El derecho fundamental a morir
Tal vez la principal falla de las sociedades patriarcales, neoliberales y progresivamente deshumanizadas que habitamos, es el divorcio cada vez mayor entre el que podríamos llamar «orden dominante» y el que, de la mano de mis maestras feministas, identificaría como el «orden amoroso de la vida». Si analizamos con detenimiento buena parte de los debates que en los últimos años se están planteando en torno a los derechos humanos, a la dignidad o la justicia social, buena parte de ellos podríamos ser atendidos satisfactoriamente si los contemplásemos como hilos que irremediablemente hemos de ir trenzado para configurar ese tapiz que podemos identificar como buen vivir.
Un buen vivir que tendría que ver con nuestra autonomía siempre relacional, con la solidaridad, con los vínculos amorosos que siempre suman y que nos hacen interdependientes, con el principio esperanza como vacuna frente a las distopías. Lo opuesto, por tanto, a las dinámicas depredadoras, individualistas y liberales que tienden a convertirnos en seres a la deriva, en una especie de mercenarios capaces de vendernos al mejor postor, en unos humanos que justamente parece que desconociéramos las raíces de nuestra Humanidad, que son al fin las que nos unen con la Naturaleza. Algo de lo que, por cierto, el ecofeminismo tiene tanto que enseñarnos.
Si asumiéramos esa perspectiva radical, en cuanto que nos sitúa en las raíces últimas de nuestro ser vulnerable e interdependiente, pocas dudas nos cabrían ante la necesidad de garantizar de manera efectiva nuestra dimensión de seres autónomos, el libre desarrollo de la nuestra personalidad del que habla la Constitución, la capacidad de autodeterminación consciente y responsable que nos hace personas únicas. Una capacidad que se nos debería reconocer, por supuesto, hasta el momento último de nuestra existencia, que debería extenderse por cualquiera de los caminos que transitamos, empezando por aquellos que tienen su origen en nuestro cuerpo. Esa carcasa que es siempre frágil, vulnerable y limitada. Un cuerpo que no es una máquina para la producción o para la explotación por otros, sino la herramienta mediante la cual nos construimos precarios pero libres, únicos pero acompañados, racionales pero también emocionales.
Por todo lo anterior, me resulta tan complicado entender que ni el PP ni Ciudadanos hayan apoyado la reciente apertura en el Congreso del debate que habrá de llevar a la despenalización de la eutanasia. O no, porque bien mirado esta tendencia a no escuchar lo que pide el corazón de las gentes, a dejarse llevar por dogmas que poco tienen que ver con la democracia, o simplemente a poner trabas a todo lo que contribuya a nuestra emancipación y, por tanto, nos libere de ser domesticados, encaja perfectamente con el programa político de unos partidos que miran más al orden dominante que al amoroso de la vida. Y aunque el propósito es todavía limitado, porque lo esencial sería llegar a una ley que garantizara como un derecho fundamental el de continuar siendo autónomos en el momento final de nuestras vidas, me parece una conquista que al fin este tema durante tanto tiempo invisible se haga presente en el debate político.
Hace ya muchos años, y ante la experiencia del padecimiento de un ser querido que nos dejó justo cuando tenía la edad que yo ahora tengo, escribí que garantizar el derecho a morir con dignidad, a elegir cuándo y como poner fin a una vida de la que solo nosotros somos dueños, no era más que un acto de amor. La más hermosa expresión de amor que a mí me gustaría que mis seres queridos me regalaran cuando llegue el momento en que yo sienta que no merece la pena seguir completando renglones. Cuando justamente la dignidad haya abandonado mi vida y los días no sean más que un doloroso simulacro de lo que fueron. Y esta elección no debe ser un ejercicio de misericordia sino un derecho fundamental.
Este artículo se publicó originalmente en Diario de Córdoba
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