El juego del calamar, la falsa libertad y la independencia de los ricos
Cuatro enseñanzas que nos ofrece El juego del calamar y también una solución para el mismo
El Juego del calamar se ha convertido en la serie más vista de la historia de Netflix en un momento en el que el 1% de la población acumula más riqueza que el 99% restante y en el que tan solo 62 personas tienen la misma riqueza que 3.600 millones de personas. No es por casualidad. Los coreanos ya leyeron bien el signo de los tiempos y acertaron con Parásitos, una película de Bong Joon-ho (ganadora del Oscar a mejor película) en la que los ricos se tapaban la nariz cuando se les acercaba un pobre. Ahora han vuelto a dar en el centro de la diana con El juego del calamar, de Hwang Dong-hyuk, en la que los ricos no es que se tapen la nariz frente a los pobres, sino que directamente los utilizan como juguetes para divertirse. En este artículo desgrano cuatro enseñanzas que nos ofrece El juego del calamar y también una solución para el mismo. Aviso, hay spoilers escasos sobre la serie pero abundantes sobre el mundo en el que vivimos. Empecemos.
La historia comienza acompañando a Gi-hun, el personaje principal, en un día de su vida. Es un tipo que genera rechazo. Vive mantenido por su madre, le gorronea todo lo que puede y lo poco que tiene lo malgasta en casas de apuestas. Además, por si fuera poco, también descuida la relación con su hija de 10 años a la que ni siquiera es capaz de regalar algo decente el día de su cumpleaños. Gi-hun es un mal ejemplo. Es alguien que nunca querríamos ser. Está claro que tiene una mala vida, y él lo sabe perfectamente. A pesar de todo, su mirada refleja que es consciente de que las cosas no están bien y que tiene que hacer algo. No puede seguir por el mismo camino.
Tras una serie de desaventuradas desdichas Gi-hun se encuentra con un misterioso personaje trajeado que le ofrece participar en un juego. Para captarlo utilizan el dinero. Y esto será una constante a partir de ese momento. El dinero lo es todo en esta serie. Motivo de todos los problemas y al mismo tiempo de todas las soluciones. Gi-hun acepta meterse en la boca del lobo a cambio de la promesa de un jugoso premio, no tiene mucha más alternativa. Una furgoneta misteriosa le pasa a recoger y Gi-hun ve que en el interior hay personas dormidas y un desconocido enmascarado que conduce. Es algo raro, pero la necesidad de ganar dinero es superior a sus dudas, entra en la furgoneta y es drogado como el resto para hacer el viaje. Todo por la pasta.
Gi-hun despierta en una gran sala junto a cientos de desconocidos. Ha perdido su nombre, ahora simplemente es el jugador número 456. Ha perdido su identidad, su individualidad, ahora simplemente es un número que va a participar en un juego que todavía le es desconocido. Un vistazo rápido por todos los jugadores arroja una misma conclusión: nadie está ahí para pasárselo bien. Todos están por necesidad. Necesitan ese dinero que les han prometido. Están dispuestos a participar en un juego que todavía no conocen con tal de ganarlo e intentar arreglar sus vidas. Lo común de esa sala es la necesidad. La ausencia de dinero que provoca vidas desestructuradas y reacciones desesperadas como la de subirse a la furgoneta de un desconocido para jugar a un juego misterioso.
Al principio todo parece bastante inocente. Los colores abundan, la estética es incluso infantil y el primer juego parece una broma. No es otro que el famoso “escondite inglés”. Un juego de niños que consiste en que el conductor del juego canta una canción de cara a la pared mientras los jugadores avanzan sigilosamente hacia la línea de meta. Cuando el conductor acaba de cantar y se gira todos deben permanecer quietos. Si alguien sigue moviéndose pierde la partida y queda eliminado. Parece inocente y sencillo. Lo parece hasta que el primer eliminado no es tachado de una lista. Es literalmente eliminado. El juego se transforma en cuestión de segundos en una deformación macabra de lo que en un principio parecía ser. Perder en ese juego implica perder no solo el premio final, sino también la vida. El juego resulta ser una masacre. Tan solo sobrevive la mitad.
Es entonces cuando se produce uno de los momentos más macabros (y explicativos) de la serie. Los organizadores del juego, todos bien enmascarados, plantean ante los supervivientes que este juego es absolutamente voluntario y que, en el caso de que una mayoría decida parar de jugar, el juego termina y todos vuelven a casa. La masacre es voluntaria, nadie está ahí a la fuerza. Se produce una votación y, de manera bastante ajustada, gana la opción de acabar el juego y volver a casa. Es un momento duro porque muchos de los jugadores votan a favor de continuar con el juego. Acaban de ver como sus compañeros eran brutalmente asesinados cuando perdían, les ha salpicado su sangre, han vivido un auténtico infierno en vida, pero la alternativa no es mucho mejor. Fuera de ese macabro juego solo les esperan las deudas y vidas de mierda. Por eso muchos prefieren permanecer en el juego e intentar ganar un jugoso premio, aunque se jueguen la vida en ello.
Se plantea la ficción de una decisión libre. Pero no lo es. Nadie puede decidir libremente cuándo vive en la miseria. Nadie que tuviese una posición de vida decente aceptaría volver a someterse a un juego tan macabro en el que incluso puedes perder la vida. Pero los participantes no tienen nada fuera. Solo deudas, miseria y ausencia de oportunidades. Como en la vida misma, nunca hay elección libre si la alternativa es la miseria. Esa es la lógica por la que aceptamos trabajos de mierda, tragamos con cosas imposibles y aceptamos humillaciones de nuestros jefes. Porque no hay alternativa. Nadie con una vida decente aceptaría esas condiciones. Pero por desgracia hay demasiada gente sin esa vida decente. Por eso la gran mayoría acaba volviendo. Se vuelven a meter en la boca del lobo y todo vuelve a comenzar. Ahora ya nadie está sin saber de qué va El juego del calamar. Todos saben lo que se juegan, la vida. Todos saben lo que pueden ganar, un premio millonario. Un premio millonario que realmente es un ticket hacia una vida mejor sin deudas ni preocupaciones. El resto de juegos siguen siendo macabros y descabellados y el fallo se sigue pagando de la misma forma: con la vida. Aun así la mayoría sigue participando. No tiene más alternativa. Es conseguir el premio o continuar con una vida miserable.
La cosa no termina ahí. En un determinado momento los organizadores del juego fomentan el enfrentamiento entre los jugadores. Permiten que se maten entre ellos, que se agredan, que se pisen y que intenten reducir el número de contrincantes. Son desgraciados despedazándose entre ellos con tal de conseguir el premio final. Son el último eslabón de la sociedad enfrentándose entre ellos mismos para quedarse con la promesa de un premio. La viva imagen del último contra el penúltimo. Es entonces cuando nos enteramos del motivo de este juego: los que miran. Hay una casta selecta de millonarios que se dedican a mirar las pruebas. Las disfrutan mientras toman champán, comen uvas y reciben masajes. Cientos mueren y ellos ríen, hacen apuestas y disfrutan del espectáculo. Ahí abajo está la peble, asesinándose entre ellos, mientras arriba están los millonarios mirando como se pelean por un premio que han juntado a penas rascándose un poco los bolsillos. El juego del calamar es una cruda metáfora de nuestros tiempos. Los perdedores de nuestra sociedad viven vidas miserables, repletas de infelicidad, deudas y ausencia de alternativas. Mientras tanto, unos pocos se enriquecen infinitamente con esa desigualdad. A los perdedores se les plantea una decisión que maquillan como libertad. “Eres libre de cogerlo, pero si no lo coges te mueres de hambre”. Y con esa falsa decisión libre los ricos siguen exprimiendo a los pobres mientras miran desde arriba como se pelean por las migajas que les sueltan voluntariamente.
¿Pero qué lleva a esa casta de millonarios a financiar y disfrutar un juego tan macabro? La realidad es que, tanto en la serie como en el mundo cotidiano, los millonarios cada vez viven más independizados de la sociedad. Viven desapegados de cualquier país y bajo sus propias reglas. Residen en urbanizaciones privadas apartadas del resto de la gente, asisten a sus propias fiestas privadas, tienen sus propios códigos y jamás se juntan con personas que no sean de su estatus. Y por supuesto no tienen más patria que su propio bolsillo. De facto se convierten en una especie distinta, con su propio idioma, sus propios códigos y su burbuja de relaciones endogámicas. El dinero los eleva por encima del resto y los independiza de la sociedad. Llega un punto en el que estos millonarios excéntricos se han independizado de la plebe hasta el extremo de haberse independizado también de sus gustos vulgares. Están tan asquerosamente podridos de dinero que todo lo que pueden comprar legalmente ya lo han comprado y todo lo que pueden probar legalmente ya lo han probado. No hay manera de saciar su apetito. Todo se ha vuelto aburrido. Un poder inconmensurable les lleva a buscar sensaciones radicalmente distintas. Y ahí entra El juego del calamar. No es otra cosa que una forma de buscar sensaciones nuevas, un nuevo peldaño en la sensación de control sobre las vidas de los pobres a las que no dan más valor que la de bufones de usar y tirar que les entretienen. La independencia es total y la crueldad es total. Son clases privilegiadas tan separadas del común de los mortales que incluso se independizan de lo que el común de los mortales entendemos como diversión.
Al mismo tiempo, comenzamos a comprender que Gi-hun no es el golfo que parecía al principio. Descubrimos que su vida desgraciada no viene de ser un irresponsable, sino de una ausencia de oportunidades y de un panorama laboral ruinoso. Gi-hun trabajó en una fábrica de coches que acabó cerrando por culpa de unos directivos codiciosos e irresponsables. Los trabajadores organizaron huelgas, ocuparon la fábrica y resistieron la represión de la policía. Fue durante una de esas duras jornadas de protesta que Gi-hun vio morir a su mejor amigo durante una carga policial. Tras eso se quedó sin nada. Sin trabajo, sin casa y sin futuro. Su familia se desmoronó y a partir de ahí todo fueron problemas. Esta perspectiva nos ayuda a comprender que es imposible juzgar a nadie sin conocer su trasfondo. Es muy sencillo achacar la culpa al individuo, espetarle que no se esforzó suficiente, que es un mantenido y un vago por decisión propia. Pero la realidad siempre es más compleja y, en el caso de Gi-hun, acabamos viendo como es una doble víctima del sistema. Primero lo desecha como trabajador y luego lo humilla como juguete para un juego de ricos.
En definitiva, el juego del calamar nos ofrece cuatro enseñanzas de gran actualidad: La primera es que no hay decisión libre cuando la alternativa es la miseria. La segunda es que los pobres se pelean entre ellos por las migajas que les ofrecen los culpables de su miseria. La tercera es que los millonarios están en proceso de independizarse de la sociedad hasta extremos delirantes. La cuarta es que es imposible juzgar situaciones individuales sin fijarte en el plano estructural. Y finalmente, la pregunta definitiva: ¿Cómo se podría haber detenido El juego del calamar? Desde luego la solución no pasaba por infiltrarse e intentar solucionarlo por la vía criminal como hace el policía. Eso no surte efecto y es una reacción a la desesperada. Para terminar con ese macabro juego habría hecho falta algo mucho más sencillo pero mucho más radical: un sólido estado del bienestar, con impuestos altos para las grandes fortunas, una amplia redistribución de la riqueza e incluso instrumentos como la renta básica para que nadie estuviese tan jodido como para tener que aceptar someterse a un juego perverso como ese. Nadie estaría atrapado entre la espada y la pared como para tener que meterse en una locura de esa magnitud. El juego del calamar no existiría con un estado del bienestar fuerte. Y, por fortuna, esos millonarios independizados de su sociedad tampoco. ¿Queremos evitar un juego del calamar en la vida real? Ya sabemos qué hacer.