El hijo de Estela Raval
No, mi madre no era como la de las canciones: una señora mayor, cargada de recuerdos, con el pelo blanco, los ojitos de novia y la cara de azucena. Entonces yo desconocía su nombre pero, cuando todavía yo no sabía leer, creía que mi madre se parecía a ella, a la vocalista de Los 5 Latinos. Buceo en mi memoria y la veo así, joven, sonriente, divertida, con la falda de vuelo, delgado el talle, y cantando mientras fregaba o barría: siempre, quiéreme siempre, tanto como yo a tíííí...
A mi padre le gustaba también la música. Todavía lo veo afeitarse en el espejo canturreando uno de los primeros éxitos de Raphael: cada cual acaricia todavía, un poquito del tiempo que paso, como aquel, como tú, como yo. Ella, sin embargo, sabía meterse más en el papel. Conscientes o no, los dos sentían en esa primera época del matrimonio una debilidad por las canciones dedicadas a las madres, quizás porque ambos las habían perdido en apenas año y medio. Y en la música de los sesenta, como en las décadas precedentes, la figura materna no estaba lejos de la vejez y el luto. Nadie en su sano juicio describiría a su madre como era la mía, alegre, guapa y con unas ganas locas de comerse el mundo. Por eso, me estremecían las historias dedicadas a mujeres que yo imaginaba como a las abuelas que no había llegado a conocer, ya ancianas y con un pie en el otro barrio. Tanto, que todavía me cuesta seguir el patetismo de la agonía de La Mamma en la voz de Aznavour.
A medida que el pop se afianzó en nuestras vidas, las mamás rejuvenecieron; no mucho, sólo un poco. La mía, también. Nuestro ídolo fue entonces Jean Jacques Bortalaï, un casi adolescente que representó a Mónaco en el Festival de Eurovisión de 1969. La letra de la canción la adaptó al castellano José Manuel Vidal Zapater, uno de los dueños de la discográfica Hispavox y abuelo del talentoso Lucas Vidal. Mamá, mamá, un bello sueño tuve ayer/mamá, mamá, que sólo a ti te contaré./Íbamos los dos en un gran barco de vapor/del que yo era capitán, hacía el país de la ilusión. Fue su único éxito y debo confesar que llegué a tomar un poco de manía. Durante años no tuve forma de quitarme de encima al repelente niño francés. Era como si viviera con nosotros. Para despertarnos, para viajar, para celebrar un cumpleaños, para todo servía su disco. Con el tiempo Jean Jacques abandonaría los escenarios y se dedicó, con más fortuna según parece, al rugby. No sé cómo habrá envejecido. Un día de estos tengo que buscar su foto en Facebook.
La adicción a la música terminaría por llevarme a una efe-eme en la que todavía sobrevivían los discos dedicados. Había tres fechas en el calendario en las que el estudio se llenaba de sobres con la dedicatoria y los veinte duros que se cobraran por la emisión: la festividad de la Virgen del Carmen, la onomástica de Inmas y Conchitas en diciembre y, cómo no, el día de la madre. La de Manolo Escobar medía las fuerzas con la de Antonio Machín, ambos llamaban madrecita a sus progenitoras. De cerca, las perseguían las de Juanito Valderrama, Raphael, Richard Clayderman, que no tenía letra, y hasta aquella, la del hijo toxicómano, que inspiró a Víctor Manuel.
La historia que entonces me parecía más cercana era la que acababa de publicar José Luis Perales, el cantautor que quizás mejor ha sabido retratar la vida cotidiana de la mujer española de clase media en los setenta y ochenta. Los niños,/que un día cambiarán/de casa y de mantel,/cuando aprendan el arte de volar,/cuando se haya escapado su niñez./y te visitarán por Navidad,/si es que les queda tiempo... Una verdad como un templo, que diría la mía. A finales de esa década, los ochenta, las madres se habían liberado de muchos tópicos en las letras de las canciones. Trabajaban, conducían, y hasta habían probado a divorciarse. Quizás los pioneros de ese movimiento de liberación habían sido Pecos, (sus componentes insisten mucho ahora en que al nombrarlos no se utilice el artículo), Ricchi e Poveri, ABBA pero también Rocío Jurado, con el pellizco de Algo se me fue contigo, y, por supuesto, Martirio o Vainica Doble que bien advirtieron que tanto cuidado/tanto cariño/estropea al niño.
Algo de eso debió ocurrir conmigo. Quizás no se lo haya dicho nunca, pero le debo a aquella mujer que cuando cantaba me recordaba a Estela Raval, la inolvidable vocalista de Los 5 Latinos, que haya pasado la vida entre canciones y libros. Si, ahora que ella tiene ya más de ochenta y se pelea a diario con la muleta, tuviera que imitar a alguien para dedicarle una canción en agradecimiento, elegiría, sin dudarlo, el soneto que Serrat escribió a la suya en 1974: Si el horizonte es luz y el rumbo un beso, /no es que no vuelva porque te he olvidado,/es que perdí el camino de regreso, mamá.
Eso sí, con un nudo en la garganta.