'El idiota', actores al servicio de una delicada fragilidad
Tiene El Idiota, versión de José Luis Collado de la novela del mismo título de Fiodor Dostoyevski que se puede ver en el Teatro María Guerrero del Centro Dramático Nacional (CDN) , muchos valores para gustar. Pero nada como sus actores del primero hasta el último. Entre todos son capaces de crear un mundo compacto y coherente en la diversidad de caracteres y personalidades de sus personajes y contar una historia intensa, rusa. A lo que se añade esa pátina de lo que se llama teatro-teatro. Vamos que se trata de teatro del de toda la vida, de texto, nada de performance, experimentación, ni autoficción (un término tan popular que ya sale hasta en Dolor y Gloria, la última peli de Almodóvar). Lo que en términos generales el gran público se espera cuando se sienta en una butaca teatral.
Es esa esperanza la que el espectador satisface con una historia tan potente como esta. Con su trama y su complejidad. En este caso la llegada de un príncipe idiota que desde la niñez ha vivido apartado de la sociedad en un asilo por su supuesta idiocia y que no ha conocido mujer. Su llegada trastoca la sociedad por la simpleza con la que dice las cosas, lo directo que es, sobre todo, en la forma de expresar sus afectos y de ser desprendido con la hacienda y los beneficios. Una forma de ser que pone de manifiesto la hipocresía social, lo no dicho, lo que se esconde en poses, frases complejas, incluso, con argumentaciones filosóficas.
El supuesto idiota quiere a dos mujeres a la vez que son el yin y el yang socialmente hablando. Y no puede dejar de amar a una para amar a la otra. Una poco experimentada en el amor pertenece a la familia que ha estado gestionando muy interesadamente el patrimonio del príncipe mientras el internamiento. La segunda una querida, la amante con experiencia de un ricachón que la compró con apenas 14 años convirtiéndola en una socialité de la época admirada y prejuzgada a partes iguales.
Para contarlo se ha elegido cierta complejidad escenográfica. Como ese marco que se mueve en el fondo del escenario, esos focos dirigidos al espectador, esa (hay que reconocerlo, magnífica y bonita) lámpara del salón de baile, los cortinones de la casa de Rogozhin. Una escenografía y una tramoya a la se recurre menos a medida que avanza la obra, incluso se la llega a apartar. El olfato teatral de Gerardo Vera, el director, no podía dejar de darse cuenta que con el trabajo actoral era suficiente, que la actitud, presencia y forma de decir el texto de los actores hacía aparecer salones, escribanías, chimeneas, cuartos vacíos y fríos.
Aunque lo más importante es ver cómo en esa sociedad rusa opulenta, que no bebe menos que champán y mueven dinero a manos llenas, en proceso de cambio, estos actores construyen la fragilidad humana. Esa fragilidad humana tan sensible a unas cuantas pocas palabras. Las que te hacen saber que te quieren y te hacen sentir amado. Tan dolorosas cuando las dice la persona equivocada y tan gozosas cuando vienen de la persona amada. Palabras que permiten ponerse el mundo por montera y que no tienen precio aunque cueste decirlas. Palabras que debiendo conjurar cualquier dolor o daño para el ser amado, por pequeño que fuera, van y lo provocan.