que más circula es el que asegura que para combatir el virus hay que hacer gárgaras con agua salada. O el vídeo en el que cientos de personas entran en tromba en un supermercado Aldi para transmitir la idea de que existe un riesgo de desabastecimiento nacional.
Una sociedad que supo comportarse de forma ejemplar con los atentados terroristas del 11-M está dejando escapar todo su crédito durante la crisis del coronavirus. Tampoco es que el reto sea mayúsculo: se trata de hacer caso a los expertos —mantener la higiene, no salir de casa, evitar contactos y todo lo que llevan escuchando hasta la saciedad estas últimas semanas— y a los políticos, se llamen Isabel Díaz Ayuso, Pedro Sánchez, José Luis Martínez Almeida, Juanma Moreno o Íñigo Urkullu. Pues ni con esas.
Qué sería de nosotros si no pudiéramos quejarnos de todos y de todo, si no priorizásemos el yo frente al nosotros, el individuo frente la sociedad. Somos así: los más inteligentes y, por eso, gozamos de bula para criticar a discreción. De hecho, seguro que la mayoría pensará que este artículo es una tomadura de pelo escrito por un ignorante y se quejará de que, vamos hombre, va a venir el tal Guillermo a decirme lo que debo hacer, a ponerme delante un espejo cuyo reflejo no me hace justicia. Yo soy más guapo, más listo. Yo, yo, yo.
Sólo dos palabras: sentido común.