El mal llamado 'contrato social': origen de todas nuestras desgracias
Por primera vez en la historia la fuerza bruta se alió con el conocimiento para tomar el control de la humanidad y se produjo el nacimiento de los mitos.
La semana pasada dejamos a los homínidos pastoreando y sembrando, ya un tanto preocupados -si no angustiados- por establecer unas normas mínimas de convivencia y una forma de organizar el trabajo. Atrás quedó el tiempo de esos pequeños clanes, donde las reglas de juego por las que se regían estaban en sintonía con la gran mayoría de las especies que poblaban la Tierra.
Ahora que el troglodita con intelecto desarrollado comienza a lucir taparrabos molones y adornar sus enmarañadas greñas con detalles decorativos, decide que es hora de poner un poco de orden en casa. Así que decide conjugar la tradicional y milenaria fuerza bruta con un cierto reconocimiento a la habilidad o ingenio; en plan: tú siembras, tú cazas, tú recolectas, tú cocinas, tú pastoreas… Y aunque no era un sistema perfecto, mal que bien funcionaba, acreditando méritos a unos y castigando descaradamente a otros porque sí. Porque así de mezquinos somos desde el principio de los tiempos.
En eso, algunos de los mandamases más avezados se dieron cuenta de que unos pocos flacuchos de los que medraban por sus poblados captaban las atención de los unicejos que les rodeaban con inusitada curiosidad. Se informaron y resultó que esos infelices, no sólo sabían explicar algunos de los fenómenos que les acongojaban ¡sino incluso predecirlos! Y tomaron buena nota de ello.
Así fue como por primera vez en la historia la fuerza bruta se alió con el conocimiento para tomar el control de la humanidad y se produjo el nacimiento de los mitos (germen de las religiones). El hombre más poderoso del clan se apoyó en el hechicero, brujo, chamán o sabio de turno y se inventó un rollo metafísico que dejó patidifusos a sus paisanos que, embobados (y más acongojados aún que antes), se plegaron a sus órdenes y deseos sin rechistar.
Los clanes se suman y agrupan en tribus y más tarde en naciones, que se relacionan entre sí, comercian y colaboran, o que se hacen la guerra, o que vuelven a hacerse la guerra una y otra vez casi hasta la extenuación: la peor maldición de la condición humana. Y los gobernantes y sus sistemas de ‘llevar’ a sus respectivos pueblos van tomando diferentes nombres, pero a todos les une indefectiblemente el férreo e incontestable control con que ejercen su poder sobre ellos sin apenas contestación.
Y así transcurren cientos y cientos de años, hasta que en el siglo XVII Thomas Hobbes intenta racionalizar qué ha ocurrido entre los días felices del cazador-recolector y la triste servidumbre de los siervos de la gleba (los más desposeídos entre los desposeídos en el sistema feudal), para intentar comprender en qué momento y por qué razones el hombre perdió el libre albedrío para convertirse en un esclavo de facto.
Hobbes parte de la premisa de que el hombre en su estado de naturaleza (salvaje, para que nos aclaremos) es profundamente egoísta, y lo es porque su instinto le incita a ello en su afán de supervivencia. Célebre es su homo homini lupus -el hombre es un lobo para el hombre-, razón por la que se ve obligado a buscar una entente, un acuerdo que le permita vivir sin temer a sus semejantes: un contrato social. Entiende la necesidad de organización bajo el control de un ente supremo, pues el hombre requiere de leyes y una autoridad que imponga el orden, y por ello bendice ese pacto fantasma.
Poco tiempo después, John Locke sostiene que una sociedad sin gobierno no sería tan mala, pero cree que los hombres conviven mejor organizados en torno a un sistema que vele por el bien común; eso sí, comprometido en balancear los derechos y las obligaciones. Y por último, Jean Jacques Rousseau, parte de la premisa de que el hombre es bueno por naturaleza, asume que el Estado rezuma bondad, y por ello entiende que los gobernantes sólo se preocupan por cuidar de los suyos…
Rousseau no cree que hubiere un contrato social como tal, sino que a lo largo de los años se produjo un largo proceso de socialización que degeneró en el abuso de los poderosos sobre los más débiles y que esta situación debería revertirse con un pacto que respondiera a una verdadera voluntad general.
En definitiva, estos tres grandes pensadores plantearon la existencia de un compromiso (invisible e indeterminado) entre cada individuo y un ente cuya función fuera mitigar sus temores y facilitarle una coexistencia pacífica con sus congéneres. Pero lo cierto es que el paso del hombre de su estado de naturaleza a un estado civil implicaba una ratificación que en realidad jamás se dio de forma individual ni libre, pues la fórmula fue la de consentimiento tácito; vamos, aquello de ‘si no te gusta, pírate’. Y, claro, todos se quedaron. ¿Qué iban a hacer?
Y con esto terminan las pinceladas de pedagogía que, en aras de una cierta contextualización, he creído necesario introducir antes de abordar los asuntos de actualidad que tanto nos preocupan a todos. Hemos crecido escuchando de boca de nuestros padres y abuelos que todos nos regimos por un sistema regulado por el Estado, que vela por nuestros derechos, bienestar y crecimiento personal y colectivo.
Ya… pues yo no recuerdo haber suscrito ningún tipo de contrato con nadie. ¿Dónde está el consentimiento libre de cada individuo? ¿Cómo se define la voluntad general más allá de la teoría o las palabras huecas y mentirosas de los políticos que rigen nuestros destinos desde ese ente llamado Estado? ¿En qué momento nuestras opiniones dejaron de ser determinantes y se redujeron a meter una papeleta en una urna?
La semana que viene veremos cómo ser autónomo en España es una actividad de alto riesgo 😉