Dinamitar el valle de los caídos
El argumento de parte de la izquierda de que debe ser un recordatorio de lo que fueron los fascismos suena a broma con la oleada ultraderechista...
El complejo del Valle de los Caídos es una obra con escaso interés más allá de su escabrosa relevancia histórica: ni el mérito artístico ni el arquitectónico deben ser una objeción para demolerlo y convertirlo en otra cosa. Pedro Muguruza y Diego Méndez, los arquitectos, copiaron un proyecto de tumba diseñado más de un siglo antes por Isidro Velázquez, cuyo plano se encuentra en la Biblioteca Nacional con la signatura Dib/15/8/2. Las esculturas de Juan de Ávalos son muy poco relevantes para la historia del arte, unos gigantes megalomaníacos, rémoras de ese arte nostálgico que no era tanto arte como puro aparato. España, tan diferente siempre, ha respetado esta figura anclada en el pasado de una manera que nadie entendería en Alemania, donde el escultor favorito de Hitler, Arno Breker, no es más que un residuo estético testimonial del tiempo del genocidio. Si no fuese porque ni Breker ni Ávalos despiertan el interés de la historia del arte tendría cierta gracia un estudio sobre la forma en que el segundo intentó ser el primero.
Ese edificio frío es así porque no existe la inteligencia, el estilo ni el arte en él. Hubo un proyecto copiado, una explanada inmensa como recurso barato y teatral para impresionar al espectador y fuerza para levantarlo, la fuerza gratuita de los esclavos forzados a edificar la tumba de su país. La ausencia de colores no es accidental, es la reacción natural a la obra del mal, que no es negro ni rojo, es gris. Los cadáveres de los 33.832 enterrados contra su voluntad en ese lugar espantoso se han mezclado, convirtiéndose en un único gigante de dolor sepultado a la manera de los sátrapas mesopotámicos, que se hacían enterrar con su séquito, tropas y esposas. Ya es casi imposible, según el CSIC, individualizar a cada uno de esos hombres que mandaban los alcaldes en cajas por orden del dictador para que toda España estuviese allí enterrado con él, pero tengo la certeza de que esa lápida de violencia sorda y muerte no debe ser el sello a todas esas vidas, cercenadas por las decisiones tomadas por el dictador de la voz atiplada.
El argumento utilizado por parte de la izquierda de que debe servir de algo parecido a un memento, a un recordatorio de lo que fueron los fascismos suena a broma con la oleada ultraderechista que ocupa hasta gobiernos en muchos países. No es un recordatorio lo que necesitamos, el fascismo está más presente que nunca. Es otra cosa, pero un recordatorio de granito no, para eso no tenemos más que mirar miles de calles en pueblos y ciudades con los nombres de los golpistas y sus subalternos.
Se abre aquí un sugerente campo de posibilidades para el que hace falta valor y decisión. Para empezar, si se tomase la opción de derruir ese templo del horror se debería estudiar qué se debe salvar. Las esculturas y ornamentos tal vez se puedan reaprovechar en otros templos donde tengan sentido, o bien compartir el destino de los cientos de esculturas de Franco como emperador romano que hoy acumulan polvo en almacenes municipales. El solar podría convertirse en un cementerio, levantar un museo sobre esa masa de dolor y muerte sería un recurso conmovedor demasiado dramático como para que el fin de una institución dedicada al pensamiento, la creación o la educación lo pueda soportar.
Ese cementerio podría ser un memorial edificado por uno o varios arquitectos. Se debería, de alguna manera, devolver a los familiares los cuerpos que pudiesen ser individualizados y que ellos decidiesen, el resto debería tener un lugar de descanso que no representase para la mayor parte del país la expresión física del mal. Debería ser un lugar bello, integrado en el paisaje, con una significación de futuro y amor, de concordia y memoria pero no una fosilización de los elementos que definieron estéticamente el fascismo español, que aún siendo idéntico al alemán o al italiano piensa que Hitler y Mussolini eran muy malos y Franco muy bueno.
La cruz tiene un discurso propio. El régimen se apropió de los símbolos del cristianismo por deseo expreso de los obispos españoles. Aquella Iglesia militante en el peor de los sentidos, tan lejana del verdadero mensaje de Cristo, fue la iglesia solo de la mitad, no solo por el ateísmo de una parte; también se olvidó de los que, como Bergamín, eran cristianos y fieles al gobierno democrático español; los desafectos. En la cruz del Valle de los Caídos no está Cristo, esa cruz es una hilera de piedras acumuladas en vertical para que, desde bien alto, se vea la vergüenza y el dolor de un país. La Iglesia debería ser la primera en desear el traslado de esa cruz de dolor a otro sitio, porque la iglesia verdadera no milita en Falange ni en ningún otro partido. La Iglesia en que a mí me educaron es una idea de concordia y futuro, y esa cruz es el símbolo de un pasado de sangre y muerte. Por otra parte no debemos olvidar que gran parte de los españoles que nos empeñamos en llamar republicanos no eran cristianos y, en un estado aconfesional, imponer un símbolo religioso es dudosamente constitucional.
No he ido nunca al Valle de los Caídos ni iré pero iré a ese nuevo cementerio y llevaré a mis hijos y les contaré que los españoles, contra viento y marea, conseguimos cerrar el capítulo más triste y doloroso y que ese lugar por el que pasearemos de la mano es el respetuoso monumento a un siglo triste pero también la tumba del pasado. Ese día creeré que una nueva España, libre de odios, rencores y miseria moral, es posible.