El feminismo moderno y las pequeñas cosas necesarias
La palabra feminista es incómoda, y lo es porque describe no sólo un movimiento político, sino también una perspectiva sobre la cultura en que vivimos y, sobre todo, la férrea estructura social que sostiene a nuestra época. De manera que ser feminista— o declarase como tal, sin medias tintas ni tampoco matices al respecto — conlleva un riesgo. O, mejor dicho, un enfrentamiento directo con la percepción de lo femenino contemporáneo, sus implicaciones y limitaciones históricas. El feminismo evade cualquier explicación sencilla y se sustrae de cualquier análisis que desmenuce sus objetivos es un esquema de valores. En otras palabras, se trata de una reflexión evidente y consecuente sobre lo que la mujer puede ser y lo que puede aspirar. Una visión sobre la identidad del individuo — y su percepción colectiva — aún incompleta, desprovista de elementos esenciales y lo que es aún peor, de profundidad.
Es un conocimiento que no puede olvidarse una vez que se aprende. Hace años, una de mis parejas decidió que nuestra relación no podía prosperar por mis ideas políticas. Viviendo en un país tan complejo como el mío, la idea de “política” tiene mucha relación con la identidad, e incluso con la manera de percibir tu relación con la realidad. De manera que no entendí muy bien a que se refería, hasta que me explicó que se trataba — cómo no — de mi percepción sobre los derechos de la mujer.
— No se puede estar siempre pendiente sobre qué lesiona tus derechos y qué no — me dijo, con cierto aire de tedio que me dolió más que cualquier otra cosa —porque algunas ideas siempre serán las mismas y nadie las podrá cambiar.
Por supuesto, no me sorprendió en absoluto su punto de vista. Era un hombre muy consciente de su masculinidad. En un país como el nuestro, la percepción sobre lo viril y su circunstancia suele ser compleja, relacionada de manera directa con la forma en la que se analiza la libertad intelectual, moral e incluso económica. Cuando empezamos a salir, me dejó muy claro que era “el hijo consentido de su madre”, que sabía que sólo debía pedir para recibir de inmediato atención maternal. Por supuesto, en Venezuela la cultura que favorece el privilegio masculino es común y se normaliza por completo. Pero no lo sabes — o no lo notas — hasta que comienzas a comprender las implicaciones de la manera en que se educa a un hombre. En cómo afecta y lesiona esa visión sobre el “macho vernáculo” cualquier planteamiento sobre igualdad y comprensión del otro. No lo entiendes, hasta que te encuentras en mitad de una diatriba constante, agotadora, tan agresiva que te asfixia en muchas maneras secretas y sutiles. Hasta que debes enfrentarte a esa idea para defenderte a ti misma.
No es que se tratara de un hombre agresivo. De hecho, hasta el último día de nuestra relación le consideré el hombre más amable imaginable, el más amoroso. Pero también estaba esa otra interpretación de las cosas, esa noción binaria sobre lo que el hombre y la mujer deben ser, como un peso cultural a cuestas del que pocas veces podíamos desembarazarnos. Y estaba en todas partes: en las cosas simples de la relación, en la forma con la que nos mirábamos uno al otro. En esa percepción de lo que éramos en medio de esa ecuación simple del hombre y la mujer tratando de convivir juntos. No es algo sencillo en una cultura como la mía, tan obsesionada con los roles y cánones, tan convencida de esa cierta arbitrariedad de decidir qué es lo correcto y lo que no. Con una sociedad empecinada en que la normalidad es sólo una cosa y sólo así debe percibirse. En indicarte el camino a seguir.
Al principio, fueron pequeñas cosas: las peleas burlonas por decidir la película del sábado, las escaramuzas fugaces sobre quién debía pagar la cena. Eso podía soportarlo, de hecho lo hacía con enorme buen humor. Pero después, todo pareció hacerse más complejo: el hecho insistente de imponer una opinión sobre otra. Las cada vez más frecuentes peleas por ideas y planteamientos contradictorios. “Una mujer es distinta a un hombre y por tanto, ambos avanzan de manera distinta en la relación. El hombre lleva la iniciativa”, llegó a decirme, en medio de una acalorada discusión sobre el futuro de la relación. Sentí un sobresalto muy claro, un escalofrío helado que me dejó sin voz.
— La relación es tan tuya como mía. Y tengo el mismo derecho que tu de tomar decisiones, de insistir sobre mi punto de vista.
No era la primera vez que nos enfrentábamos por algo semejante. Pero sí fue la primera vez en que asumí que algo grave estaba ocurriendo. Que no se trataba de percepciones distintas sobre nuestra relación, sino de algo más profundo. De algo más doloroso y muy relacionado con su punto de vista sobre quién era yo y como afectaba eso nuestra relación. Me recuerdo muy claramente, de pie en mitad del pequeño salón de su apartamento, con una sensación de pequeña tragedia que me dejó agotada y entristecida.
— En otras palabras, ¿debo aceptar algunas cosas sólo por el hecho que soy una mujer? — le pregunté. Y lo hice esperando lo negara, que aquel hombre inteligente, sensible y moderno me explicara que no se debía al género, sino a la disparidad de nuestras personalidades, incluso de nuestra opinión sobre el mundo. Pero no lo hizo. Se quedó de pie, mirándome con expresión levemente horrorizada.
— ¿Por qué odias a los hombres? — repuso. Lo dijo como si de verdad lo creyera, como si todas las respuestas a nuestras interrogantes y preocupaciones fundamentales tuvieran una directa relación con esa idea, con esa percepción. Sentí que la garganta se me cerraba con un nudo amargo.
— ¿Cómo supones algo así?
— Todo a lo que re refieres es que tienes derecho porque eres mujer. Que debes hacer esto y lo otro, porque nadie te puede decir qué hacer o cómo pensar. Como si no entendieras que las cosas no son tan simples, que una relación tiene su ritmo. Que las cosas son así.
Sentí como si recibiera un golpe tan fuerte que me dejara sin aire. Ya no se trataba de pequeñas disparidades de criterio, sino algo mucho más esencial, más profundo y sin duda irreparable. Y aunque la relación terminó unas semanas después, tuve la sensación de que ese día había ocurrido una ruptura dolorosísima sobre algo muy concreto: mi necesidad de ser comprendida como individuo. De encontrarme en igualdad de condiciones con la persona con quien compartiría mi vida.
No es algo sencillo de asumir. En los meses posteriores a esa conversación me pregunté muchas veces si él tenía razón, si pasaba buena parte de mi vida enfrentándome a algo invisible, a una idea difusa que nunca podría comprender en realidad. Una percepción sobre mí misma irregular e incluso dispareja. ¿Realmente era tan importante ese micro feminismo, como lo llamaba en ocasiones? ¿Esa lucha cotidiana y diaria que daba a diario por reivindicar ciertas ideas tan específicas que en ocasiones parecían incluso simples puntos de honor? No lo sabía y, en esa disyuntiva, me encontré preguntándome otra vez sobre el ideal del feminismo, su objetivo.
— El problema del feminismo es que no es algo que culturalmente se asuma como una lucha válida — me dijo M., una de mis profesoras en la universidad y la persona que más había insistido en brindarme una percepción objetiva sobre lo que el feminismo podría ser — es decir… ¿por qué luchan las mujeres que militan en la idea? Por equilibrio, equidad e inclusión. ¿Cómo le explicas eso a un hombre que toda su educación está dedicada y sostenida sobre la idea que es superior, más fuerte y sobre todo, mucho más competente que la mujer? ¿Cómo le contradices cuando cada elemento social está hecho para apuntalar esa idea? No es algo sencillo de asimilar.
El feminismo es algo más que una posición política. Es una convicción sobre ideas que trascienden el ámbito personal y tienen una definitiva influencia en lo que se asume justo y sobre todo, imprescindible para construir una visión sobre el mundo más justa. Y esa versión de la realidad la que le otorga su valor esencial. Después de todo, me digo con frecuencia en medio de debates y análisis incompletos sobre la igualdad, todos somos partes de una interpretación sobre el mundo que aspira a algo mucho más profundo, valioso y preciado que la evidente. Una mirada esperanzada hacia el futuro que construimos a diario. O así lo espero, al menos.