'Diez de monte'
Relatos a la sombra: los cuentos de Abraham García.
De vez en cuando
camino al revés,
es mi modo de recordar.
Si caminara sólo hacia adelante
te podría contar
cómo es el olvido
(Humberto Ak´Abal)
El golpe de la mano contra el hule hace temblar el vino en los vasos y el agua sucia en el platillo de las aceitunas. Sobre la mesa queda el siete de copas.
-¡Y diez de monte!
-Si es que se te pegan las cartas a la mano, cabrón —responde Marcial tamborileando con los dedos sobre sus pocas bazas—.
-Un día de estos te voy a enseñar a jugar, que ya aburres. Dos veces has podido arrastrar y te has arrugado.
Marcial coge el paquete de Ducados que tiene a su izquierda y se pone un cigarrillo en la boca, pero no ofrece. Total, Raimundo mantiene en la boca la colilla del puro desde que se han sentado a jugar.
-Para el arrastre ha quedado la Aurelia.
-¿Aurelia? ¿Qué Aurelia?
-La mujer del forestal, coño. En la cama de la residencia la encontraron ayer. Se fue a dormir y ya.
Raimundo bebe un sorbo de tinto. A la boca le sube un sabor acre y lleno de agujas; no sabe si es acidez o memoria.
-Así descansa, que bastante canutas las pasó la pobre. Nunca aceptó que el marido hubiera muerto. Ya me dijo Herminia, la secretaria del ayuntamiento, que casi rechaza la pensión de viudedad diciendo que su marido estaba vivo; con tres hijos y tanto remilgo...
Raimundo acerca una cerilla encendida al cabo del cigarro y sopla a su través para asegurar la combustión. Tras una breve calada, se lo saca de la boca y mira a su alrededor. Están solos en la acera, en la mesa que le han instalado bajo el parral para que puedan fumar sin problemas.
-No tan putas, no exageres, que bien pronto le dieron la concesión de un estanco en Talavera. Le arregló los papeles Atanasio y la hizo viuda de la Cruzada antes de que fuera viuda.
Raimundo escupe una esquirla de Farias y quizás algo más.
-El Atanasio —musita Marcial—, menuda rata. Un vivalavirgen que compró el carnet de camisa vieja a un muerto de hambre para poder colocarse… Al cabrón le teníamos echado el ojo, pero el jodío se lo había olido y sabía guarecerse como una comadreja.
-Mejor para vosotros. Ese le hizo más daño al Régimen estando vivo que todas las partidas de la sierra. Cada vez que un maquis robaba una miaja de trigo, el cabrón apuntaba seis costales en el parte. Anda, baraja, que corto.
Mientras Marcial retuerce el mazo, Raimundo da una voz hacia el interior del bar reclamando dos vinos más.
-Y trae unas aceitunas Paco, cojones, que cuesta pasar este tintorro a palo seco.
Marcial contempla su mano. Lo más alto es un rey de espadas. Su bufido despierta la risa de Raimundo.
- ¿Qué? ¿Te rindes?
-Los cojones me voy a rendir. Con estos bueyes voy a arar.
La primera baza es de Raimundo.
-¡Las cuarenta!
-¡Me cago en tus muertos! ¡No se te acaba la suerte ni a hostias!
-Tú la tuviste cuando te hizo falta, así que roba y calla, cacho bolo.
Caen las cartas y las manos las retiran sin prisa, sin sorpresa.
-Arrastrando, que es gerundio —se entusiasma Marcial—.
-Gerundio mis cojones —responde con sorna Raimundo, mientras tira el as de la pinta—. Tute de caballos.
E imita un relincho. Marcial tira sus cartas y coge un cigarrillo entre la risa y la mala leche.
-Te lo tengo que preguntar, Marcial, porque me lo he preguntado cada día desde que te conozco. ¿Cómo cojones pudiste escapar?
-Habíamos convenido en echar tierra hasta que nos la echen.
-Muerta Aurelia —y mira las nubes— hoy me peta, ya ves.
Y en su mirada acuosa asoma el brillo del desafío.
Marcial bebe un sorbo de vino, come una aceituna y enciende un Ducados más mientras se ríe para sus adentros del médico que le quiere quitar del tabaco, a su edad y con lo que ha pasado. No le cuesta revivir la angustia de aquella noche, el temblor de la muerte que lo acechaba, los gritos de los que cayeron y la ansiedad por no poder encender el pitillo que deseaba más que vivir.
-No me escapé. Fue Mauricio el que me libró, un corchero de Navahermosa echao p´alante que nos amargaba la vida hablando todo el rato de los gazpachos que hacía, mientras nos moríamos de frío y comíamos algarrobas. Pero aquella noche algo sintió. Iba en cabeza de la partida cuando nos hizo parar. Se quitó las botas para no hacer ruido. Con la helada, el suelo era harina escarchada. Se adelantó unos cincuenta metros, hasta que se perdió entre los alcornoques que había desnudado tantas veces. No sé cuánto rato estuvo al acecho. Lo mismo pudieron ser diez minutos que dos horas. De pronto dio un grito, fue el último, y comenzó a disparar el naranjero como un poseso.
-Joder, ¿la noche del Molino me dices?
-Lo dura que fue. Allí también quedaron Rehilete y Cabañuelas.
-¿Rehilete?
-Sí, hombre, el que había sido banderillero con Domingo.
-¿Qué Domingo?
-¡Ortega, coño, que tuvo tronío! ¡Y pasodoble!
Y, elevando el abanico de naipes y sonando pitos con la diestra, cimbreó aquello que antaño fue cintura.
-A Cabañuelas le tenía yo ley. Mala suerte tuvo el pobre. Se pasaba la puta noche mirando las estrellas. ”¡Qué Morató ya no vuela —le decíamos— ni Haya, hostias!”. “La próxima semana, perfecta para sembrar los ajos”, nos respondía. “Deja ya de deslumbrarte, tocahuevos, y vigila, que cualquier noche nos van a sembrar a todos” —y, con resignación, añade— A todos... y de los veinte quedábamos diez.
Y por el gañote le trepa una vaharada de tristeza.
-¡Qué noche aquella, entre la humedad y la pelona que estaba cayendo!
-No me hables del frío, joder. Fue el bendito Gévalo el que me salvó. Me metí en la fosa del Molino con el agua hasta el cuello. No era la primera vez. Más de cuatro horas estuve allí, con los huevos en remojo en el agua helada. Cuando los del Somatén se largaron, el molinero y su hijo me sacaron medio muerto del agujero. Con friegas de aguardiente y leche de cabra me devolvieron el calor, que no se atrevieron a hacer lumbre, no fueran a volver. Desde ya te digo que el infierno, que no existe, está hecho de agua helada. Lo que son las cosas, el río ahora lleva tan poca que se agosta en julio.
-Como nosotros.
-Ya. Y del Alberche ni te cuento. Al día siguiente me echaron sobre un burro y me taparon con sacos de salvado. Era una buena manera de escabullirse entre las gentes de la comarca. Cuando llegamos a La Fresneda, me quitaron la carga de encima y me dejaron allí. Eché a andar con la minga todavía congelada.
-¡Bah! eso se arregla metiéndola.
-En un avispero, ¿no te jode? Un par de veces tuve que enseñar la fusca, pero saqué dinero para llegar hasta Barcelona y contactar con los camaradas. Allí me cogieron, pero no pudieron relacionarme con la Partida. Cuando salí, nueve años después, quise darle las gracias a los del Molino, pero llegué tarde; el padre había muerto y el hijo se había marchado a Alemania. Das tú.
-Siempre llegamos tarde, me cago en mi vida. Pinta en oros.
Marcial calla para que hable el siseo de los cartones sobre la mesa. Una vez más, Raimundo atrapa baza tras baza; no deja más que la escoria de los envites sin puntos; el último, un cinco de copas contra un cuatro de espadas, es para Marcial.
-Diez de monte que no me sirven para nada. Tampoco aquella vez hicimos mucho.
-¿Sabes que fue el forestal el que os delató?
-Ya. Me lo dijeron los camaradas en La Modelo. Quisieron ir a por él, pero se lo había tragado la tierra. Todavía reviento de asco cada vez que pienso en el hijo de puta ese.
-Cálmate, que tuvo lo suyo.
-¿Y tú qué sabrás?
-Yo lo maté.
Marcial deja caer el seis de espadas que ha cogido de su mano sin llegar a mirarlo. Raimundo se lo devuelve.
-A ver, gilipollas, estate al juego. Espera a que sea arrastre.
-¿Lo mataste?
-Al juego. Veinte en copas.
Esta vez gana Marcial por poco. Ha esperado para arrastrar y le ha quitado a Raimundo los dos triunfos que guardaba. Las cartas quedan sin recoger. Hay un momento de silencio mientras una cerilla más se pasea por la colilla de puro remordida y húmeda.
-Os vendió por nada, por una carabina flamante para pasearse por la dehesa. Tenías que haberlo visto. No tenía ojos más que para la correa. No te jode. A lo mejor era muy delicado para llevar la escopeta colgando de una cuerda. Pasaba los dedos por los enganches como si fueran los pezones de la Aurelia. Por esa tira de cuero entregó a amigos suyos.
-Pero... tú...
-Yo nunca he faltado a mi deber. Ni he hecho nada que me haya podido avergonzar. Pienses lo que pienses, yo me he ido siempre a mi casa con la sandía bien alta. A mí nunca me han pillado en un renuncio, ni en la mesa ni en la vida.
Dio un tiento al vino y se pasó la mano por la calva perlada de sudor.
-¿Pero, cómo coño lo hiciste?
-Lo seguí cuando salió del cuartelillo con su juguete. Había acudido de noche, claro, no fuera a destaparse la vergüenza antes de tiempo. Me cuidé de que nadie me viera y me hice el encontradizo. Fue tan fácil como ofrecerle un puro y alabarle el cargo. Al acercarle la cerilla con la mano izquierda, le metí el primer navajazo en el hígado. Cinco más le di mientras lo miraba a los ojos y le dejaba bien clarito que no quería carroñeros en mi monte. Antes de que se doblara, ya me lo había echado a la espalda. El Pozo de la Mina estaba cerca.
-¿En el Pozo de la Mina?
-Para que no estuviera solo.
-¿Y duermes?
-A veces. Como tú, barajo recuerdos, Zurdo.
-Era de los tuyos, Raimundo...
Un puñetazo en la mesa desbarata el mazo y hace retemblar a Marcial en su silla.
-¡Era un puto chivato! Durante cincuenta años he llevado una hebilla en la que se lee “El honor es mi divisa”. Y ni una vez he faltado a mis enseñas. Pero ningún bocazas como aquel ha sido nunca de los míos. Corta de una puta vez, que se va la luz.
Marcial, el maqui, para quien su divisa fue el monte, se lleva la mano a la sien.
-A sus órdenes, mi capitán.