Doscientos años como doscientos pinceles
Nada bueno podía esperarse de aquel tipo hipócrita y cobardón que ha pasado a la historia como Fernando VII. Si acaso, haber logrado que todos los españoles nos pongamos de acuerdo en coronarlo como el mayor impresentable de nuestra historia, en reñida lucha por el título, que pretendientes los ha habido de sobra (y los que vendrán).
Y, sin embargo, le debemos haber culminado el proyecto, iniciado por Carlos III, de una gran pinacoteca nacional que formara, junto con el Observatorio Astronómico y el Gabinete de Ciencias Naturales, la puerta por la que la ciudad de Madrid, y el resto de España (con permiso de los curas), entrara de una puñetera vez en el presente. Dicen quienes de esto saben que el empeño fue, en realidad, de Isabel de Braganza, segunda esposa del rey Fernando.
El martes 19 de noviembre del año 1819 se abría al público el Museo Real de Pinturas. Doscientos años cumple hoy el Museo del Prado, como doscientos pinceles dedicados a maravillar a quien pasee por sus salas.
No me interesa mucho la historia de los lugares, ni la historia que por ellos ha transcurrido, sino las historias que en ellos encuentro; mías, de quienes me acompañan o de quienes se detienen un momento para dirigirme una frase y continuar su paseo a través de tantos horizontes enmarcados.
Cómo olvidar al niño que dio la espalda al Jardín de las Delicias exclamando:
-Es como el belén de mi casa; desordenado y con todas las figuras rotas
Y es conocido lo de Jean Cocteau, que, a las puertas del Prado, respondió a la prensa que, en caso de incendio, él salvaría el fuego. Dalí, que estaba a su lado, lo paró con un trincherazo verbal que aún resuena en los semáforos del Paseo:
-Yo salvaría el aire; sobre todo, el aire contenido en Las Meninas.
Tenía razón el caracolero. Lo que más me sorprende de las obras que allí se exhiben es el aire que contienen. Aire velazqueño, nítido y agitado, o aire polvoriento y cargado de humo en los cuadros de Goya.
También el aire geométrico, y un tanto cursi, de Claudio de Lorena; o el aire plomizo y lúbrico de Rubens, al que le salían eróticos hasta los obispos. No conozco mejor llamada al placer y a la vida que Las tres gracias (me refiero, claro está, al paisaje del fondo).
Incluso el aire de sacristía de Zurbarán, también en sus cuadros civiles o mitológicos, me resulta atractivo.
Pero el que prefiero, quizás, respirar, es el aire de libertad y rabia en el que Torrijos espera a ser fusilado junto con sus compañeros en una playa de Málaga (por orden de Fernando VII, precisamente). Pocos han sabido unir lo lúgubre y lo rebelde como hiciera Antonio Gisbert en recuerdo de aquellos liberales traicionados.
El Prado fue para mí, durante muchos años, el segundo salón de mi casa. Rara era la semana en que no me acercaba a deambular por sus salas casi sin mirar las pinturas (basta con sentirlas; los pocos destellos que entran por el reojo alimentan más que un cordero pascual), y a tomarme un café en aquel bar menesteroso (hoy sustituido por una cafetería mastodóntica y falta de sabor) en el que estaba permitido sacar la pipa del bolsillo y echar un poco de humo antes de buscar la salida por la puerta del Botánico. La gratuidad de la entrada para los nacionales (de pasaporte, no de bando) y las pocas visitas que se adentraban en el laberinto (por increíble que parezca, el Prado fue durante décadas casi un secreto) facilitaban el paseo.
Hoy en día, la nueva política de precios, de la que no me quejo, y el desbocado número de quienes acuden nos impiden a los despistados acudir a nuestra cita clandestina. Me resulta alentador que El Prado tenga más colas que el fútbol.
Aún no me he acostumbrado a que Madrid sea un destino turístico de primer orden, y cuando me cruzo con los grupos de pacientes japoneses o imperturbables alemanes siguiendo a un paraguas, pienso en congresos de odontólogos o en invasiones sorpresivas.
Pero vuelvo, y volveré, para sentirme en la cocina en la que Clara Peeters, la holandesa precoz que a los quince años inauguraba el barroco, hincó su caballete y mojó sus pinceles para atrapar cuatro bodegones que aderezan sobriedad con gula. Aún le doy vueltas al que conjuga bacalaos, lubinas, cangrejos, gambas y alcachofas.
O las frutas que Luis Egidio Meléndez cosechó en el siglo XVIII, sus granadas rotas a fuerza de azúcar o sus uvas traslúcidas y fragantes más allá del óleo. Aunque salivo con el chuletón sangrante y limpio de grasa casi tanto como con el breve cielo (aire, siempre aire) que cierra algunos de sus bodegones.
A veces me cruzo con el fantasma de Alberti, todavía preocupado por salvar los cuadros de las lerdas y crueles bombas de los africanistas, o con el de Buñuel, delirando razones absurdas para valorar los cuadros cada vez que usurpaba el puesto de guía.
O con mi añorado José Hierro, que apuraba la copa de chinchón en cualquier bar de Atocha para venir a buscar la rima que necesitaba entre dos pinceladas de Velázquez.
O con Hemingway, que sabía encontrar aquí el silencio que tanto se le resistía en su vida y en su obra.
No es raro que El Prado cumpla doscientos años si nace al asombro ocho mil veces cada día.
Si ocho mil veces al día se desnuda y baila, tiembla y se ruboriza, se ríe y grita.
Ahora, con su permiso, cogeré la bota preñada de tinto de Yepes que pintó Meléndez junto a un lujurioso melón cantalupo y unas brevas carnosas y maduras, y la levantaré para darle un tiento mirando al cielo tormentoso de aquel verano que perdura, pincelada a pincelada, hasta hoy.
Va por ustedes, por El Prado y por tanta belleza.