El abracadabra del consentimiento
Como se sabe, si un hombre quiere tener relaciones sexuales con una mujer, lo que procede es obtener su consentimiento. Todo el ritual de la "conquista amorosa" gira en torno a esa premisa: él persevera hasta que ella consiente y le da el sí... aunque sea por hartazgo.
El consentimiento es el abracadabra, la palabra mágica que pone la raya entre una relación sexual aceptable y una violación. ¿Que ella terminó sintiéndose como trapo, utilizada y engañada? ¡Pero si dio su consentimiento! ¿Hubo golpes, ahorcamientos, humillación? ¿Cuál es el problema, si fueron consentidos por ambas partes?
Hay un popular video educativo que nos explica que el consentimiento es como cuando le ofreces a alguien una taza de té y la otra persona responde si sí o si no, así de fácil. Si alguien dice que sí a una relación sexual, voilá, ha dado su consentimiento y ya no hay nada de qué preocuparse.
Lo cierto es que, si queremos entender cuándo una relación sexual en verdad no es problemática, consentimiento se queda corto: es un requisito insuficiente y poco útil para saber si un encuentro sexual es libre y deseado o no. Por supuesto que los actos sexuales en los que no hay por lo menos consentimiento son invariablemente casos de violación, pero eso no significa que, por contra, si hubo consentimiento entonces no fue violación. No. Hay violaciones consentidas. Es esencial entender esto y tenerlo presente.
Las mujeres a veces consienten a muchas cosas que en el fondo no desean o que abiertamente rechazan. ¿Cuántas no hemos salido con un tipo que ni nos gustaba nomás para no hacerlo sentir mal? Las hay que todavía en la actualidad deciden cancelar sus vidas profesionales para que sus esposos no vean amenazadas su autoestima y su jerarquía.
Concedamos que el ejemplo del té (le das una taza de té únicamente si ella dice expresamente que sí quiere té, llamado por eso modelo "yes means yes" o "solo sí significa sí") funciona para casos patentes de falta de consentimiento; ojalá no fuera necesario explicar que una persona en estado de embriaguez o inconsciente no puede consentir a nada (y por lo tanto si una mujer que lleva diez años en coma da a luz significa que un hombre la violó)... pero así estamos.
Y ojalá todos los casos fueran tan simples y llanos. La vida sería más fácil si pudiéramos contar con que si una mujer en un contexto sexual dice con todas sus letras que sí a equis, eso significa que sin lugar a dudas quiere equis.
Pero no. Los hombres pueden conseguir ese sí explícito de mil maneras: con trampas y engaños, con amenaza de violencia, con chantaje emocional, con sobornos. También es un hecho que muchas veces las mujeres dicen que sí pero sin de veras quererlo, y no nada más como resultado de una coacción abierta: también hay constreñimientos internos que las llevan a ceder por vergüenza, miedo, hartazgo, compasión, por creer que es su deber, por no saber si desean o no desean...
Incontables esposas consienten a que el marido las penetre porque se cree que existe algo llamado el deber conyugal (aparte de todas las que consienten por temor a que el señor se enoje y las golpee). No es no, pero sí no siempre es en verdad sí.
Además de esa supuesta obligación de coger siempre que el esposo quiere, en la imaginación de muchos hombres las mujeres les quedan a deber por el simple hecho de haber salido con ellos: piensan que si una chava aceptó una invitación a cenar o dejó que le compraran el boleto de cine y las palomitas, el consentimiento a un intercambio sexual viene incluido en el paquete.
Muchas mujeres también lo piensan, claro (es lo que les han enseñado), y consienten porque es "el precio a pagar". Cierto, no es un consentimiento a punta de pistola, y quizá tampoco sea algo enteramente en contra de su voluntad. Digamos que, más que un "sí" entusiasta, lo que tenemos aquí es un indiferente y resignado "pues ya qué", sin repugnancia pero también sin aceptación gozosa. Triste punto de partida para un encuentro íntimo en el que la tirada, se supone, es que todas las partes implicadas se exciten, se la pasen bien y se den placer las unas a las otras.
Desde antes del modelo de "solo sí significa sí" existía uno, llamado "no significa no", basado en la idea de que si alguien expresamente se niega, el otro debe abstenerse o se considerará violación. Claro, faltaba más. Hasta ahí todo bien, y estaría perfecto de no ser porque, así como no todos los síes son auténticos o libres, por múltiples razones no siempre se tiene la capacidad de decir que no: por miedo, por ser de quienes reaccionan paralizándose, por vergüenza, por sentir que aunque no quieras es tu deber...
Por el otro lado, si necesitas que la persona frente a ti diga que no para saber si la estás violando, significa que 1) no te haces responsable de tus propias acciones y requieres que alguien más te ponga los límites y 2) evidentemente no te interesa lo que ella siente, pues de lo contrario no te haría falta un no explícito sino que te darías cuenta de otras maneras.
Una y otra vez vemos que esto es la norma: en los juicios que llegan a las noticias los jueces se preguntan si la morra dijo que no o, peor, si opuso "suficiente resistencia". ¿Cómo va a ser distinto si está tan arraigada la idea de que el hombre llega hasta donde la mujer quiere? Esas creencias presuponen una igualdad de condiciones entre los sexos y se olvidan de que ellas están sometidas a una serie de coacciones que van de lo psicológico a lo económico. Que algunas tengan la libertad para rechazar una invitación sexual no significa que todas la tengan; por lo tanto, la negativa expresa no puede ser el criterio, so pena de llevarnos entre las patas a quienes, por la razón que sea, no pueden darse ese lujo.
Tendríamos que dejar de preguntarnos "¿Por qué no dijo que no?" y sustituirlo por "¿Qué se hizo para garantizar que no hubiera coacción o coerción?". Dado que no siempre se puede decir que sí o que no con libertad, se requiere un paso intermedio para cerciorarse de que todas las partes realmente querían ese encuentro sexual y aceptaron tenerlo; es decir, asegurarse de que hubo ausencia de coacción o coerción para saber si hubo también, por consiguiente, presencia de al menos cierto grado razonable de libertad.
Si bien esta tarea de confirmar si hay deseo les corresponde en principio a ambas partes, en las relaciones heterosexuales la mayor responsabilidad recae en los hombres, pues, por condicionamiento social, son ellos quienes suelen iniciar los encuentros y quienes estadísticamente son más propensos a cometer agresiones y a utilizar su posición económica para acceder las mujeres. Sin embargo, difícilmente asumirán esa tarea mientras sigan entendiendo el sexo como una relación unidireccional en la que lo único que importa es su placer y sigan creyendo que tienen derecho a obtenerlo a toda costa.
Queda claro, pues, que el consentimiento no funciona por sí solo para demarcar entre una violación y un encuentro sexual no problemático: hacen falta más requisitos (deseo genuino de ambas partes, para empezar), pero pongámoslo a prueba en un caso hipotético especial en el que se cuenta con un indudable consentimiento entusiasta y libre, sin coacción ni coerción alguna: juegos sexuales que suponen un alto grado de violencia. Ambas partes pueden consentir en realizarlos (es justamente el principio del BDSM, práctica para la que también el consentimiento es el abracadabra). Pero ¿qué pasa si alguien muere a causa de daños sufridos durante esos actos mutuamente consentidos (como se nos dice que le pasó a Natalie Connolly a manos de John Broadhurst)?
Los creyentes en el mágico consentimiento están obligados a decir que fue un accidente ocurrido en el marco de una serie de acciones que la víctima aceptó libremente y que ya se conocían los riesgos... Gajes del oficio. Esto lleva a una pregunta fundamental: ¿cómo se ponen límites cuándo el criterio es que todo vale siempre y cuando las partes estén de acuerdo? ¿Es, digamos, moralmente aceptable asesinar a alguien a cambio de un pago a sus deudos si la víctima consintió?
Si creemos que el consentimiento es el patrón oro, la respuesta tendría que ser sí, pero ese resultado choca de frente con muchas de nuestras ideas de lo que es admisible desde un punto de vista ético. Además, como dice C. K. Egbert, "el consentimiento impide hacer una evaluación ética o política de un acto (como atar a una persona o abusar de ella) y en cambio pone en quien lo padece (la persona de quien se abusa) la carga de determinar si este fue correcto o incorrecto".
Pero aparte de las muchas deficiencias de consentimiento para de alguna manera demarcar entre un encuentro sexual libre y voluntario y uno ni libre ni voluntario, cuando se aplica a la sexualidad (a diferencia de su aplicación a los tratamientos médicos) el concepto es problemático ya desde su misma definición y tiene un vicio de origen. Recordemos que consentir es "permitir a una persona que haga una cosa o no oponerse a que la haga, especialmente por considerar que dicha acción es negativa; aceptar voluntariamente una persona hacer lo que otra le propone o sugiere" (Vox); "decir a alguien que puede hacer cierta cosa o no oponerse a que la haga" (Moliner); "permitir algo o condescender en que se haga" (DLE).
En estas definiciones 1) se supone a alguien que propone y tiene la iniciativa y alguien que acepta, accede, dice que sí, cede, permite, condesciende ("acomodarse por bondad y conveniencia al gusto y voluntad de alguien", DLE); 2) da lo mismo si quien acepta lo hace "por bondad", porque no le queda de otra, por sentirse obligada o porque realmente lo quiere; 3) se sobreentiende que para existir consentimiento basta con no oponerse, con no mostrar resistencia, con dejarse, someterse.
Aplicado a la sexualidad, con el telón de fondo de la subordinación de las mujeres en nuestras sociedades, tenemos un escenario en el que un hombre activamente propone (o exige o pide con insistencia) a una mujer hacer lo que él desea y ella pasivamente acepta, no importa si con o sin ganas. Es él quien dirige, es él en quien el deseo se origina, es él quien pone las condiciones y quien actúa...
No es casual. Tradicionalmente, en las mujeres no está bien visto sentir deseo, ya no se diga expresarlo. Algunas ni siquiera tienen claro si quieren una relación sexual o no, de tan acostumbradas que están a desear lo que el hombre desea, a acatar lo que él pide y manda, a dejarse hacer olvidándose de sí mismas.
Nos educan para dar gusto a los demás y a perder el contacto con lo que nos daría gusto a nosotras. Si se cree que la presencia de algo tan tibio como el consentimiento es un criterio importante se debe a que las mujeres fuimos educadas para esconder nuestro propio deseo sexual y decirle al otro que sí (después de "darnos a desear" un poquito). Ellos son los seres deseantes, nosotras los seres complacientes.
Las relaciones sexuales consentidas pero no deseadas pueden no calificar como violación desde un punto de vista legal, pero también es un hecho que muchas mujeres que las han vivido afirman sentirse violadas, invadidas. ¿Qué efectos tiene sobre su salud emocional el sexo no deseado, sobre todo cuando se repite una y otra vez? Si ellas no acostumbran hablar de eso es, una vez más, porque han aprendido que sus deseos y sus sentimientos son secundarios frente a los deseos y sentimientos de su pareja. Y como no se habla del tema, parecería que no es importante.
Pero sin duda lo es. Además de que es urgente ampliar la definición de violación y no limitarnos al mero sentido legal,las mujeres tenemos que nombrar esas otras experiencias sexuales que, quizá sin ser violación en sentido estricto, distan mucho de ser un ejercicio de autonomía. Esto solo puede hacerse si superamos la idea de que el consentimiento es el estándar. No hacerlo no solo socava la autonomía de las mujeres sino que nos hace creer que, por mal que la hayamos pasado, ni siquiera vale la pena hablar de eso, y además nosotras estuvimos de acuerdo y entonces es nuestra culpa.
En conclusión, el concepto de consentimiento es, en el mejor de los casos, adecuado para un modelo patriarcal de sexualidad, compatible con los roles estereotípicos y los comportamientos diferenciados que se espera de ellas y de ellos y con las estructuras de poder tal como son, pero sale sobrando a la hora de construir el tipo de relación entre hombres y mujeres a que aspira el feminismo. Describe las dinámicas que efectivamente suceden, pero no tiene lugar en una conversación sobre lo que debería suceder y sobre lo que las mujeres queremos que suceda. Para eso nos toca a nosotras agarrar la tetera por el asa de una vez por todas.