El día que la agricultura condenó a la humanidad
Hasta hace 70.000 años, el homo sapiens deambulaba por el planeta sin ansiedad ni apuros...
Aunque pudiera parecer que el título de este post llama a engaño, no es así. Yuval Noah Harari, autor de Sapiens (una obra muy recomendable e indispensable para cualquier libre pensador), sostiene que el feliz cazador-recolector condenó a sus descendientes al despotismo y la arbitrariedad del estado cuando en el neolítico decidió cubrir su cabeza con un techado, vencer la espalda sobre un arado de forma miserable y ver crecer los cultivos con angustia e incertidumbre. De esas mieses, este hombre infeliz y atormentado que tan bien conocemos todos nosotros.
Hasta ese momento -hace 70.000 años-, el homo sapiens deambulaba por el planeta sin ansiedad ni apuros, desplazándose en pequeños grupos de nómadas que se alimentaban de lo que iban encontrando a su paso. No tenían muchos hijos y, cuando así era, los períodos de gestación y madurez eran muy rápidos, para favorecer la marcha y la dinámica vital de esos primeros homínidos con capacidad de raciocinio. Consumían lo que necesitaban y seguían su marcha. Así, sin más.
Pero un buen día, algunos de estos clanes se detuvieron más de lo habitual en un sitio, y descubrieron la siembra: el génesis de la agricultura. ¡Qué felicidad! -debieron pensar- y se figuraron que eso era tan sencillo como posar las nalgas sobre una piedra mientras esperaban ver brotar frutos y bayas como si fuera el maná. ¡Infelices…! Fue entonces cuando aprendieron a temer, no el presente, sino el futuro. ¿Y si las alimañas se ceban con nuestras cosechas? ¿Y si no llueve? ¿Y si esta cosecha es mala? ¿Y si…?
Y así aprendieron a vivir del futuro, y se olvidaron del presente. Cosechemos más y guardemos para los malos tiempos -susurraban prudentes- mientras se reproducían a un ritmo frenético (alguien tendrá que trabajar el campo cuando nosotros no podamos, se decían ufanos) y los períodos de gestación se adaptaban al sedentarismo, alargándose en el tiempo, mientras el terreno cultivable crecía de forma exponencial, y no por necesidad, sino por el miedo a no poder alimentar a una población que crecía de forma desmesurada.
En estas primeras sociedades agrícolas, ese homínido con capacidad de raciocinio se levantaba al alba y bregaba sin descanso hasta el ocaso, y le costaba conciliar el sueño muchas veces, porque le podía la congoja cuando pensaba qué desgracia podía acontecerle mañana. Curiosamente, otras tribus no cayeron es este burdo engaño, y vagaron durante casi un milenio más por el mundo disfrutando del libre albedrío, recolectando y cazando como lo habían venido haciendo cientos de generaciones anteriores.
A día de hoy todos tenemos más que presente el término sostenibilidad, luego sería bueno significar que los cazadores-recolectores apenas llegaron al millón y medio de habitantes, con lo que los recursos de todo tipo eran abundantes hasta la saciedad; ahora, en apenas un siglo, las sociedades agrícolas decuplicaron su población de largo, adueñándose y dominando la tierra -generalmente prendiendo fuego a vastas extensiones de suelo- e iniciando la domesticación y sometimiento de otras especies (a excepción del perro, que ya acompañaba a los homínidos desde tiempos ancestrales).
Y todo esto está muy bien, pero en el momento en que el homo sapiens apuesta fuerte por la agricultura se encuentra con un nuevo problema: ¿y ahora cómo nos organizamos? Hasta la fecha, los homínidos convivían y cooperaban entre sí en grupos no mayores al centenar de individuos (como el resto de la mayoría de las especies del planeta), siguiendo normas biológicas: vamos, aquello de lo del más fuerte y capaz de cada grupo…
Pero mira por dónde el hombre, cuando desarrolla ese intelecto que le permite situarse en la cúspide de la pirámide trófica, concibe una realidad ‘imaginada’; es decir, deja que la imaginación modele la realidad que conoce (la realidad tangible: el árbol, el depredador, la cueva…) y es capaz de empatizar y agruparse siguiendo conceptos abstractos. Y aquí es donde comenzamos a vivir sometidos a las ficciones que nos gobiernan desde que un bárbaro peludo y unicejo agitaba al viento su mazo en plan machote: mitos, principios, compensación, estados… que terminaron por dar lugar a leyes, religiones, monedas, comercio y estructuras políticas.
Los homínidos inteligentes se organizaron en torno a ‘conceptos’ que sólo existen en su imaginación y no las realidades que conocían desde tiempos ancestrales, como el resto de las especies que poblaban la Tierra. Y consiguen que esa cooperación necesaria dé lugar a un sistema donde la gran mayoría produce y una minoría gestiona en aras del bien común… ¿Os suena esa música tan desagradable…?
Dicho esto, muchos de vosotros os preguntaréis: “Jorge, ¿no ibas a hablar de una infinidad de cosas que nos afectan a todos hoy en día?”. Sí, claro que sí, pero sin contextualización no hay lugar para la definición, y ya os avanzo que la próxima semana os contaré cómo el bruto de la garrota aprende a vestirse con tela y firma algo llamado ‘contrato social’: el origen de todas nuestras desgracias. Y después ya hablaremos de esas muchas realidades que nos perturban…