Dios existía, y se llamaba Diego
Su muerte deja en los que le vimos jugar una sensación de estúpida superioridad.
No era el mejor jugador del mundo. Era Maradona. Y punto. En clase de Religión, todos los que no creíamos en Dios nos transmutábamos en una suerte de inocentes Judas cogiendo un lápiz negro para dibujar a todos los jesucristos unos frondosos rizos. Los más versátiles le añadían un balón de reglamento en la mano. Porque el verdadero Dios tenía rizos y jugaba al fútbol. Toda una vida después, cuando se anunció la designación de Francisco como primer papa argentino todos los de aquella generación llegamos a la misma certeza: no era verdad. El único representante de Dios en la tierra fue Maradona.
Verle jugar era un gozo incluso para los que detestaban el fútbol. Sólo Messi, tantos años después, ha sido capaz de generar esa fascinación ante lo que puede hacer, lo que puede fabricar, idear, inventar. Pero Maradona siempre fue más: incluso logró que en los partidillos del cole se dieran por buenos los goles metidos con la mano porque Diego lo había hecho así. Y eso era palabra de Dios.
Sus goles siempre generaban la misma reacción: apertura de boca, manos a la cabeza y un grito tan entusiasta como atónito al ver que lo que parecía imposible era posible. Sus pies y su cabeza obraban milagros.
La muerte de Maradona deja en los que le vimos jugar esa sensación de estúpida superioridad que supone haber cantado los goles justo en el preciso momento en el que los cantaba Diego, de haberle visto regatear y marcar justo en el mismo momento en el que regateaba y marcaba. De haber vivido ese momento levítico en el que el Barça anunció su fichaje, algo similar —o incluso más sobrecogedor— que asistir a una aparición mariana en el aeropuerto del Prat.
Maradona se va con la certeza de que millones de personas llorarán su muerte y la más que probable ignorancia de que muchos les estaremos eternamente agradecidos. No sólo por haber hecho nuestra vida un poco más feliz, sino sobre todo por haber convertido a miles de ateos.
Dios existía, y se llamaba Diego.