Dolor y Cannes
Cannes, al igual que el resto de Francia, siempre ha profesado devoción y afecto al director de Calzada de Calatrava. Aunque todavía no le haya otorgado su máxima distinción, sí ha laureado su destreza como realizador en Todo sobre mi madre, como escritor por los entresijos de Volver o su notable inventiva con el Premio de la Juventud a La piel que habito.
Hace unos días al término de la proyección de Dolor y Gloria en el festival, Pedro Almodóvar recibió una prolongada ovación por la película que más habla de sí mismo. Hoy late la sensación de que se ha escapado la Palma de Oro por poco, que ha ido a parar al surcoreano Bong Joon-Ho por Parasite. De momento, Luis Buñuel con Viridiana continua siendo el único que alberga tal logro para una producción española.
El palmares sí ha reconocido a Antonio Banderas como el mejor actor de esta edición. Un premio importante que convierte a Dolor y gloria en una referencia de la temporada cinematográfica, pero más allá del hito estamos ante una obra sosegada y profunda.
El calvario de Salvador Mallo, el protagonista de la cinta, es una historia de supervivencia al dolor físico; a los recuerdos de personas imborrables, de su madre, de la infancia; al buceo de sentimientos pasados que le valieron emoción y sentido a la vida. Un ritual de purga que baldea por medio de la heroína, los reencuentros, la remembranza del primer deseo, y la creación como vía de esperanza.
¿Cuánto ha puesto de autobiográfico el director en esta película? Solo algunas cuestiones en concreto quizás, y a la vez todo está plagado de él. Hasta el punto de que en la edición francesa del cartel de Dolor y gloria aparece proyectada la sombra de Pedro Almodóvar tras la estampa del protagonista encarnado por Banderas. Este juego de espejos está retratado en el actor malagueño, peinado y vestido como él o en el apartamento de Mallo en la ficción, decorado con cuadros y objetos reales pertenecientes al propio Pedro. Apuntes que en el film también se encargan de visibilizar la gloria que ha tenido la carrera de Salvador Mallo.
Un Almodóvar desinhibido, rompe con el pudor, para contarnos de esa forma tan suya, que entraña varios niveles de hondura, la historia de un director de cine con anhelo de redención.
Aquí, el realizador manchego, además de crear atmósferas a las que nos tiene acostumbrados, también muestra su dominio en los movimientos vaporosos de cámara, que funden de manera perfecta a los personajes con el entorno. La esencia formal de la película es elegante y acompasada.
Al calibrar el terreno de la emoción, no vamos a encontrar grandes picos conmovedores como en Todo sobre mi madre o Hable con ella, sino que la intensidad está emulsionada de manera más contenida, y no por ello el resultado pierde efecto.
El responsable de La Ley del Deseo y La Mala Educación, cierra con Dolor y gloria una trilogía fraguada a lo largo de los años de forma casual. Los tres metrajes comparten una serie de temáticas y un afán de liberación que los hace estar directamente conectados dentro de su filmografía.
La interpretación de Antonio Banderas impresiona, lo mejor de la película está en su rostro y en su interior. Junto a él, un elenco de actores que cautiva desde Susi Sánchez a Leonardo Sbaraglia. Mención aparte para Penélope Cruz y Julieta Serrano, que dejan poso con su encarnación de la madre de Mallo. La primera con una intervención luminosa y entrañable; la segunda, reflexiva y guardiana del enigma que representa su hijo. A ellas se une Asier Etxeandía, el animal escénico, que realiza un insuperable monólogo teatral; uno de los puntos álgidos de la filmación.
En Dolor y gloria encontramos un homenaje explícito a la pantalla. La historia nos habla del cine dentro del cine, y de la vida dentro del cine, como hiciera Fellini en Ocho y medio, o Minnelli en Cautivos del mal. ‘La gran pantalla es el único icono y el único fetiche al que he sido fiel durante casi toda mi vida’, reconoce el autor.
La última secuencia de la película cierra este círculo de manera brillante.
En el film más intimista de Almodóvar hay amargura, pero también comprensión y rescate en la conclusión del cineasta. Una obra madura de un director que en el crepúsculo se libera de artificios para entregar lo más auténtico de su universo.
El triunfo de Banderas en Cannes es una merecida gloria.