El Covid-19 y el terror rojo
En nuestro ámbito lo que ha fallado no es el sistema sanitario público sino su desarrollo unilateral como sistema asistencial.
Una causa y un efecto. Un error y su responsable. Una pandemia y sus culpables. Vamos del castigo de Dios a la búsqueda del chivo expiatorio contra la ciencia y la politica. Luego, sin solución de continuidad, ha llegado la apropiación de los afectados y de los fallecidos como víctimas.
El falso relato de un nuevo terrorismo en que el culpable no es el virus y su transmisión a humanos, sino en singular el Gobierno español, mientras los gobiernos de las CCAA con competencias de gestión, y por tanto corresponsables, las eluden y se suman sin más al sindicato de los inquisidores.
Los que llamaban untadores en la gran novela italiana ‘Los novios’ de Manzoni tienen hoy las caras de nuestros eternos miedos, de nuestras sectas y de nuestros prejuicios. Por suerte para los señalados por el dedo acusador, algo hemos avanzado desde entonces y ya no desplegaremos un potro de tortura en cada plaza de la ciudad para que nos confiesen ‘libremente’ su participación activa en la extensión de la peste.
Basta con que asuman que llegaron tarde, que se equivocaron, que por naturaleza anteponen su ideología a la gestión, y que en consecuencia pidan perdón y se aparten para ser procesados, por la vía penal por supuesto. Por el único poder del Estado libre de mácula.
Así unos, las derechas, gritan que el único responsable es el Gobierno de coalición, con la correspondiente respuesta de las izquierdas, en legítima defensa, sobre la responsabilidad de gestión de los gobiernos autonómicos. Otros, los independentistas, aunque en apariencia desde el lado opuesto pero convergentes en la misma estrategia, señalan a la madrastra España, a la marca de Caín de su incompetencia y la usurpación de sus atribuciones agitando el agravio de un imaginario 155 sanitario. Hasta aquí la lógica ¿dialéctica? de gobiernos y oposiciones.
Sin embargo, después de un accidentado fin de ciclo electoral, con un dextropopulismo crecido, el bipartidismo en la trastienda, las derechas anunciando catástrofes y Aznar denunciando el cambio de régimen, y con el caldo de cultivo de la polarización en plena ebullición, últimamente vuelve el viejo anticomunismo, quizá ya como primera fase del neofascismo en ascenso.
A ello se añaden los efectos de malestar social, el miedo y desconfianza en la política por la declaración inevitable del Estado de alarma, primero para el confinamiento social y luego para la discutida hibernación de la economía, al objeto de frenar la escalada de la pandemia y sus trágicas consecuencias de enfermedad y de muertes.
En este clima enrarecido, el Gobierno ha adoptado la retórica de la guerra frente al enemigo silencioso. Con ello, la desconfianza, la ausencia de diálogo y de colaboración de la derecha, se corre el riesgo de convertir la crítica legitima en mera deslealtad.
La contrarréplica de la derecha traza una escalada de agravio, anticomunismo y guerracivilismo y finalmente la apropiación de los fallecidos y, en resumen, de manipulación del dolor social como ariete frente al Gobierno.
En esta dinámica de ruido y furia, también algunos sectores conservadores, los más sesudos y con más carga de profundidad, comienzan a diseñar su estrategia política de salida, impugnando el modelo de Estado y con ello el Estado del bienestar. Unos desde la nostalgia del centralismo, otros con la retropía del independentismo.
Otros, más selectivos, pretenden que la culpa ha sido del modelo sanitario y de lo público, según ellos, al borde del colapso, porque no supo prever, enfrentar ni paliar los efectos de la pandemia. Como consecuencia, se habría demostrado que ya no somos una de las mejores sanidades públicas del mundo, debido a razones ideológicas del modelo público universal y su organización federal.
La defensa de las izquierdas es que tanto el sistema como los profesionales han respondido con nota, y que si acaso algunas debilidades lo han sido como consecuencia de la gestión de los recortes y las privatizaciones por parte de las derechas.
Eso sí, unos y otros coincidimos insatisfechos con la Unión Europea, que de nuevo pone en evidencia la dificultad de combinar sus instituciones federales con los estados, y sus ambiciones políticas y geopolíticas con el mercado sin proyecto para responder a las emergencias de nuestro tiempo.
Quien se proponía liderar la transición verde frente a la emergencia climática duda, hoy todavía se debate en cómo enfrentar la nueva pandemia, después de fracasar frente a la recesión y asimismo frente a la crisis migratoria.
Pero también hay quien apunta al ‘virus chino’ como algo externo y obscuro. Como en nuestra propia casa a la eutanasia roja o al Estado español. A su gestación artificial como parte de la geoestratégia de gran potencia y de la investigación en la guerra biológica. La teoría de la conspiración en marcha.
Pocos son, sin embargo, los que reflexionan sobre la incertidumbre y la complejidad de la la sociedad de la globalización. Sobre el carácter global de la crónica de una nueva pandemia, no por anunciada más inesperada. Son aún menos lo que lo hacen sobre la complejidad de sus concausas y de sus consecuencias sanitarias, económicas, sociales y políticas, y por tanto sobre la necesidad de respuestas también individuales, locales, regionales y sectoriales, pero sobre todo globales.
Respuestas mundiales alternativas al modelo de globalización del hiperconsumo, a la explotación sin freno del territorio, la hipertrofia de la urbanización y la desertificación y de la movilidad. También sobre la urgencia de una sanidad internacional que garantice el derecho a la salud, con más autonomía científica y una verdadera autoridad institucional de la OMS. En definitiva, una respuesta a la altura de la complejidad en el origen, la transmisión y la virulencia del coronavirus.
Porque empecinarnos en el determinismo de una única causa, la más a mano, bien puede conllevar, éste sí, el error fatal de una falsa solución única, fácil y unilateral. La más obvia es el cambio de Gobierno. Por eso de la culpa, la criminalización y la desestabilización del Gobierno y de su coalición de apoyo. Muerto el perro se acabaría la rabia.
Cabalgando las simplificaciones, otra es la falsa seguridad de la policía sanitaria frente a la salud pública. Después del fracaso de la contención y el posterior éxito de la mitigación, la supresión y el confinamiento, ahora con el desescalamiento vendría el relevo del confinamiento por las tecnologías del control ciudadano mediante el mantra de la universalización de los test, la geolocalización, el confinamiento parcial en las llamadas arcas de Noé y el llamado pasaporte serológico. Un nuevo fetichismo, esta vez de las tecnologías de control autoritario.
En nuestro ámbito lo que ha fallado no es el sistema sanitario público, es verdad que debilitado por los recortes y las privatizaciones, sino su desarrollo unilateral como sistema asistencial, olvidándose una vez más de la Salud Pública como inteligencia sanitaria, del desarrollo de su sistema de información, de las investigaciones y la estrategia epidemiológicas y por ende de la necesidad de recursos humanos, económicos y tecnológicos.
La epidemia ha puesto en evidencia también el carácter unilateral de nuestro desarrollo económico, que ha marginado de nuevo la investigación e ignorado el desmantelamiento y la deslocalización industrial, que de otra manera no nos hubiera situado en la indefensión en materias como los materiales de protección individual, los test y laboratorios o las tecnologías medias de los respiradores mecánicos.
Por otro lado, se ha demostrado que nuestro débil y vicario sistema socio sanitario no garantiza la seguridad, la salud ni la vida digna de nuestros mayores y que, por tanto, requiere una revisión a fondo.
Sin embargo, el corolario distópico del determinismo es de nuevo la apropiación de los fallecidos por la pandemia y la obsesión casi morbosa por su número y circunstancias. Una perspectiva profética catastrófista, que no científica ni política sobre la preservación de los vivos más vulnerables. Porque ante concausas globales y efectos complejos, el reparto de responsabilidades y la pretensión de patrimonialización de los muertos es una suma cero. Solo sirven para abundar en el cainismo político pero no para la rectificación o la recuperación. Porque, en definitiva, las responsabilidades y las alternativas solo pueden ser compartidas, y los fallecidos son solo de sus allegados. Con ello, continúa el descenso de nuestra política por los últimos círculos del infierno de Dante.