El fin de la historia europea de Turquía
BERLÍN - Las palabras del presidente de Turquía, Recep Tayyip Erdogan, tachando a los integrantes del Gobierno holandés de "fascistas" y "retales del Nazismo" en respuesta a la negativa de las autoridades a permitir la entrada en el país del ministro de Exteriores turco, no son más que el último ejemplo de la tensa relación bilateral entre Turquía y Europa.
Hace solo un mes Erdogan ya acusó a Alemania de seguir llevando a cabo "prácticas nazis", después de que a un ministro turco se le prohibiera hacer campaña en Alemania. Resulta que el incidente tuvo lugar un año después de que la Unión Europea llegara a un acuerdo con Ankara relativo a los refugiados. A posteriori, el pacto podría llegar a concebirse como el punto final de la historia europea de Turquía: el momento en el que las relaciones políticas de Ankara con Europa llegaran al punto más alto de su evolución.
A lo largo del año pasado, el acuerdo fue fuente de repulsa y de contratiempos. Su objetivo era detener el flujo de los cientos de miles de inmigrantes y solicitantes de asilo que hasta principios de 2016 cruzaban con desesperación el mar Egeo para llegar a Europa siguiendo la llamada "ruta de los Balcanes". Como dijo Donald Tusk, el presidente del Consejo Europeo, seis meses antes de la implantación del acuerdo: "Tenemos que confirmar -en la política y en la práctica- que se ha cerrado definitivamente la ruta de inmigración irregular de los Balcanes occidentales". Las organizaciones por los derechos humanos han cuestionado el pacto en la práctica porque provoca que los refugiados vuelvan a un país, a Turquía, en el que es posible que no estén a salvo y que, por lo tanto, se viole lo establecido en la Convención de Ginebra. El deterioro del ejercicio de la ley en Turquía durante el gobierno de Erdogan, especialmente tras las medidas implacables que siguieron al intento de golpe de Estado de julio de 2016, ha hecho que se cuestione el carácter fáustico de las decisiones de Europa.
Esa percepción se acentúa por culpa de las partes secundarias del trato. Europa accedió a pagar a Turquía 6000 millones de euros para costear el regreso de los refugiados y prometió avanzar las negociaciones para que los ciudadanos turcos viajaran a Europa sin visado. La UE siempre es reacia a ceder ante esta demanda por temor a que los viajeros sin visado provoquen que el mercado laboral europeo se sature de jóvenes turcos en busca de trabajo. Resulta irónico ceder en este aspecto como parte de un trato que simultáneamente bloquea la llegada de miles de personas desesperadas que buscan desesperadamente llegar a un lugar seguro. Desde entonces, se han puesto sobre la mesa multitud de propuestas europeas que toman el acuerdo de Turquía con la Unión Europea como un anteproyecto para pactos futuros con países subsaharianos y Libia.
La balanza de poder en esta relación bilateral se ha desequilibrado drásticamente como consecuencia de este acuerdo. Con la perspectiva de la desaparición de Turquía de la UE, la posibilidad de viajar a Europa sin visado es el mejor premio a los ojos de Ankara, y la mejor baza para negociar de Europa. Muy consciente de los altos intereses, la clase dirigente turca ha exhibido una elevada dosis de riesgo calculado en su política. Semana tras semana, Erdogan amenaza con incumplir el pacto si Europa no cumple con sus promesas en relación con los visados. Esta estrategia recuerda a las artimañas que llevó a cabo hace un año el difunto exgobernador de Libia, Muammar Gaddafi, cuando participó en un acuerdo de inmigración similar al que acaba de obtener Turquía.
Una consecuencia que se está pasando por alto es que el acuerdo de la política de refugiados es, básicamente, un acuerdo alemán: elaborado por un investigador alemán, negociado personalmente por la canciller Angela Merkel por primera vez en octubre de 2015, durante una polémica visita a Ankara, y que finalizó en marzo de 2016 en Bruselas, cuando Merkel engatusó a los líderes europeos para que aceptaran el pacto que conocemos hoy. Como en muchos otros asuntos, Europa está siguiendo como un borrego a la política alemana. A pesar del inquebrantable compromiso de Berlín con la causa europea, otros europeos llevan mucho tiempo sospechando que la política alemana se basa en las prioridades de Alemania, en sus opciones y en sus intereses. El pacto con Turquía surgió porque en el verano de 2015 Alemania tomó la extraordinaria decisión de suspender las normas de la UE, cosa que provocó la llegada de más de un millón de solicitantes de asilo. Como ha pasado con el pacto de los refugiados, ese giro de 180 grados no fue coordinado con los demás socios europeos. Los propios alemanes se han enzarzado en un colérico debate interno sobre el pacto de los refugiados y sus implicaciones éticas y humanitarias. Pero en otros países la reticencia que se asocia históricamente con Alemania y su proyección del poder ha hecho de todo menos evaporarse. La respuesta de Berlín a las críticas por este pacto ha sido bastante hobbesiana: puede que sea desagradable, tosco y útil solo a corto plazo, pero resistirá.
Este pragmatismo con respecto a la percepción alemana de Turquía viene de largo. Merkel se había opuesto a que Turquía formara parte de la Unión Europea desde antes de llegar a ser canciller y de que comenzaran las negociaciones con Turquía en 2005. Por aquel entonces, esa oposición se materializó en forma de una propuesta de "relación privilegiada" con Turquía, a modo de sustituto de una membresía completa: un marco de cooperación de largo alcance sobre la Unión Aduanera de la que Turquía y Europa llevan formando parte desde 1995. Esa relación privilegiada sería para el beneficio de ambas partes y acabaría venciendo al bloqueo que rodeaba al debate existencial, político e institucional sobre si Turquía pertenece o no a Europa.
Dentro de una década, es posible que veamos el pacto de refugiados como la realización práctica de la relación privilegiada. Turquía y la UE comparten un interés común en apoyar el acuerdo, y hay unos incentivos financieros bastante sustanciosos para hacer que funcione. De hecho, merece la pena comparar la difamada suma de dinero que Europa acordó pagar con los costes potenciales de la membresía de Turquía en la UE. Un grupo de economistas liderado por Kemal Dervis y Daniel Gros calculó que la membresía de Turquía le costaría a la Unión Europea un 0,20% de su PIB colectivo. Si se toman las cifras actuales, estaríamos hablando de 28.000 millones de euros. Es posible que los europeos hayan encontrado una forma relativamente barata de salir de este dilema.
¿Y qué hay de las aspiraciones europeas de Turquía? Algunos países europeos como Austria llevan mucho tiempo defendiendo la suspensión de este tipo de negociaciones, pero siempre reciben reprimendas de la mayoría de los europeos, que argumentan que tal suspensión cortaría todos los canales de diálogo entre la UE y Turquía en un momento en el que la mayoría necesita que haya comunicación. Pero concebir desde el punto de vista existencial la cuestión de que Turquía sea miembro o no de la UE es hipócrita; resumiendo, el proceso de expansión lleva mucho tiempo sin estar en el meollo de la relación Europa-Turquía. En su lugar, la tarea clave para Europa es separar las negociaciones de adhesión, que pueden continuar de manera simbólica, desde el pacto de los refugiados, donde es posible que se produzca algún avance significativo. Para la UE, esto supone ser muy estricto con las condiciones del acuerdo y prepararse para recular si no se cumplen las condiciones. Es el mismo mecanismo que se aplicó en relación con la exitosa política de ampliación de Europa, un proceso que ha perdido fuelle porque el premio principal estaba fuera de alcance. Pero los incentivos del pacto de los refugiados están muy claros y ahí es donde puede volver a funcionar la maquinaria de la condicionalidad. Por ejemplo, en los últimos meses, las estrictas condiciones impuestas han evitado los avances en las negociaciones de los visados debido a que Ankara se negara a suavizar su legislación antiterrorismo.
Dejando a Turquía a un lado, es posible que este acuerdo resulte ser también el punto final de la historia europea, al menos en lo que a sus aspiraciones de política exterior se refiere. Antes, el proceso de ampliación representaba el cénit de la ambición y la capacidad de la UE para llevar sus cambios internos a los países de fuera de la Unión, pero hoy en día es la representación de su parálisis. En vez de eso, el pacto de los refugiados ha demostrado un nuevo pragmatismo y un cierto realismo en los acuerdos externos de Europa. Ha dejado de ser un intérprete normativo y transformador en la práctica, y ahora es un actor más cínico y transaccional: especialmente después de lo turbulento que ha sido 2016, esta sería una buena aspiración para Europa.
Este artículo fue publicado originalmente en 'The World Post' y ha sido traducido del inglés por Lara Eleno Romero.