El laboratorio del cambio
Para cualquiera que conozca la historia de Polonia y de Ucrania, toda esta solidaridad aún resulta más sorprendente.
Vuelvo de Polonia ahora mismo. Quería ver cómo ha cambiado a este país el haberse convertido en la primera línea de la retaguardia de la guerra. Quería sentir cómo estaba la situación, cómo se estaba viviendo el conflicto, qué pasaba con los refugiados ucranianos. He hablado con gente de todo tipo: arquitectos, escritores, funcionarios del gobierno, jubilados, estudiantes. Algunos que conozco desde hace muchos años, otros a los que he encontrado
ahora.
Hablo con Daniel Odija en Słupsk. Es una pequeña ciudad al norte, cerca del mar. Daniel, uno de los escritores polacos que más aprecio, ha escrito unas novelas en las que describe con precisión los dolorosos cambios de la provincia polaca tras el fin del comunismo. En sus primeros libros, Słupsk es una ciudad oscura, en decadencia, con fábricas cerradas, patologías sociales, drogadicción y una cierta violencia. Así la conocí yo también hace más de veinte años. Daniel y yo charlamos ahora en un café-librería amplio y luminoso, fundado hace unos años por una mujer que, tras hacer dinero en Varsovia con una start-up de internet, decidió volver a su tierra y crear algo nuevo. A nuestro alrededor, la ciudad está ahora reluciente. Antiguos edificios recién restaurados, museos imponentes, calles limpias y renovadas que quedarían bien en Estocolmo o Copenhague. Por supuesto, como en la España de mi juventud, en todo figura la tablita azul de la Unión Europea. Puede que esto explique en parte que hoy día Polonia sea el país de la UE con mayor aprecio por la unidad europea. Y ello pese que desde hace años gobierna un partido populista, nacionalista y antieuropeo. La divergencia entre el desafuero de las opciones políticas y la sociedad, es una muestra más de la capacidad de resistencia y reinvención de los polacos.
En Varsovia todo está lleno de recordatorios de la guerra. Al parecer, en dos meses, la población se ha incrementad do en un treinta por ciento—aunque luego ha ido cayendo, con las reemigraciones—. Los cafés tienen los precios rebajados para los refugiados ucranianos. Hay carteles en los que se ofrece trabajo, escritos en ucraniano o ruso. Hay puntos de ayuda en estaciones, estadios, escuelas. Personas privadas y asociaciones brindan lecciones de polaco gratis. Por todos lados se escucha y se ve a los refugiados. Poniendo la oreja, les escucho sobre todo hablar ruso. Me da la sensación de que quienes habían venido del oeste de Ucrania, que son los que hablan ucraniano, se han vuelto ya a su zona, he preguntado a algunos. Han alcanzado la confianza de que su ejército no va a permitir a los rusos ocupar esa parte de Ucrania. Por eso quienes quedan son los del este, quienes más han perdido. Muchos han
tenido que volver a huir después de escapar del Donbas tras la invasión de 2014. Las veo llegar a la estación, mujeres con niños, cargadas de maletas, seguras de sí mismas pero mirando precavidas hacia todos lados.
No es un fenómeno nuevo. Daniel me cuenta que en su ciudad la llegada de los ucranianos en los últimos diez años lo ha cambiado todo. Antes de la guerra, antes de la invasión de Crimea, los ucranianos se habían puesto en marcha hacia Polonia. Buscando trabajo y mejores condiciones, han revivido, revitalizado y enriquecido las ciudades polacas. Pocas veces he visto tan claro los beneficios de la inmigración como aquí. La confluencia de la llegada de sangre nueva con los fondos europeos han dado la vuelta a Polonia. Habrá que ver—Daniel me lo cuenta expectante— cómo cambia el país con esta nueva oleada.
La ayuda a los refugiados es una tarea privada. La sociedad polaca se ha volcado de forma absolutamente increíble: gente normal y corriente que comparte sus propias casas con mujeres y niños a los que no conocían antes. El gobierno apenas aporta nada, anclado en su nacionalismo absurdo, en su xenofobia. Las ONGs que ayudan a los ucranianos son las mismas que han resistido los ataques del gobierno del PiS para que la sociedad polaca no ayudara a los refugiados de Siria o Afganistán Es el mismo gobierno que las ha criminalizado durante años y que les cerró toda posibilidad de actuar en la frontera, al declarar una ley marcial contra todo derecho internacional. Estas ONGs no olvidan a los refugiados de peor suerte. En los puntos de ayuda hay siempre una sección para “Refugiados no UA”, no ucranianos. Para los pocos que pueden cruzar la frontera.
No solo organizaciones. También personas normales y corrientes. Natalia y Mikołaj dejan su trabajo por unos días para ir con su propio coche a la frontera y recoger refugiados. Voy al teatro y, en la pausa, los actores bajan y hacen una colecta para dos familias de ucranianos que tienen viviendo en unas dependencias del teatro. Veo introducir billetes en las huchas hasta que ya no cabe ninguno más.
Para cualquiera que conozca la historia de Polonia y de Ucrania, toda esta solidaridad aún resulta más sorprendente. Hay una larga serie de estereotipos y prejuicios negativos entre los dos países. En Ustka, una pequeña ciudad junto al mar, Edward y Krystyna, dos jubilados, me cuentan acerca de la forma en que ha cambiado esto. Edward proviene de lo que ahora es Ucrania, fue enviado al sur de Polonia con su familia cuando, tras la Segunda Guerra Mundial, la Unión Soviética ocupó un tercio del estado polaco de entreguerras. Su pueblo fue entregado a la República Socialista Soviética de Ucrania y ellos tuvieron que emigrar. Fueron “repatriados” a una patria que, en realidad, no habían conocido nunca, en una forma muy parecida a la que ahora el ejército ruso está deportando a la Rusia profunda a los habitantes de Mariúpol y otras ciudades ucranianas ocupadas.
Para los polacos, la parte occidental de Ucrania son los “Kresy”, los espacios fronterizos que forman parte de la mitología histórica polaca. Eran territorios en los que en las ciudades vivían polacos—y judíos— y en el campo los ucranianos, trabajando para los “Panes”, los señores feudales polacos. Lo que para los polacos es una romántica leyenda fronteriza, inmortalizada por la literatura y el cine, para los ucranianos es el recuerdo de una opresión de siglos, de la constante experiencia de ser ciudadanos de segunda en su propia tierra. Ese sentimiento explotó bajo la ocupación alemana durante la segunda guerra mundial, cuando los nacionalistas ucranianos del Ejército Rebelde Ucraniano, la temible UPA, llevaron a cabo una política de limpieza étnica que acabó con la vida de cien mil polacos (y de ucranianos que se enfrentaron a los nacionalistas).
Esta tragedia—a la que las fuerzas de autodefensa polacas respondieron con otra masacre, de menor entidad— junto con la memoria del pasado colonial polaco sobre Ucrania ha dejado una huella importante en las relaciones entre los dos pueblos. Nacionalistas de ambos lados han intentado utilizarlo. Cuando, tras el 24 de febrero, los refugiados ucranianos empezaron a llegar a Ucrania, algunos nacionalistas polacos, en pueblos de la frontera, atacaron a algunos de ellos. La propia sociedad polaca paró estas agresiones radicalmente. No hay nada de esto ahora. Solo solidaridad. Que no se sabe cuánto durará, pero que, en cualquier caso, ha cambiado—quizá para siempre— las relaciones entre los dos pueblos.
Pero Edward, que tuvo que salir de niño de Ucrania, me cuenta las historias familiares. En ellas hay todavía un respeto y un cariño a Ucrania—un tanto románticos, sí— que es el mismo que ha surgido en la sociedad polaca en los últimos meses. Las cosas han cambiado en toda Europa. Pero Polonia es—claramente— el laboratorio de ese cambio.