El efecto 'boomerang' de la abstención
El Brexit y la calamitosa victoria de Trump son claros ejemplos de cómo la falta de participación afecta a la ciudadanía.
El domingo se juega la final de la elección presidencial francesa: Macron- Le Pen. Un duelo bis repetita, porque el de 2017 se repite en 2022, aunque la foto final puede ser diferente.
Tradicionalmente, la noche de la segunda vuelta de las elecciones presidenciales francesas a las ocho de la tarde, en un momento de solemnidad casi teatral, aparece en las pantallas de los hogares la foto del vencedor. Hace cinco años, en 2017, Macron logró, como se esperaba, la victoria con más de 30 puntos de ventaja sobre Marine Le Pen. Pero este año, todos, los franceses y los europeos, vamos a contener la respiración segundos antes de conocer el resultado. Porque, esta vez, la posibilidad de que la extrema derecha se instale en el Elíseo es real. La participación o, mejor dicho, la abstención, podría ser clave.
El contexto político, social y económico ha cambiado mucho en estos últimos cinco años y ha frenado el afán reformista de Macron, que ha tenido que lidiar con las huelgas convocadas en contra de sus planes de reforma de las pensiones y las violentas protestas de los “chalecos amarillos”, contrarios a la subida de impuestos a los carburantes y el alto costo de la vida. Además, su mandato se ha visto trastocado por la pandemia de la COVID-19, a la que ahora se ha sumado la guerra de Putin. Una guerra que ha sacudido los mercados globales y cuyas consecuencias afectan directamente al bolsillo de los ciudadanos franceses, que ven desorientados cómo su poder adquisitivo sigue cayendo por esta acumulación de crisis que ha disparado la inflación y, en concreto, los precios del combustible y la energía.
A nivel sociopolítico, las disparidades económicas y sociales entre las zonas urbanas y rurales explican la polarización política que ha barrido prácticamente del mapa electoral a los partidos tradicionales, que ya no son vistos con capacidad de resolver los grandes problemas que preocupan a la ciudadanía. El Partido Socialista, que gobernaba hasta 2017, obtuvo apenas un 1,75% de los sufragios, mientras que Los Republicanos, el partido histórico de la derecha moderada, apenas alcanzó el 4,78%. Ambas fuerzas políticas, en caída libre desde 2017, junto con Los Verdes, que obtuvieron tan solo un 4,63%, a pesar de las múltiples manifestaciones de jóvenes en las calles contra el cambio climático, se enfrentan ahora, además, a una grave crisis económica, que puede ser su puntilla (a nivel nacional, porque aún tienen un poder local importante), ya que el Estado francés no reembolsa los gastos de campaña a los partidos que no alcancen el umbral del 5% de votación. Es la evidencia de que están al borde de la quiebra y que deben tomar conciencia de que los partidos pueden morir.
A la polarización política, que se manifiesta también en la mejora de los resultados de Emmanuel Macron y Marine Le Pen en la primera vuelta respecto a 2017, se suma también la desafección entre partidos y votantes. Una tendencia que no ha dejado de aumentar en los últimos años y que explica por qué los cuatro primeros candidatos en la primera vuelta (Emmanuel Macron, Marine Le Pen, Jean-Luc Mélenchon y Éric Zemmour) no proceden de procesos internos de elección realmente democráticos, sino que alrededor de sus figuras se han construido las plataformas políticas.
Y como resultado de todo ello, el trasvase natural de votos se ha trasladado de los partidos tradicionales al partido de izquierda radical, Francia Insumisa, con el 22%, que es el nuevo árbitro de estas elecciones. Mélenchon, al contrario que Hidalgo, Jadot y Pécresse, que han pedido explícitamente el voto para Macron en la segunda vuelta, ha evitado dar una consigna clara a favor de Macron y solo se ha limitado a pedir a sus votantes que no voten a Le Pen, quien solo tendría el apoyo de Zemmour y otros candidatos soberanistas menores.
Si las reelecciones son siempre complicadas, en Francia adquieren una dificultad aún mayor, puesto que el tradicional inconformismo del electorado galo castiga a los líderes que se presentan con una mayoría parlamentaria de su color político. Lo han sufrido los expresidentes Giscard d’Estaing, Nicolas Sarkozy y François Hollande. A ello se suma que Macron ha perdido la frescura y el factor de aire nuevo con el que se presentó en 2017. Su promesa la noche de su victoria en 2017 de acabar con la división de los franceses y sumar a su proyecto a los votantes de extrema derecha ha fracasado. Y sus planes de aumentar la edad legal de jubilación y sus políticas económicas, que en los últimos cinco años han incluido importantes reducciones al gasto social y al generoso estado de bienestar francés, han puesto en su contra a las clases más populares, que en buena parte serán clave el próximo domingo.
Si hace cinco años Macron encarnaba la novedad y un nuevo impulso frente a una candidata inexperta en gran parte de los temas, ahora se presenta a los electores con un balance bajo, el brazo lleno de altibajos tras un mandato a prueba de crisis y obligado a ofrecer una estabilidad económica y social que logre frenar las propuestas populistas de su adversaria.
A su favor juega su buen papel a nivel internacional, aunque en las últimas semanas se le ha reprochado que haya priorizado su protagonismo diplomático para evitar debatir con sus oponentes sobre cuestiones de política doméstica. No obstante, en los últimos días está volcándose en la campaña con un mensaje ecologista, directo y claro para atraer el voto de los más de diez millones de votantes que optaron por opciones más progresistas en la primera vuelta y disuadirles de abstenerse o votar en blanco.
Al otro lado del ring está Marine Le Pen, hija y sucesora del histórico fundador del Frente Nacional, Jean-Marie Le Pen. Es la segunda vez que llega a la segunda vuelta y en esta ocasión con un tono más amable y empático. Ha blanqueado su partido (se presenta con unas nuevas siglas, “Rassemblement national”) y su propia imagen para no centrarse estrictamente en cuestiones ligadas a la identidad, la inmigración o la inseguridad, y se ha erigido en la abanderada de los oubliés de la quinta República y en las soluciones mágicas para aumentar los salarios y aliviar el bolsillo de los ciudadanos, pero con el mismo programa nacionalista, antieuropeísta y antiinmigrante.
Aunque rehúye sus amistades más peligrosas, Vladimir Putin o Viktor Orban, y ha minimizado los préstamos concedidos por bancos de estos países, así como los procesos judiciales que arrastra por apropiación indebida de fondos del Parlamento Europeo, sus premisas populistas siguen protagonizando su campaña, aunque esta vez en clave económica, para aprovechar el descontento y sufrimiento de los más vulnerables.
Ayer ambos candidatos en el debate cara cara, otra de las tradiciones de la vida política francesa con audiencias millonarias, tuvieron la oportunidad de confrontar sus programas y su visión de la Francia del futuro. El debate reflejó dos visiones, dos proyectos diametralmente opuestos: el reformismo moderado de Macron versus el populismo disfrazado de extrema derecha sin fundamento de Le Pen o lo que es lo mismo, europeísmo y multilateralismo versus nacionalismo.
Macron, que sigue a la cabeza de los sondeos con el 56,5% de los apoyos frente a los 43,5% de su rival, fue el triunfador de la noche según una encuesta de una de las principales cadenas televisivas, BFMTV, con el 59% de los encuestados. Volvió a hacer gala de sus conocimientos y de su experiencia con propuestas y argumentos detallados, pero no consiguió deshacerse totalmente de su imagen altiva y arrogante que tanto irrita a los votantes de otros partidos, como los de Mélenchon, que pueden ser decisivos.
En el lado contrario, Le Pen, que se había preparado el debate para evitar la debacle de 2017, intentó mostrar una cara más amable, aunque mantuvo una actitud muy defensiva y confusa en su tema de predilección, el poder adquisitivo de los franceses. Una vez más, volvió a erigirse en la representante del pueblo frente a la élite y en defensora de la Francia de abajo contra la de arriba. Y para ello, no tuvo ningún reparo en entrar en contradicciones o incoherencias, haciendo un ejercicio de populismo puro.
También le salió la vena anti-UE con su defensa de la soberanía francesa y sus propuestas, que son una salida encubierta de la Unión. Y pese a que durante la campaña había intentado maquillar sus propuestas migratorias, ayer volvió a resurgir su impronta xenófoba y extremista cuando se tocó el tema de la laicidad y la prohibición de símbolos religiosos en la vía pública, como el velo y la relación entre inmigración y terrorismo. Además, en el ámbito de la lucha contra el cambio climático, un tema que está alejado de sus prioridades, propone salir de los acuerdos de Paris, apuesta exclusivamente por la energía nuclear y fósil y quiere desmantelar los nuevos proyectos de energía eólica y solar.
Su victoria significaría una parálisis de la Unión Europea en un momento de crisis sin precedentes. Aunque ha renunciado a incluir la salida de Francia de la eurozona, promete una reformulación profunda de la relación de Francia con la “dictadura de Bruselas”. Es decir, promete destruirla y boicotearla desde dentro con su concepto de una Europa de “alianza de las naciones”. Un concepto con el que propone volver al modelo de los siglos XVII y XIX, dos de los siglos más cruentos de la historia europea marcados por continuas guerras y que, en el segundo caso, nos llevó hasta la Segunda Guerra Mundial y solo se frenó con la creación de la Comunidad Económica Europea.
Además, su coalición con el flanco de los regímenes iliberales de Orban y Morawiecki impulsará su “reforma” de la UE, que consistirá en retirar competencias a la Unión para devolverlas a los Estados miembros y desmantelar las principales normas europeas, que son la base del proyecto político europeo, como la libre circulación en el espacio Schengen y la primacía del derecho nacional. Le Pen, en una nueva actuación de populismo irresponsable, olvida que Francia no es Hungría, sino que es un país fundador, motor junto con Alemania de la integración europea y, además, una potencia nuclear. Su locura llega hasta la defensa en el plano internacional de una alianza con Rusia y del abandono del mando integrado de la Alianza Atlántica.
El próximo domingo, los 48,7 millones de electores votarán, ya no con el corazón, a un programa, a un partido y a un candidato, sino con la razón o el descontento, o lo que es peor, desde la indiferencia, ya que uno de cada cuatro franceses/as no ha votado en la primera vuelta.
El panorama electoral francés ha puesto en evidencia, una vez más, como ha sucedido con la cuarta victoria de Viktor Orbán en Hungría, que debemos cuidar la democracia. La subida de la extrema derecha en todo el continente y el aumento de la presencia de las democracias iliberales en el Consejo Europeo es un peligro para el Estado de derecho y las libertades fundamentales. Por eso, más que un derecho, es una obligación votar, y la abstención o el voto en blanco es una equivocación. Es un boomerang que favorece el avance de ideologías extremas, que de otra forma serían anecdóticas. Y sobran los ejemplos, el Brexit y la calamitosa victoria de Trump son claros ejemplos de cómo la falta de participación afecta a la ciudadanía, que al final sufre las consecuencias de unas políticas desastrosas y se hunde en el arrepentimiento por no haber votado.
Por eso, el domingo, independientemente del tiempo o de los planes sociales, los franceses deben ir a votar. Porque una victoria de Le Pen pondría en peligro a Francia y a la UE. Si en 2017 Macron arrasó con un 66,10%, mientras Le Pen se tuvo que contentar con el 33,90%, ahora los sondeos se presentan mucho más ajustados y todos los votos son necesarios.
Para recordatorio...
Elecciones 2002: Jacques Chirac 82,21% - Jean Marie Le Pen (padre) 17,79%
Elecciones 2017: Emmanuel Macron 66,10% - Marie Le Pen (hija) 33,90%
Elecciones 2022: ¿? La foto final la conoceremos el domingo a las ocho en punto.