Dilio, leyenda a caballo
Entrevista a Dilio Long, jinete panameño de 75 años conocido como 'La Leyenda'.
—¿Usted es el señor que ha venido de España? –dice sin soltar la brida- Pues discúlpeme; seguidito le atiendo, que ahora éste –palmea al caballo en el cuello- me necesita más.
—¿Tiene futuro? –inquiero.
—El tiempo lo dirá; es un potrillo.
Boquiabierto, extasiado, contemplo hasta el mareo la rítmica elasticidad a la que se entregan ambos niños. Setenta y siete años suman entre hombre y bestia: dos el caballo, setenta y cinco el caballero. Derviche a cámara lenta que, en mala hora, me recuerda la cinta en la que aún no ha aparecido mi maleta. Aunque, si bien lo miro, y de no ser porque al jockey le sobran las piernas que se columpian, podría decirse que estoy admirando al último centauro; raza de la que jamás supimos si se movía a pie o a caballo.
Nunca había visto dos niños tan unidos. El de arriba es la razón por la que he galopado nueve mil kilómetros de nubes, mi cuerpo todavía es un cuatro. Envidio la flexibilidad del jinete, un arpa con riendas, Dilio Long, al que en la tribuna del hipódromo panameño se conoce como La Leyenda. La leyenda de Dili el Niño, dispararía yo.
Setenta y cinco años y aún en activo, trotando impasible sobre un palmarés de gloria en el que relumbran todos los grandes clásicos caribeños; un relincho profesional de cincuenta y seis años. Cruzó victorioso por primera vez la meta en 1961 y recientemente repitió la hazaña que para él se ha convertido en cotidiana.
Pie a tierra, estrecho su mano, cuya aspereza no han podido limar el árido cuero de bridas y cinchas ni el remolino de acariciadas crines. Lejos de esos saludos "curiles" que me repelen, la suya, aunque pequeña, transmite vigor, nervio, tensión. Antes de que un mozo de cuadra recoja al alazán, aún lo abraza con los ojos, como si le costara despedirse. Aprecio de cerca su cuerpo musculado, enjuto, que se yergue sobre los palitroques curvados de sus piernas, tirachinas invertido. Su voz, justita, nasal, a veces tropieza como un caballo que remoloneara, pero sabiendo siempre dónde está su meta.
Dilio, desdentado, correoso y jovial, y señalándose la herradura de sus encías, me confiesa:
—Hasta los nueve años no tuve dientes, y ahora contados.
Paradójicamente, mastica las palabras.
Me basta un sprint para comprobar que estoy ante alguien excepcional. Su mente es aún más ágil que su cuerpo, y las respuestas llegan deslumbrantes y prontas como espuelas. Yo, que también tengo la cabeza enharinada, he tenido la fortuna de entrevistar a los mejores jinetes de mi tiempo: Billy Shoemaker, Claudio Carudel, Lester Pigott, Román Martín, Ángel Cordero... salvo alguna excepción, todos fueron puro monosílabo.
—¿En cincuenta y seis años de carrera se topó con algún rucio tan listo como usted?
—Todos –afirma tajante y convencido- A usted o a mí nos sueltan en la selva –arquea el brazo- y nos perdemos.
—Por lo que a mí respecta, hasta en El Retiro.
—Pero si desata usted a un caballo en la jungla, a... mil millas, meses después relincha en el portal de su cuadra. Es el animal más listo del mundo.
—No lo será tanto cuando prefiere la cebada al whisky –le incomodo. ¿Usted qué bebe?
—Coca-Cola –exclama lacónico (empezamos mal. Coca-Cola es así).
—¿Y qué come?
—Ahora que la báscula me deja en paz, poquito y de todo.
—¿Cuál es su música preferida?
—El tambor de los cascos.
—¿Cuándo se subió usted a un caballo por primera vez?
—Cuando me solté del pecho. Me tuvieron que aupar. Y ya en uno bravo, tendría yo... siete u ocho años. "Sujétate bien con las piernas", me advirtieron, "y reza lo que sepas". "Ni tengo miedo ni me va a derribar". Antes de que me montaran, y desgranando esa letanía, fui recogiendo, una a una, todas las piedras del pasto. Así las costaladas fueron mullidas –y se ríe hasta que le duele la mandíbula (sorprendente en estas razas aindiadas, taciturnas, que no se ríen ni con anestesia).
Yo malicio que hay que desconfiar de los cocineros que nunca se manchan y de los jockeys que nunca se caen.
Sufrió accidentes que pudieron costarle la vida, pero que, al cabo de los años, no hicieron sino aumentar su leyenda: a principios de los setenta, un caballo le cayó encima, fracturándole cuatro vértebras. Los médicos le diagnosticaron su final deportivo. Por su cuenta, entre brebajes de ayahuasca, ungüentos suministrados por un indígena, y jornadas enterrado en arena caliente, consiguió recuperarse y volver a montar en seis meses.
—Yo no me fío mucho de los médicos, compréndalo. Mejor me ha ido con los curanderos...
—Le recuerdo, Dilio, que dos médicos latinos intentaron salvar el mundo: Ernesto Guevara y Salvador Allende.
—Ninguno era traumatólogo. El Ché fue puericultor, creo; y Allende... ¿qué fue Allende? ¿Internista?
—No. Internista fue Pinochet.
En 1976, en México, su caballo quiso volver a la gatera nada más salir de ella, y el brusco giro del animal lanzó a Dilio contra un poste. Durante nueve días estuvo en coma, con el cráneo roto, además de la clavícula y cuatro costillas. Hoy, tras pasarse la mano por la azotea, aún circuncidada por las marcas del casco que columpia en la mano como una cantimplora, me muestra las cicatrices de sus fracturas y bromea con las trece prótesis que carga.
—A mí, en el hándicap, en vez de ponerme plomo me quitan piezas.
—¿Se atrevería a montar en Europa?
—Hombre... en el Grand National no.
—Allí montó el duque de Alburquerque, un jinete aún más tuneado que usted.
—¿Tune... qué, dice?
—Remendado. Tenía tantas lañas que en Liverpool, la última vez que besó el césped, el juez de pista pidió una ambulancia y un imán.
(Prodigio de eficacia, que no de estética, el duque de Alburquerque ganó con igual cantidad de kilos y de años, más de sesenta, a los mejores jockeys europeos. Era tan largo que podía sacudir estopa a diestra y siniestra sin cambiarse el rebenque de mano).
—¿Cómo fueron sus primeras montas en el hipódromo?
—Al principio se reían de mí por montar bajo, pero ni comprendía entonces, ni comprendo hoy, a esos jockeys que estriban tan arriba que no tocan al caballo. ¿Cómo van a saber del animal si no lo sienten a través de las rodillas, si no notan sus temblores, el ritmo de su respiración, la tensión de sus músculos...? El caballo no tiene un contador de revoluciones y montar sin saber qué le sucede no es montar.
—Atahualpa Yupanqui, matusalén que fustigó los escenarios hasta el postrero aplauso...
—¡Grandioso! –me interrumpe.
—...amaba a los caballos más que a su guitarra. Me confesó que se le morían de viejos; "A más de uno –dijo- lo tuve que despenar"
—Por nada he sentido mayor cariño que por los caballos. A Río Caudaloso lo quise más que a mis novias. Era un diablo, pero hablándole, hablándole, dándole puñaditos de grano, briznas de hierba... me lo fui ganando. Jamás usé con él el cuero –fustiga el aire- y sobre la arena me lo dio todo. Otros sólo me dieron trompones. Amigo mío, cuando un "boca encendida" se desboca no lo para ni el Océano –y señala hacia lo azul.
—Federico lo sabía.
—¿Quién dice usted?
—El mejor jinete que dio Granada. "Caballo que se desboca, al fin encuentra la mar y se lo tragan las olas". ¿Ha estado usted en España?
—¡Claro! –exclama- Era yo un "pelao" –y baja la cóncava mano hasta sus rodillas como si palpara la coronilla de su niñez- Y estuve en los Sanfermines.
—¡No me diga!
—Jamás vi una fiesta tan bulliciosa e intensa. Incluso me até el pañuelo al cuello como un gaucho.
—Su insigne colega, Ireneo Leguisamo, maliciaba que un argentino a pie es sólo medio gaucho ¿Se habría atrevido a correr delante de los toros?
—Hombre... a caballo, sí.
—¿Y cuándo ha estado cuerpo a tierra por última vez?
—Ayer no más. Yo me he roto hasta el alma.
Su voz oscila entre la más absoluta inocencia y la inteligencia de quien se sabe en su territorio. Mientras atravesamos el paddock, maquino que esa natural y atenta seguridad que Dilio desprende debe de ser la sabiduría a la que tanto nos referimos sin saber de qué hablamos.
—¿Cuál fue su primer juguete?
Levanta el brazo izquierdo hacia las alturas, tensa las gomas del aire, y suelta mientras exclama: "¡Un tirachinas!" Luego, contrayendo el gesto, golpea con el dorso de la mano una nube de tristeza; agacha la cabeza y contempla absorto sus botas como si allí aleteara el pájaro herido de su infancia.
—¿Y el segundo?
-Un machete –zanja cortante.
El Presidente Remón es un hipódromo muy modesto en cuanto a instalaciones; incluso el óvalo de la pista poco difiere de un canódromo. Sin embargo, de esa angosta y hollada arena han surgido jinetes excepcionales como Lafitt Pincay, que durante décadas lideró la estadística americana. Ahora, ya a pie, preside el Salón de la Fama de este hipódromo, donde su retrato es más grande, pero no menos espantoso, que el de los colegas que lo escoltan. Es como si toda esta galopante celebridad hubiera posado ante una Cecilia Giménez (Ecce Homo de Borja) que, para la ocasión, pintara con una fusta. Me espanto ante semejante pasaje del terror: puede que la fama sea eso.
Sin embargo, ese circo de crines, con su aceptada precariedad, que antaño debió de ser aún mayor, le bastó a Dilio para forjarse una leyenda con patas, su epopeya a caballo.
Siendo aún pequeño, un "pelao" para decirlo con su léxico, un amigo le acercó al hipódromo. Acostumbrado como estaba a los caballos de campo, tan abundantes en la finca en que se crio, aquella imagen que derrochaba proporción y belleza, que exhalaba velocidad, lo atrapó en un hechizo que ni la edad ni los momentos más difíciles han logrado deshacer.
—Ahora me ruboriza aquel pensamiento, pero ¿sabe qué fue lo primero que me vino a la mente? Cómo podían correr tan veloces y tan juntos sin caerse.
—Me gustaría saber si alguna vez pensó en bajarse del caballo para siempre. Si en alguna ocasión le resultó anodina o insoportable su vida como jockey y se planteó abandonarla.
Dilio me mira de arriba abajo, pensando que bromeo.
—¿Eso qué es? ¿Humor español? Mire, señor García –elevando el tono-, si alguna vez me he bajado de un caballo ha sido para montar otro. Yo no he tenido una vida fácil, todos lo saben. He hecho de todo, y si me ha tocado vender periódicos, pues los he vendido. He cuidado de mi familia y he llevado dólares a casa para que comieran con decencia. Una recta y un caballo con brío han sido mi única terapia contra la angustia. Nunca he deseado más.
—Pero llegará el día, entiéndalo, en que tenga que desestribar. ¿Qué piensa hacer entonces?
—Mi meta–tensa el rostro como si le hubiera alcanzado una fusta- es criar un potro, domarlo, hacer de él un atleta y conducirlo a la victoria –hace un paréntesis, se asoma al abismo de ese reto y musita –Aún no he elegido nombre ni colores.
—¿Y esa correa?
—¿Cómo?
—Su elasticidad, digo.
—Yo soy un correcaminos. A diario me hago a pie las cinco millas que separan mi casa del hipódromo.
Intento imaginar a Dilio recorriendo las calles de una ciudad que se me antoja inhóspita y acelerada. Panamá es una pequeña Nueva York, con la sutil diferencia de que a aquella la abraza el Hudson mientras la iluminan Whitman, Capote, o Henry James. Desconozco la talla literaria de estos lares, probablemente eclipsada por la fructífera Colombia (puede que alguien haya perpetrado una oda al canal y yo lo ignore). La oscuridad de un pasado militar aún pervive en el marcial latiguillo que derrochan el taxista, el camarero, la cajera: "¡A sus órdenes!" (Peor es en Chile, que dicen "¡Al tiro!"), mientras sus fatuos rascacielos desfilan.
País bellísimo, cómo no serlo entre dos océanos, e imbatible para huelgas de hambre: ojalá sea una impresión personal e injusta, pero, para este viejo nómada, la comida panameña es más desabrida e inhóspita que una malcasada. Medio siglo pensando que es Puerto Rico el lugar donde peor se come del mundo, y ahora descubro que Panamá gana por un morro. Al segundo almuerzo llegué a la convicción, cara a mi estómago, de que los platos estaban hechos con las fichas recicladas de los casinos.
En este paisaje, la ovalada ínsula del Hipódromo resulta aún más acogedora, no sólo para mí (visitante ocasional sin tiempo ni para quejarme) sino para Dilio, soñador constante que cifró en una recta todas sus esperanzas. Su determinación lo ha acompañado durante todos estos años. Ahora, cuando el líder de los jockeys del Presidente Remón es un imberbe que no cuenta aún veinte hierbas, la figura de Dilio se apodera del recinto, como si hubiera sido tallada con el mármol sobrante de las estatuas ecuestres.
—En España tuvimos un dictador, gallego y bajito por más señas, que, como usted, quiso estar eternamente en la pista, y que ya no cabalga ni en piedra. ¿Para cuántos dictadores ha montado? (Ignoro si Torrijos y Noriega tuvieron caballos)
—Yo monto para el público –por primera vez le siento molesto- y para los humildes paisanos que apuestan unos pocos dólares. Si el caballo es de un general, de un médico o de un carnicero, nunca me ha preocupado. Le aseguro que todos tienen cuatro patas.
—-¿Ha llegado a sentirse una gloria nacional, como lo es Durán?
—¡Mano de Piedra! ¡Ése sí que es grande! –Exclama lanzando un gancho al aire- Todos los panameños estamos orgullosos de él. Yo soy una sombra. Fuera de la pista se me conoce poco, y si alguien oye hablar de mí, me toma por una rareza. Además, los jinetes no tenemos patria cuando montamos. El turf es un mundo encerrado en sí mismo.
—Usted consiguió su primera victoria en 1961. ¿Recuerda todavía aquella sensación, o se ha diluido de tantas veces como la ha experimentado?
—Mi Gaita se llamaba la yegüita, y créame, es como si no me hubiera apeado de ella. La música de los primeros aplausos aún suena en mis oídos. Sentí alegría, por supuesto, pero sentí, sobre todo, que era justo. Desde los doce años estaba yo en el hipódromo haciendo lo que fuera para ganarme la vida, soñando con caballos y sin vivir más que para ellos. No digo que fuera mejor que nadie, pero merecía ganar, desde luego.
—La gaita –le digo- como bien saben gallegos y escoceses, también puede ser triste. "En la infancia de todo el mundo hubo un jardín –reza un verso de Pessoa- pero la tristeza es de hoy".
—Gran verdad, pero en el lomo de un caballo se me pasa. La felicidad está en la grupa y entre mis piernas... –parece azorarse con sus propias palabras –no me malinterprete.
—¿Ha montado mucho fuera de la pista...?
Dilio ríe con ganas.
—Lo que he podido y más. En México fui un culeador, ¡puro verraco!
—¿Le hicieron un apellido a propósito? En España tuvimos un inquisidor llamado Torquemada, que aparea tormento y fuego.
Se encoge de hombros mientras pienso que también el lenguaje juega: Long (largo) marca su recorrido vital, por encima de dictadores e invasiones, de fronteras y amaños. Y se me ocurre que, para ser un especialista en lisas, se ha pasado la vida saltando obstáculos.
—¿Alguna vez le tentaron para que se dejara ganar? (los años, y más de un desplante, me han enseñado que las preguntas incómodas se dejan para lo último)
Hace un paréntesis que se me antoja eterno. Traga saliva y responde:
—Hombre, una vez en México.
—Cuénteme, cuénteme –le persuado.
—Me abordó un tipo al salir de la sauna. Era desmedido, apantallador. Sentí su zarpa en el hombro. Escueto, me dijo: "Usted, en la estelar, no va a ganar". "Si monto al favorito...", farfullé mientras atisbaba el bulto en el sobaco.
—¿Un golondrino?
—Sí, llamado Beretta. "No puedo hacerlo", dije, creo. "¿Acaso quieres que te lleve la chingada?", me espetó. Me sentí vencido y él lo supo. Su mueca era una herradura . El muy cabrón aún se giró para escupirme: "No te emputes, que aquí hay lana para todos".
En la largada me santigüé y dejé la responsabilidad al caballo. Me arrepentí a tiempo, ¡cuanto más lo jalaba más corría! Conseguí encerrarlo tras el pelotón, pero el bellaco sabía culebrear. Respiré con alivio cuando llegamos cuartos.
—¿Cómo fueron sus días de tequila y rosas?
-¡Ah! ¿En México? Yo montaba igual fuera que dentro de la pista, cómo reprimirme con tanta hembra rebuena y entrona. Era un padrote. Llegué a estar tan matado que en un clásico en que Miss México entregaba el trofeo, ¡y cómo era! –Se le ilumina el rostro- una torre de miel. Yo no le llegaba al ombligo, y entre el esfuerzo de la carrera y los meses que llevaba compitiendo en el óvalo y... en el rectángulo –me guiña un ojo sin demasiado esfuerzo, que él los tiene guiñados-, no pesaba ni cuarenta y cinco kilos con todo el equipo. Así que, cuando aquel bellezón se curvó para premiarme con un beso, ¡me desmayé!
Desperté en el cuarto de jockeys para que mi rival en la pista, conteniendo la risa, me escupiera a la cara: "Se te acabó la fama, güey: hasta ayer culeador, hoy joto". Durante semanas, los colegas me fustigaron con esa pendejada. Pero lo peor de México era el frío –y simula una tiritona- Habría montado con manta.
—A pie ¿siempre le bastó con palabras? ¿O alguna vez perdió los estribos?
Vuelve al pasado y tarda en retornar, como si montara un caballo cojo.
—Sólo una vez tuve que explicarme con un revólver en la mano –engatilla el aire.
—¿Y habló el hierro?
—El otro lo entendió. No hizo falta que habláramos ninguno de los tres.
—¿Encontró mucha diferencia en la monta cuando fue a correr a Estados Unidos?
—En lo esencial es lo mismo. La recta en la que se dirime el Derby de Kentucky es más ancha pero no más larga ni más selectiva que la nuestra. Claro, que nuestros premios son calderilla comparados con su lluvia de dólares.
Y los hipódromos de provincias eran una yincana. La primera vez que monté en Los Alamitos (California)... aquello parecía un ataque comanche. Pronto aprendí las mañas, como agarrarme a los aparejos del de al lado y, pegado a su flanco, dejar que te lleve y se desgaste. Claro que eso ya no se hace.
—Las lampreas sí.
—Perdone, señor García, pero me he quedado en blanco.
—No se preocupe, peor sería quedarse en rosado.
—A los que tampoco entiendo – Dilio regresa al asunto- es a esos jinetes que, sobrados de calidad, trampean cuando podrían ganar sin bellaquerías. Por cierto, hubo uno, que luego corrió en España, que montaba con batería (dispositivo eléctrico que cabe en la mano y acalambra al cuello del caballo durante el braceo), cargaba (enrollaba) la fusta con alambre, se colocaba cremalleras con púas en las botas... ya no recuerdo su nombre.
—Yo sí, Dilio.
Podría decirse que el historial de Dilio Long resulta impresionante, y la frase sería tan exacta como pobre de contenido. Sólo en este hipódromo, desde que hiciera su primera monta en 1960, sobre un caballo llamado Sosiego (mal nombre cuando el nervio es primordial), ha ganado ochocientas noventa y una carreras y ha llegado segundo en otras tantas ocasiones. Veinticinco de esas victorias han sido en premios clásicos.
—¿Qué opina usted de los trotones, las fofas cuadrigas modernas que asolan Europa?
—¡Por favor! Montar un caballo e impedirle que corra... eso es de jotos (una mariconada, vamos). Preferiría subirme a una cortacésped.
—Se habrá disculpado usted muchas veces ante el propietario, el entrenador, el público... tras una monta poco afortunada, pero ¿se disculpó ante el caballo?
—Siempre, y con más motivo. El animal y yo somos los únicos que sabemos de verdad lo que ocurre en la arena. Un caballo siempre merece una explicación, aunque no la pida.
—¿Qué consejo daría usted a los jinetes noveles que le envidian, me consta? Y no me vale el sardónico relincho de Pigott: "Una pierna a cada lado".
—Hay "pelaos" que ganan su primera carrera y ya creen que tienen el mundo por las riendas, sin darse cuenta de que aún son más torpes que jamelgos "maneaos". Tienen que entender que el caballo no es una herramienta, sino un amigo. Antes de ovillarse en la cruz, debieran analizar las manías, el tranco, el historial de cada ejemplar. Hoy los vídeos, que también muestran nuestras torpezas, facilitan esa labor. Que penetren en su psicología, para que lo puedan montar con sentimiento y con alma. Y que jamás olviden que hasta el mejor jinete llegará siempre después del caballo.
—Antes ha mencionado usted el alma, y alma llamaban los antiguos a la musa ¿Usted es creyente?
—Por supuesto. Tengo un hijo pastor.
—O sea, que también él usa la fusta.
—Ya lo creo; sus sermones son apocalípticos.
—Entonces, le podrá echar una mano para la vida eterna, aunque, para usted, la vida eterna es ésta. ¿Cómo se imagina la otra, la de después?
—Una pista inmensa, de fluida arena –con los puños cerrados, galopa el viento- que mis fuerzas ya no dan para empujar sobre el pasto, con pruebas todos los días. Bueno... –recapacita-, tal vez concediéndome alguna tarde libre, porque tanta, tanta carrera podría llegar a ser aburrida.
—Especialmente para Dios, ese apostante que de antemano sabe el ganador.
Una entrevista de Abraham García, chef de Viridiana y apasionado de la hípica.