Dos mujeres bajo la lluvia
"Compartieron un taxi una noche lluviosa y volvieron a encontrarse muchos años más tarde en la portada de un libro. Era ya otro siglo. Para entonces, por fortuna, todo había cambiado".
No se lo pensaron. Antes de que el taxi se hubiera detenido ya habían abierto la puerta trasera. Durante unos segundos, desafiantes, cerrados los paraguas, las dos mujeres se quedaron frente a frente dispuestas a decir: ¡Yo lo vi primero! Sin embargo, en lugar de hablar, intercambiaron una sonrisa. No necesitaron palabras para invitarse mutuamente a subir al coche, como si se conocieran de toda la vida.
Por sus respectivas profesiones, debían haber coincidido en numerosos lugares y tener decenas de amigos comunes. Además, vivían relativamente cerca la una de la otra, pero no se habían visto jamás.
—¿A qué te dedicas?
Hechas las presentaciones, vuelven a pisarse la pregunta. La carcajada es inevitable. Incluso el taxista parece divertido, ha bajado el volumen de la radio para seguir la conversación. Estas cosas sólo pasan en la madrugada de los sábados.
—Soy actriz. He trabajado con Saura, con Aranda, con Chávarri. Acabo de volver de Méjico. También fui Miss Universo, pero de eso hace ya mucho tiempo —añade con desgana—. Era muy joven.
—Sí, sí. Lo recuerdo. Yo me dedico a la fotografía. Me encargan cosas de moda, he publicado en varias revistas, retrato a políticos también, aunque casi siempre voy con la gente joven, músicos, rockeros, modernos, toda esa movida, ya sabes.
—¿Y la cámara? —bromea la otra con un suave acento andaluz.
—En casa. No es cosa de llevarla siempre encima —responde divertida.
—No me fío —insiste la andaluza— que a mi me han pillado en los sitios más raros…
—¿En serio? Y ahora que lo pienso… Me gustaría retratarte. ¡Eres la mujer más guapa que he visto en mi vida!
—Por mí, encantada…
Casi veinte años después de esa escena, subrayé en rojo una de las frases que la periodista Amelia Castilla utilizó para contarla: “Todo en ella rezuma sensualidad”. Ella era Amparo Muñoz, a la que poco antes de morir yo le había prometido que escribiría su biografía. Por respeto a la amistad que nos unió, por miedo a no atinar con los trazos del retrato, el proyecto se había ido demorando hasta que una tarde de otoño, después de un apacible almuerzo en el Tibidabo, le hablé a mi editora, Blanca Rosa Roca, de aquella promesa.
—¿Y por qué no te pones a trabajar? —me preguntó.
—Sinceramente, me da pereza. No quiero que parezca una simple reescritura de sus memorias. Han pasado tantas cosas desde que Amparo murió. El MeToo, la nueva ola violeta… Habría que contar su vida desde otra mirada, situarla en el contexto de cómo vivían las mujeres, famosas o no, en aquellos años del franquismo y de la Transición.
—Ese es el reto. ¡Manos a la obra! —resolvió la editora—. ¿Para cuándo podrías entregar?
En las semanas siguientes, Blanca Rosa y su equipo comenzaron a buscar la foto para la portada del libro. Pese a que hay miles de imágenes de la Muñoz, que posó para los mejores profesionales de la época, la tarea resultó más difícil de lo que parecía al principio. Para mí, cada descarte, sin embargo, suponía un nuevo aliciente. El perfil de una mujer rebelde, luchadora y a la vez sometida al machismo del momento, se liberaba de los filtros con los que la denominada crónica rosa había desdibujado su vida.
La sesión que Sylvia Polakov había propuesto a Amparo Muñoz una madrugada lluviosa mientras compartían un taxi por las calles de Madrid se demoró varios años. Según contó Amelia Castilla en El País, la fotógrafa prestó a la actriz un cinturón para que ocultara su pecho y una pulsera de marfil. “Amparo no necesitó nada más —escribió Amelia—, bastó el color de sus ojos (“semi-verdes”), el pelo lustroso, la perfección de sus facciones, la piel, la mirada…”.
A todos nos pareció que esa imagen explicaba como ninguna lo que se relata en las páginas de La vida rota. No fue fácil localizar el original en el inmenso archivo de Sylvia Polakov. Durante otra Silvia, Fernández, y Andrea, la sobrina de la gran fotógrafa, rastrearon sin mucha fortuna entre cajas y cajas de negativos. Cuando estaban a punto de abandonar, Andrea miró en una carpeta en la que al parecer la Polakov guarda sus fotos más queridas. Allí la encontró.
Aquellas mujeres que compartieron un taxi una noche lluviosa volvieron a encontrarse muchos años más tarde en la portada de un libro. Era ya otro siglo. Para entonces, por fortuna, todo había cambiado.
Miguel Fernández, autor de La vida rota.