El león que no pudo reinar
La realidad de las granjas de leones en Sudáfrica.
No creo que exista un amanecer más sobrecogedor en ningún otro rincón del planeta como el que tiene lugar cuando los primeros rayos del sol bañan, por un instante, los contornos de la sabana africana. Un espectáculo único de vida y color.
Las jirafas se desperezan lentamente y caminan en busca de comida hacia las acacias cercanas. No muy lejos, un grupo de cebras de hipnóticos colores inspeccionan desconfiadas sus dominios, mientras los jóvenes machos se preparan para medirse en nuevas carreras. Una manada de imponentes elefantes despierta junto a sus crías, sacándolas de su letargo tras la larga noche.
En la distancia, la silueta de un leopardo se mece silenciosa sobre la rama de un árbol tras una ajetreada noche de caza; mientras, en el cielo, las águilas levantan el vuelo majestuosas, observando con su prodigiosa vista el paraíso en la tierra.
Suena el despertador en la habitación del hotel en el que me hallo. Un guía me espera para visitar una de las muchas granjas que existen en Sudáfrica destinadas a surtir de mansos leones a inexpertos cazadores procedentes de todo el mundo. El precio por conseguirme la visita es elevado y será repartido entre el guía y el trabajador de la granja que me acompañará en mi recorrido.
Más de una hora después de innumerables baches por un camino polvoriento, el coche se para. Un fuerte olor a abono invade el ambiente; me recuerda a las granjas de cerdos que había en el pueblo donde solía pasar las vacaciones de niño. Se escuchan lo que imagino deben ser rugidos y que, en la lejanía, más bien parecen lamentos.
Una persona me espera en la puerta del centro, ataviada con ropa militar. Se presenta, me da la mano y me acompaña adentro. Tras un recinto vallado, en innumerables jaulas de reducido tamaño, hacinados, se encuentran los leones.
El operario me lleva hacia una de ellas. Hay cuatro animales en su interior, parecen de una misma camada. Mi acompañante me explica que se trata de los machos jóvenes que aún no han desarrollado su melena. Son preciosos. Al verlos prisioneros en esas míseras jaulas, siento una pesadumbre indecible —que ya no me abandonaría a lo largo de todo el recorrido—. Uno de ellos se aproxima a la verja, cruzamos nuestras miradas, en sus ojos lleva tatuada la tristeza de quien ha vivido encarcelado toda su vida e intuye que se aproxima su fin. Me cuesta respirar.
Mi acompañante me muestra otra jaula en la que dos leones adultos, con un inmenso pelaje, están tumbados en el suelo rodeados de sus propios excrementos. Nos miran en silencio, ni siquiera rugen, parecen entregados al fin que les espera.
Más allá, tras las rejas, una camada entera de leones muy jóvenes corretea entre ellos, solo desean jugar. Algunos se acercan, aproximo mi mano a una distancia prudencial, no hay nada que temer, ellos solo desean olerme.
—No te preocupes, no te harán daño. Son más gatitos que leones —me dice el operario. —Voy a enseñarte algo que te gustará, espera aquí —añade.
Enseguida aparece con dos cubos llenos de pedazos de carne. Abre la puerta y me indica que le siga. En el interior de la jaula los pequeños leones nos rodean. El operario llama a cada uno por su nombre, mientras les tira los pedazos de comida. Al terminar, los acaricio lleno de tristeza y pido salir, tengo ganas de vomitar.
—Voy a enseñarte algo—, me dice de nuevo.
Un león de imponente melena, duerme tumbado. Frente a mí se erige un trípode similar a los utilizados en fotografía.
—El morirá hoy —sentencia. Ya está arreglado. Justamente desde donde yo me encuentro es desde donde disparan a “las piezas”. Le pregunto: ¿cómo funciona la caza? Algunas personas utilizan escopetas, y otras, arcos —contesta. Algunas —las menos— saben disparar; pero generalmente él es el encargado de dirigirlos y decirles cómo apuntar y dónde hacerlo —añade.
Tras una pausa me cuenta que, a veces, a los cazadores más inexpertos les tiemblan las manos, ansiosos ante la idea de dar muerte a un animal tan grandioso. Quieren hacerle el mayor daño posible, cuanto más sufra este, más disfrutarán. El operario me explica que, en ocasiones, cuando el león está ya herido de muerte y él les dice que no disparen más, ellos continúan disparando, presas de la excitación, no pueden dejar de hacerlo.
Agradezco la visita y pido irme. Necesito salir de allí. Algo a lo lejos llama mi atención. Al acercarnos el olor es nauseabundo; rodeados por unas vallas de madera, un numero indeterminado de esqueletos de leones y de otros felinos se secan al sol, atados a postes y clavados al suelo como si fueran lápidas de cementerio. Su destino será Asia, donde sus restos son muy apreciados y se pagan bien.
El guía me espera en el jeep, tiene ganas de hablar, se le ve contento, pero a mí me cuesta responder a su conversación, solo deseo alejarme de allí, encontrarme de nuevo en mi habitación. Cuando llegué, vomité y lloré, llevado por la rabia y la tristeza.
Un pedazo de mi alma se rompió ese día y comprendí que lo que acababa de presenciar marcaría un antes y un después en mis recuerdos sobre África.
Para quien desee acompañar la lectura de este articulo con la música que sonaba de fondo mientras lo escribía, os dejo a continuación el enlace.