El arte de pasear… en tiempos de la COVID-19
¿De dónde proviene la recomendación de pasear dar al menos 10.000 pasos al día?
Que nadie se encrespe y mucho menos se ofenda si un día mientras camina por la vía pública, con mascarilla en ristre y encorsetada al codo, un transeúnte se detiene, le mira con ojos censuradores y le increpa a voz en grito con un “peripatético”.
No hay que perder la calma, simplemente hay que proseguir el camino con la mejor de las sonrisas, ya que ese término, que etimológicamente procede del griego peripatetikós, puede traducirse como “el que pasea”.
A los discípulos de Aristóteles ya se les conocía en su momento como los peripatéticos, lo cual provenía o bien de la costumbre que tenía el filósofo griego de caminar –peripatein– mientras enseñaba o bien del peripatos –paseo cubierto– del Liceo, la escuela situada a las afueras de Atenas y en donde él instruía a sus alumnos.
Qué tiempos tan diferentes de los actuales. Tan sólo hay que recordar que en la “nueva normalidad”, en la que nos hayamos sumergidos, no sólo sería interpretado de mal gusto el acto de caminar enseñando, sino que hay que, además, hay que mantener la distancia de seguridad en el interior de las aulas.
Pasear es mucho más que avanzar a un paso determinado y en un intervalo de tiempo pactado con uno mismo, es una actividad azarosa, autorreflexiva y que debe conducirnos a un pensamiento deshilachado.
Para el filósofo alemán Walter Benjamin (1892-1940) el paseo es una metáfora de la experiencia, que consiste básicamente en el empleo del tiempo que nos lleva al encuentro de nuestro pasado, de forma que el acto de pasear se convierta, en sí mismo, en un proyecto que nos libere de cualquier otro proyecto.
Los espurios paseantes actuales lo hacen, claro está, sin GPS y con sus sentidos bien abiertos a todo aquello que les rodea, de forma que su figura permanezca imbuida en un cierto romanticismo que rememore al flaneur decimonónico que vagaba por las calles sin rumbo establecido.
Estos paseantes no tienen nada que ver con los “caminantes”, esa profesión no remunerada que ha anegado las aceras de nuestras ciudades. Son pintorescos personajes, de aspecto vigoroso, que se mueven en un atolondrado frenesí, mirando de vez en cuando, y de reojo, a sus relojes inteligentes.
Los paseantes no pretenden alcanzar la reflexión cognitiva, ni el encuentro con su “yo” desabrigado, sino que simplemente aspiran a alcanzar la marca de los diez mil pasos diarios. Así de prosaico.
Diez mil, un número mágico. Muchos de ellos desconocen que esa cifra, hermanada con la salud, es artificial, no está basada en sesudos estudios científicos y que, mucho menos, es una innovación de nuestro siglo.
Para encontrarla hay que echar la vista atrás. Hay que remontarse hasta el año 1964, mientras se realizaban los preparativos de los Juegos Olímpicos de Tokio una compañía nipona comenzó a comercializar el primer podómetro de la historia. El artilugio era muy sencillo, simplemente contaba los pasos que una persona caminaba a lo largo del día.
El mecanismo tenía, eso sí, una limitación, únicamente podía contabilizar diez mil pasos, motivo por el cual la empresa que lo diseñó decidió bautizarle como “manpo-kei”, que literalmente significa que “mide diez mil pasos”.
Sería más adelante cuando un médico japonés, el doctor Hatano, descubrió que existía una mayor tendencia al sobrepeso en aquellos de sus pacientes que tan sólo llegaban a los cinco mil pasos diarios, una asociación que no encontró entre los que alcanzaban los diez mil. De este modo tan azaroso, empezaron las primeras recomendaciones de caminar diariamente diez mil pasos.
Ahora, querido lector, es cuando toca decidir en qué momento ejercemos de caminantes y cuando lo hacemos de paseantes. Eso sí, siempre con la mascarilla situada en el sitio para el cual fue diseñada, nada de patéticos e imprudentes postureos.