El aquí y ahora de Yolanda Morató
Yolanda Morató (Huelva, 1976), profesora universitaria, filóloga, traductora y poeta, acaba de publicar en la Fundación José Manuel Lara un libro bello, afilado y exquisito, titulado Ahora, un conjunto de poemas celebratorios, vitalistas, pero a la vez directos y sin contemplaciones, donde arremete, entre otras cosas, contra la figura de los padres o contra el dardo envenenado de las palabras de aquellos que hieren en las conversaciones más triviales. Morató, que ha pasado por universidades tan prestigiosas como Harvard o el MIT, actualmente imparte clases de filología inglesa en la Universidad de Sevilla, y es una notable traductora que ha volcado al español a escritores como Scott Fitzgerald, Rebecca West, William Plomer, Wyndham Lewis o Georges Perec, con su incomparable Me acuerdo, entre otros muchos. Hablamos con ella de su segundo poemario, recién salido del horno.
Los padres son figuras importantes en Ahora, en su papel de impositores y hasta de manipuladores de la vida de los hijos, pero luego hay un atisbo de comprensión hacia ellos, porque al final nos acabamos pareciendo a ellos. La paternidad sigue siendo un gran tema literario, ¿no lo crees?
La paternidad en su sentido más amplio, no solo el biológico, es un tema constante en nuestras vidas. Renacimiento publicó en 2017 una estupenda colección de poemas en torno a la figura del padre, Tu sangre en mis venas, que reúne a un importante número de poetas españoles que han reflexionado sobre el tema y junto a los que tuve la suerte de participar. Diría que, de manera más o menos consciente, todos nos fijamos referentes. En las páginas de Ahora se exploran las relaciones que establecemos con ellos desde distintos ángulos. Por ejemplo, en el segundo poema del libro, “They fuck you up, your mum and dad”, utilizo el verso de Philip Larkin como título para mantener tirante el hilo invisible que enlaza varios de los poemas de esta colección. El poema de Larkin (This Be The Verse), que es tremendo por su dureza, termina diciendo que es mejor no tener hijos, para así salir del círculo vicioso que crea el ser humano cuando decide pasarse el sufrimiento, como si fuera un testigo, de generación en generación. El propósito de mi libro, sin embargo, invierte el mensaje de Larkin. ¿No sería más sabio comprender que las generaciones no compartimos tiempos por más que ocupemos el mismo espacio? Los tiempos de nuestros referentes y los nuestros se mueven a distintas velocidades y esta falta de sincronización nos produce muchos sinsabores que podríamos evitar si todas las partes fueran más comprensivas, más empáticas y solidarias. De estas tensiones nace mucha de la literatura basada en los conflictos paternofiliales.
El poemario contiene reflexiones interesantes como la no maternidad, es decir, cómo las mujeres que no han tenido niños tienen que verse interpeladas por las que sí los tienen como si fueran menos mujeres. Parece que en la sociedad de ahora hay siempre quien quiere llevar la voz cantante en todo, y que los demás deben doblegarse ante ellos. ¿Era esa la intención del poema?
La literatura nos ofrece la posibilidad de dar voz a quienes no la tienen o no cuentan con suficiente representación. En este poema quería dar protagonismo al grupo de mujeres que menos visibilidad tienen en un mundo en el que la maternidad es un tema de debate constante: quienes han querido ser madres en algún momento y, por problemas de salud, no han podido llevar a término sus embarazos. Este tercer grupo es el que sufre una mayor discriminación y crueldad: ni pueden participar de la maternidad, ni de la decisión de no ser madres y, encima, tienen que soportar las preguntas y comentarios de los distintos sectores de la sociedad. Estos comentarios van de lo puramente humorístico a lo más humillante, pero todos comparten algo: las personas que los profieren no se suelen dar cuenta del daño que causan con su falta de empatía. Como ocurre con todos los debates binarios, con los del blanco y el negro, se termina aplastando al grupo que no puede acogerse a ninguno de los dos extremos.
Hay poemas positivos en los que se dice que hasta de la enfermedad se puede aprender. Es como ver la otra cara de la vida, el reverso. ¿Qué has sacado tú como escritora de la enfermedad?
Por más que queramos esquivarla, la enfermedad forma parte de nuestras vidas. Cuando la vives en carne propia, es un rito de paso, se tenga la edad que se tenga. Desde mi punto de vista, tan malo es glorificarla como erigirse en víctima. Elegí el título de este libro pensando en la importancia que tiene el tiempo en nuestras vidas. La enfermedad te rompe los tiempos y te obliga a replantearte muchas cosas que has ido postergando o relegando a un segundo o tercer plano. A mí la enfermedad me impulsó a publicar. Hasta entonces, todo lo que escribía se quedaba en las carpetas del ordenador.
Hay un tema relevante, que es el eje del libro: la celebración de la vida, el aquí y ahora, el celebrar el momento y lo maravillosa que puede ser la vida. ¿Con el paso de los años vamos apreciando ese “ahora” más que cuando se es joven?
Supongo que no se puede generalizar. Hay gente que se muere hablando del pasado o de las herencias que dejarán en un futuro en el que no estarán, sin darse cuenta de que presente significa regalo y no hay mayor obsequio que el que nos ofrece el tiempo que tenemos en las manos ahora mismo. Me alegra que hayas visto que la celebración de la vida es el eje de este libro. No hay nada más, ni nada menos.
Sin embargo, hay momentos de cierta amargura en el libro, como cuando se dice que hay un momento en la vida en que se alcanza el cinismo irremediablemente. ¿Has alcanzado tú esa fase o es sólo una posición de la voz narradora del poema?
El libro tiene, como has señalado, una voz narradora y narrativa que se alimenta de la experiencia y despega hacia otros territorios. El objetivo de todas estas páginas es que los lectores hagan suyos los poemas y sus historias. Eso es precisamente lo que plantea el poema que cierra, Foto robada. Es curioso, porque la identificación entre el poeta y lo que escribe es algo que nunca trasladamos a otros formatos. Por ejemplo, nunca les preguntamos a los directores de cine o de las series que vemos si esas historias son propias. A mí lo que me importa verdaderamente es conectar con otras personas, que se puedan leer a sí mismas en estos poemas, como a mí me pasa con los poemas y las historias de otros autores.
¿Cuáles son tus influencias como poeta?
Empecé a leer poesía cuando era muy pequeña. En la infancia me bebí todos los libros de Gloria Fuertes publicados por la editorial Escuela Española. Añadí a Pedro Salinas, Juan Ramón Jiménez y Emily Dickinson en la adolescencia. En mis años de universidad leía tanto que la lista sería interminable, pero entre todas aquellas lecturas, las que verdaderamente se quedaron fueron las de autores españoles como Garcilaso, Quevedo y Jaime Gil de Biedma, en español; y las de T. S. Eliot, W. H. Auden, Philip Larkin, Dorothy Parker, Elizabeth Bishop y Anne Sexton en lengua inglesa.
De los poetas actuales, ¿a quién destacarías?
Hay tanta diversidad poética en estos momentos que sería difícil destacar tan solo a unos pocos. Pero si tuviera que elegir por el conjunto de sus voces poéticas me quedaría con Felipe Benítez Reyes, Juan Bonilla, Ana Isabel Conejo y Ocean Vuong. Y aunque haya fallecido hace unos años, también incluiría a Wisława Szymborska, que sigue siendo para mí una poeta actual.
¿Qué tipo de literatura es la que te gusta, más allá de la poesía?
Me gusta todo tipo de literatura. De nuevo, es muy difícil elegir: no discrimino por géneros, edades, países o fechas. Dejando de lado a los clásicos, me encanta la lucidez y elegancia de Zadie Smith, la sutileza y sabiduría de Siri Hustvedt, el arrojo de Chimamanda Ngozi Adichie, la sobriedad de Sara Mesa, el ingenio de Juan Bonilla. Intento leer todo lo que publican. Me encanta leer las selecciones de relatos que reúnen los distintos volúmenes de McSweeney’s y que colecciono desde hace años. He estado suscrita durante varias temporadas al New Yorker y The Believer, donde siempre hay textos estupendos. Y tampoco me pierdo la obra ensayística de Steven Pinker y Naomi Klein.
¿En qué ha cambiado tu forma de escribir y ver la escritura con el paso de los años?
Escribo prácticamente igual que cuando era muy joven: en cualquier momento del día cuando siento la necesidad. Lo que sí he cambiado es la manera de revisar; antes me costaba desprenderme de cualquier cosa que escribiera y ahora borro cualquier cosa que no me convenza del todo. Suelo recurrir a la imagen de la poda para describir este proceso: un árbol que pierde las ramas muertas siempre crece más fuerte.
Otro tema importante: la barrera psicológica y existencial de los 40, que parece que una vez traspasada, hace que la vida se vuelva sosegada y hasta uno admite que pueda pensar de forma muy distinta a como lo hacía de joven. ¿Te ha pasado a ti? ¿Has notado eso al franquear la barrera de los 40?
La barrera de los cuarenta es como estar en la cuarta temporada de una serie que presientes que tendrá unas 7 u 8, o, incluso, si hay suerte, 9. Estás justo en el medio, por lo que tienes los elementos necesarios para estar enganchada y querer ver qué pasa, pero también has conocido ya a unos cuantos personajes y tramas, así que cuentas con ciertos rudimentos para guardar el impulso para cuando verdaderamente haga falta.
Aparte de estos temas, me interesa saber algo más de tu faceta como profesora en la universidad. ¿Qué papel crees que desempeña la Universidad ahora mismo en la enseñanza de la literatura en general?
Creo que en este caso tampoco conviene generalizar. Se habla de lo mal que está la Universidad y, en muchos aspectos, es cierto. En el área de las Humanidades, falta financiación y profesorado joven y sobra burocracia. Sin embargo, como cualquier otra institución, la Universidad está hecha de personas y, como parte integrante de ella, intento que aquellas con las que comparto cientos de horas en las aulas salgan de allí con todas las oportunidades posibles para ser más cultas, más críticas y, en definitiva, más libres. Conozco a muchos profesores que están haciendo lo mismo en sus distintas disciplinas, aunque su labor no reciba el reconocimiento que merece.
Has traducido a más de una veintena de autores del francés y del inglés. ¿Cuál ha sido tu favorito en este proceso y con quién has “sufrido” más al traducirlo por su dificultad o simplemente porque su pensamiento estaba más lejos de ti?
Cuando traduzco no busco identificarme con el pensamiento de ningún escritor, sino interpretarlo según aparece en el texto. Como si fuera el actor que saca sus intervenciones del guion y las transforma en vida nueva en la pantalla, procuro llevar un texto determinado de una lengua a otra para que llegue fresco y, al mismo tiempo, conserve su identidad. En este sentido, siempre es difícil “interpretar” a alguien como Wyndham Lewis, de quien he traducido cuatro libros, porque tiene una prosa endemoniada que ni los propios ingleses entienden en ocasiones. Si tengo que elegir una obra, diría que traducir y editar los ensayos de Mi ciudad perdida (Zut, 2011), de F. Scott Fitzgerald, ha sido una de las mejores experiencias que he tenido. Aunque muchos de los ensayos, inéditos en español hasta que los publicamos, no recibieron demasiada atención, es, desde mi punto de vista, el Fitzgerald más lúcido, ingenioso e inteligente. También he disfrutado mucho con libros como el de Ponsonby, Falsedad en tiempos de guerra. Mentiras propagandísticas de la Primera Guerra Mundial (Athenaica, 2018), que describe con minuciosidad los mecanismos con los que el poder político engañó a los ciudadanos a comienzos del siglo XX. Por desgracia, el tema del libro sigue estando de plena actualidad.