El marco constitucional
Para Churchill, la democracia y la madrugada cabían en el cántaro del lechero.
El lobo se confió en exceso e intentó derribar a soplidos la casa del cerdito encofrador, con las consecuencias conocidas por todos: insuficiencia respiratoria e infarto de miocardio. Es lógico el error si tenemos en cuenta sus anteriores éxitos con chamizos y chabolas.
Si hubiera estado mejor informado, habría optado por la patada en la puerta, vistoso recurso de las películas de acción que suscita, habitualmente, la simpatía del respetable. Las coces del inspector Harry el sucio Callahan generaban salvas de aplausos en el patio de butacas.
Incluso tuvimos una ley, Corcuera por apodo, que santificaba la irrupción en una vivienda, sin orden judicial previa, si se sospechaba del consumo de drogas en el interior de la misma. Mucho más coherente es que hubieran cortado la luz, considerando que el ministro había sido electricista.
Y recuerdo que muchos gerifaltes progresistas, mudos hasta aquel momento a pesar de las tropelías acumuladas, se echaron a la calle indignados ante la posibilidad de que se terminasen sus fiestas de exclusividad y farlopa.
Precisamente para dar por terminada una fiesta, se invistió la fuerza pública de urgencia hace pocos días y la emprendió a golpe de ariete con la puerta de un domicilio particular cuyos ocupantes se negaron a dejar el paso franco ante la ausencia de mandato judicial.
Haría bien el fabricante de la puerta en utilizar el vídeo para una campaña de publicidad de sus productos. La resistencia del tablón obligó a los agentes a atacar por el marco. Y vaya si lo reventaron. También el constitucional, que establece la inviolabilidad del domicilio.
Me comenta un abogado, y sin embargo amigo, que la ley ya prevé el asalto improvisado si peligran vidas o se suponen daños graves. Cualquier otro caso puede esperar la tutela del juez, que los hay de guardia y bien dispuestos.
Que unos descerebrados hayan organizado la enésima fiesta ilegal en esta situación —de la que nos va a costar salir si no tomamos conciencia de una vez de lo que nos jugamos— no parece, con todo, un caso de extrema urgencia. Bien hubieran podido los esforzados agentes esperar la orden de marras o que a los de dentro se les acabase el hielo y tuvieran que salir al chino.
Los de dentro, por los que no siento ninguna simpatía, quisieron usar como barricada sus conocimientos legales. O no habían estudiado lo suficiente o provocaron una laguna que no puede por menos que preocuparme.
Para Churchill, la democracia y la madrugada cabían en el cántaro del lechero.
No ha pasado tanto tiempo desde que los golpes en la puerta marcaban el preludio al interrogatorio contundente y a la prisión preventiva. A veces bastaban unas octavillas y unos pocos libros para ser enjaulado. Y en no pocas ocasiones se solventó la ausencia de pruebas a golpe de porra.
Conocí al infeliz al que vistieron de nazareno (a hostia limpia) por arrojar al asfalto panfletos que resultaron ser publicidad de la tintorería que iba a abrir en breve. Al comisario le bastaron tres para que el desgraciado de turno se comiera el marrón de un atraco. Y cuatro para que el atracador se declarase inocente (gracias por siempre, Alvite).
Claro, que de esto hace mucho tiempo. Creo que fue el mismo año en que murió un espeleólogo por disparos al aire de las fuerzas del orden.
Ahora me entero de que el juzgado ha avalado la actuación policial a posteriori.
Creíamos que la policía acudía cuando otros te derribaban la puerta. La verdad es que no comprendo esta inversión de papeles ¿Qué pluriempleo es este?
Y yo, que una vez soñé que un Gobierno derogaba una ley represora, me quedo con la sensación de haber soñado en vano y con la cara de los peores días laborables.
Que los de la fiesta merezcan castigo (díganmelo a mí, a mis explotados de sala y de cocina) no debe ocultar el hecho de que se ha generado una situación irregular en la que nos tocará, y cuándo no, perder.
Demasiado cerca del poder están los peores espectros como para que se allane el camino a la pérdida de derechos.
La Constitución, aún hay quien no se ha enterado, es mucho más que el artículo que suspende autonomías. Y demasiados esfuerzos nos han pedido, desde hace bastantes años, a los ciudadanos como para consentir que se aporree el marco que nos convierte en tales. Sin él, las puertas se caen y nos quedamos en meros súbditos.
Aunque si esta va a ser la tónica, me atrevo a sugerir que fuercen las entradas con algo de estilo. Contraten a Jack Nicholson.