El hermoso legado de Akilisi Pōhiva, el hombre que luchó y lloró por el clima
Un lamento que viene de un hombre de aspecto adusto, acostumbrado a ser un David enfrentado a Goliats.
Akilisi Pōhiva, el primer ministro del Reino de Tonga, un pequeño país en desarrollo de Oceanía del área conocida como “Amazonas de los mares”, ha fallecido dejándonos un valioso legado que invita a reflexionar sobre la grave falta de compromiso global en la lucha contra el cambio climático.
Recientemente, a pesar de su mala salud, asistió a la Reunión del Foro del Pacífico en Funafuti, Tuvalu, encuentro en el que derramó lágrimas por la pasividad del mundo ante el avance del cambio climático, consciente de lo urgente de la situación. Sobre todo, para países que, como el suyo, son más vulnerables a los efectos adversos del cambio climático.
Para Tonga y otras muchas pequeñas naciones, luchar para detenerlo lo significa todo. Es supervivencia, evitar incluso que el mar los borre del mapa. Una urgencia cuya percepción para los habitantes de la región del Pacífico es otra gran lección para la humanidad, pues el reloj del calentamiento global no perdona, y la ciencia no deja de advertirnos que llegamos tarde.
La interiorización de esa urgencia, probablemente, sea también la razón por la que, aun enfermo, Pōhiva no dejara de asistir a la Reunión del Foro del Pacífico, y en ella abogara fuertemente por la acción sobre el cambio climático, así como el motivo de que se conmoviese por el testimonio de unos niños afectados.
Teniendo en cuenta que la emoción es rara avis en política, tal manifestación de humanidad, espontánea y llena de significado tiene un gran valor. Más, si cabe, tratándose de una cuestión como el cambio climático, que, a la hora de la verdad, resulta indiferente para la opinión pública. Sus lágrimas, sin embargo, son pura empatía. Nos hablan de salvar la vida humana y no humana, especialmente de los sin voz.
Son lágrimas que denuncian con contundencia el grito sordo de los países pobres, sin influencia a nivel geopolítico para cambiar el curso de las cosas; la tristeza de la naturaleza, sometida a la infame dominancia de un crecido homo sapiens que a punto está de serrar la rama sobre la que se sienta.
Son lágrimas que, en suma, ponen en su lugar lo importante que es preservar la vida, salvar la aún rica biodiversidad de su país, de su región, del planeta. Un lamento que viene de un hombre de aspecto adusto, acostumbrado a ser un David enfrentado a Goliats, con una dura historia de lucha por la democracia, que se enfrentó a un estado ferozmente monárquico y superó con éxito desafíos políticos en favor de una mayor igualdad social.
El destino quiso que, poco antes de su muerte, este gran defensor de los derechos humanos, que también lucho por el clima de forma denodada, hablara al mundo con el corazón en una fría reunión climática. Sus lágrimas por la pasividad global ante el avance del cambio climático fueron un gesto que podría hacer más por el planeta que la larga retahíla de frías e inservibles reuniones climáticas que se han sucedido a lo largo de los últimos años.
Esperemos que las lágrimas de este anciano estadista, curtido en mil batallas, que nunca dejó de ser un activista lleno de ideales, tengan mejor destino que las del replicante Batty en el mítico final de Blade Runner. No tanto por lo increíble que sus ojos vieron y sintió su corazón, sino deseando que esos momentos no se pierdan en el tiempo, como lágrimas en la lluvia. Porque, aunque la cuenta atrás galope, todavía no es hora de morir. Aún estamos a tiempo de no acabar llorando bajo la tormenta climática que se avecina...