La menstruación sale del armario
Para buena parte de la cultura occidental, menstruar es un tabú, tanto que incluso se le considera motivo para la exclusión.
La escena es más o menos así: pronuncias la palabra “menstruación” en voz alta y de pronto la habitación donde te encuentras parece contener la respiración. Tus contertulios intercambian miradas cargadas de intención y habrá quien deje escapar un carraspeo de puro desagradado. Después de todo, ese tema “no se toca”. No se trata de algo “saludable” y mucho menos “agradable”, así que quienes te rodean te lo hacen saber con esa ligera censura social que nadie sabe muy bien en qué consiste en realidad.
Me ocurrió hace poco, cuando me quejé en voz alta de un insoportable malestar menstrual. El pequeño grupo que me acompañaba me dedicó miradas inquietas y finalmente, un conocido intentó explicar el clima de incomodidad que había provocado mi comentario.
— No creo que sea momento para comentar eso — me dijo en voz baja— , es algo privado.
— Es un padecimiento físico.
— Sí, pero… no hay necesidad de que nadie sepa que lo sufres.
La conversación es real y es la variación de docenas de otras parecidas que cualquier mujer ha soportado durante su vida. Y es que se trata de un prejuicio que abarca una multitud de variaciones muy semejantes entre sí: desde el sobresalto por la mera mención de la palabra “menstruar” hasta la obligación de ocultar los síntomas de lo que puede resultar un malestar invalidante e insoportable para una buena parte de las mujeres. Ya lo vivió Lena Dunham, actriz y escritora, luego de atreverse a hablar por primera vez en público de su sufrimiento debido a la endometriosis: encontró que sus explícitas descripciones sobre un padecimiento que aqueja a millones de mujeres en el mundo eran recibidas con rechazo e incluso vergüenza por un público asqueado. En varias entrevistas, se quejó de que su relato — vívido y que sin duda refleja una experiencia común de muchas pacientes con síntomas similares — había sido recibido con desagrado por el mero hecho de transgredir ese silencio que se impone sobre el cuerpo femenino. Una especie de resistencia persistente a la que toda mujer se enfrenta, contra la que lucha y la mayoría de las veces claudica en algún momento de su vida.
Esa ignorancia sobre lo que ocurre en el cuerpo de la mujer — física y emocionalmente — durante la menstruación es quizás uno de esos terrenos sociales en los que nadie profundiza lo suficiente. Y es debido, sin duda, a la insistencia que se trata de un “mal femenino”, como si menstruar fuera en realidad el estigma bíblico que por siglos fue la única explicación plausible a un ciclo biológico corriente. Para buena parte de la cultura occidental, menstruar es un tabú, tanto que incluso se le considera motivo para la exclusión, el prejuicio y la crítica. Una especie de guerra sin cuartel hacía un proceso biológico que forma parte de la vida cotidiana de más de la mitad de la población mundial.
Menstruar, ese proceso biológico que ha sido catalogado desde misterioso hasta profano a través de la historia, pertenece a un límite sobre el universo femenino que la sociedad obsesionada por lo masculino intenta ignorar. Lo hace con tanta habilidad que para la mayoría de las mujeres menstruar es un suplicio médico antes que cualquier otra cosa, que les hace perder la confianza o tener percepción saludable sobre su propio cuerpo.
Puede parecer una postura primitiva o retrógrada, pero no lo es. Aún en la segunda década del siglo XXI, hablar sobre la menstruación está mal visto. Para buena parte de la cultura occidental — y no digamos la oriental — menstruar es un acto confidencial, que debe ser convertido en un secreto vergonzoso con el que hay que cargar una vez al mes. Sólo hay que mirar a nuestro alrededor para comprobarlo: en la televisión, el cine e incluso los libros, nunca se habla de la mujer que menstrua. El tema parece vedado, disimulado en unas cuantas líneas de comedias que se presumen de mal gusto y alguna que otra trama con argumento pretendidamente feminista. Para ambos extremos, la menstruación es una idea excesiva, poco popular y no digamos digerible. De manera que se disimula. ¿Quién ha visto a alguna de las actrices de moda de la meca del cine menstruando? ¿Se las imaginan siquiera? ¿Qué ocurre con los personajes femeninos del cine y la televisión que parecen no sólo no sufrir de un malestar tan común sino estar libre de cualquiera tipo de incomodidad parecida? Hermosas, de buen humor, nada parecido a la imagen cotidiana de la mujer que sufre por dolores misteriosos que el espectador promedio no comprende y de los que no quiere saber, tampoco.
Pero vamos más allá: ¿Cómo comprende un mundo masculino el cuerpo de la mujer? ¿Qué se le enseña a un hombre sobre un proceso netamente femenino que por siglos fue considerado obsceno y casi repugnante? ¿Qué espera nuestra cultura machista y que idealiza a la mujer a conveniencia que haga la mujer que menstrúa? Toda mujer lo ha vivido alguna vez: se le exige que se ocupe de mantener su período como un secreto vergonzoso, esforzándose por no demostrar cólicos, dolores, malestar, irritaciones e hinchazones varias. Que se esfuerce porque ni una furtiva mancha de sangre se escape para dejar muy claro que no es el ideal que la cultura espera ni el objeto de lujuria inmaculado que, según nuestra cultura, debe ser. Que oculte que es una mujer, como cualquier otra, que atraviesa un proceso natural que cada mes hace que su cuerpo reacciona, se transforme, sufra una serie de pequeños malestares. Trato de imaginar a cualquiera de los hombres que conozco lidiando con la idea y, con dolorosa frecuencia, no logro hacerlo. En mi mente, veo a ese hombre genérico paralizado, incómodo y ofuscado por el simple hecho de pensar que la mujer que le acompaña pueda sufrir algo tan vulgar como la menstruación.
La imagen mental me hace recordar el caso de la poetisa Rupi Kaur, que tuvo el atrevimiento de publicar en su cuenta de Instagram un par de fotografías donde se le veía dormida llevando un par de pantalones de franela manchados por unas gotitas de sangre. La escena se repetía en una imagen de su cama, también manchada por lo que presumiblemente era menstruación. No hay desnudos directos o sugeridos, tampoco algún tipo de material que pueda ser considerado ofensivo, grosero o algo semejante. Sólo unas manchas de sangre tanto en la ropa como en las sábanas de la artista. La propia autora hizo hincapié en su visión casi íntima de la imagen y sobre todo, su cualidad de documento de ensayo y denuncia. “Esta fotografía es parte de una serie publicada en mi web que tiene el objetivo de desmitificar la menstruación”, explicó en su perfil de Facebook. Una obra de arte que intenta mostrar lo que casi nunca se muestra sobre el universo femenino.
Pero Instagram no pareció muy satisfecha con el mensaje, y mucho menos con el intento de la poetisa por construir una idea sobre el período menstrual más cercano de la realidad que a incomodidad que suele producir el tema. Sin entender el mensaje tácito de la imagen, la red social la eliminó y dejó claro que de alguna manera misteriosa, la imagen infringía sus políticas sobre lo que puede o no publicarse a través de su herramienta. “La hemos borrado porque no cumple las normas de la comunidad”. Sin más detalles, Instagram dejaba muy claro que la menstruación — o mejor dicho, un par de gotas de sangre sobre la tela de un pantalón — resultaba tan ofensiva como un desnudo frontal, imágenes de extrema violencia o incluso, documentos visuales que incitan al odio. Sólo por ser ese pequeño secreto incómodo que nadie quiere mirar.
Rupi Kaur no se quedó callada y trasladó su protesta a Facebook, donde dejó un manifiesto muy claro sobre lo ocurrido: “Gracias Instagram por darme la respuesta que motivó mi trabajo. Habéis borrado dos veces mi foto alegando que va contra las normas de la comunidad. No me disculparé para no alimentar el ego y el orgullo de una sociedad misógina que prefiere ver mi cuerpo desnudo pero no acepta una pequeña mancha. Sobre todo porque vuestras páginas están llenas de imágenes de mujeres, muchas de ellas menores, cosificadas, sexualizadas con intenciones pornográficas y tratadas como algo menos que seres humanos. Gracias”.
Como por mera coincidencia, hace unos meses se difundió en algunas salas de cines norteamericanas el documental La luna en ti de la eslovaca Diana Fabiánová. El metraje lleva un sugerente subtítulo: Un secreto demasiado bien guardado, y es que de hecho la pieza, analiza desde varias perspectivas ese misterio incómodo que suele ser la menstruación. Una mirada profunda a ese condicionamiento sobre el cuerpo de niñas y mujeres que no sólo parece crear límites y restricciones en la manera como se comprenden así mismas, sino además, como el mundo las comprende a ellas. La directora del documental profundiza en temas que casi nunca se tocan, como la insistencia de madres alrededor del mundo de insistir en que la menstruación debe esconderse como algo vergonzoso — “ningún hombre debe saber nunca cuándo estás menstruando”, llega a decir una de las entrevistadas a su hija menor de edad — sino también esa sensibilidad mundial que obliga a esconder lo obvio. El documental, además, se enfrenta a esa idea dicotómica del cuerpo de la mujer: por un lado objeto sexual y por el otro, una visión durísima y cruda que lo castra emocional y físicamente para conservar esa noción de lo bello y lo ideal. “Una mujer deseable no menstrua”, comenta un entrevistado a la cámara de Fabiánová. “O si lo hace, no nos importa”.
Por supuesto, a ninguna mujer le sorprenderá un mensaje semejante. Ya a estas alturas lo habrá escuchado por si misma alguna vez. Hablamos de una sociedad patriarcal, una cultura que por tradición disminuye e infravalora a la mujer. Una visión moral y casi religiosa que tacha a la mujer de pecadora, tentadora, débil y frágil. Nada personal. Nada que sea otra cosa que una tradición que se perpetúa y que en ocasiones resulta tan desconcertante como dolorosa. Una visión sobre el cuerpo de la mujer que resulta cuando menos humillante y más allá de eso, abrumadora.
No hay conclusiones para una idea semejante. Tal vez, demostrar otra vez esa común — pendenciera y agobiante — que suele tenerse sobre el universo femenino. Otra de tantas, me digo preocupada. Una breve visión sobre la realidad desigual que toda mujer debe enfrentar con más frecuencia de la que quisiera admitir.